OPINIÓN

DIFERENTES Y, SIN EMBARGO, IGUALES

No está lejano el tiempo en que ampliar a primera vista nuestro horizonte de humanidad era un privilegio reservado a exploradores, aventureros, marinos…, grandes viajeros, en dos palabras. En nuestro presente hay muchos modos de gozar de ese beneficio, de saber que son posibles maneras de ser humanos muy diferentes a la que nos es cotidiana. Algunos son virtuales como la televisión, el cine, los documentales, la red, que nos acercan visualmente formas de vida en tierras lejanas muy diferentes de las que son comunes en nuestro entorno. Pero otros son reales, como la vida misma. En cualquier lugar de Europa compartimos calles, barrio, autobuses, hospitales, escuelas con personas que proceden de lugares donde viven con otras costumbres, tienen otras tradiciones, otras religiones, otras claves para interpretar los aconte-cimientos, muy distintas de las  nuestras. Son, decimos, personas diferentes.

Es cierto que en la historia de Europa reconocemos fácilmente muchos modos de ser diferentes. Nobles y plebeyos, hombres y mujeres, clérigos y laicos, propie-tarios y siervos,… Pero todos ellos formaban parte del paisaje y tenían asignado un papel en aquel teatro del mundo. Diferentes en el orden de la historia, iguales en el orden de la salvación que anunciaba el cristianismo, prójimos todos, acreedores del amor mutuo siempre, aunque pesara más la diferencia que la igualdad.

En la sociedad del presente, la igualdad de todos los seres humanos se concreta en algo a la vez muy grande y muy difícil de precisar: la igual dignidad de todos. Junto a este principio universal nos encontramos día a día con la dificultad tangible de darle concreción en esos rostros humanos que reconocemos como dife-rentes y que buscan ser unos ciudadanos como nosotros en países que veníamos creyendo que nos pertenecían.

A la nueva sociedad las fronteras convencionales le resultan extrañas, las verda-deras fronteras las marcan el hambre y la guerra. Y por eso han venido, están aquí, son nuestros vecinos. Son diferentes y, sin embargo, iguales. A menudo nos sentimos desconcertados en el trato cercano, y muy reticentes si de compartir nuestros derechos se trata.

Precisamos desarrollar empatía y gene-rar nuevos hábitos de relación, estamos necesitados de desarrollar una nueva virtud para la convivencia. Algunos hablan del reconocimiento como una virtud clave para vivir juntos en esta sociedad. Un reconocimiento que además de tomar en peso la igualdad en dignidad, acoge la fragilidad fruto del daño que se ha hecho a esa misma dignidad (1).

Este reconocimiento del otro diferente como un igual se me presenta como un tipo de virtud de las que Ortega y Gasset consideraba virtudes creadoras por contraposición a las pequeñas virtudes, esas que nos son familiares, las que ya reconocemos en nuestra convivencia bien sea porque las practicamos o porque las echamos en falta. Aquí hay que imaginar caminos nuevos, no vale la mediocridad y el repetir esquemas. La pauta no la marcan los pusilánimes, hay que arriesgar. Y si los políticos tienen un papel importante que jugar, no es menor el que le corresponde a la sociedad civil en esta cuestión, el que nos corresponde a cada uno en nuestros ambientes, en las instituciones y en los movimientos y organizaciones ciudadanas. Practicar y educar en esta virtud cívica es un desafío difícil, pero asequible si no lo dejamos para mañana. Diferentes e iguales, es una señal de tiempo nuevo.

1. Ver: Xabier Etxeberria, Virtudes para convivir. PPC. Madrid, 2012, pp. 98 ss.

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