LITERATURA

EL DESCONOCIDO LEWIS CARROLL

Y podríamos decir que el rasgo principal de este particular orbe que ha hecho las delicias de generaciones de niños y mayores sea la sorpresa en todas sus dimensiones. La sorpresa que recibe el lector cuando se tropieza, por ejemplo, con suegras que se convierten de pronto en un giroscopio o con la propia Alicia meciendo al bebé de la Duquesa, en una de esas misteriosas y sorprendentes combinaciones carrollianas que terminan con el niño convertido en cerdo.

Lewis Carroll tenía una personalidad tan maravillosa y era un hombre tan generoso que en el alborotado Londres del XIX fue capaz de crear un espacio para el solaz y refugio de las niñas; acaso fue el hombre que mejor comprendió en su tiempo la niñez. El reverendo Charles Lutwidge Dodgson murió cuando tenía 66 años, a los 33 de la aparición de Alicia en el País de las Maravillas (1865). Había nacido en Daresbury, en Cheshire, y su padre fue el reverendo Charles Dodgson. Los primeros años de su vida transcurrieron en Daresbury, pero más tarde la familia se trasladó a Croft, en Yorkshire. Primero fue a una escuela privada en Yorkshire y luego a Rugby, donde pasó un tiempo muy feliz. En 1850 fue a Christ Church, en Oxford, y desde entonces, hasta el año de su muerte, estuvo inseparablemente vinculado a la casa, como se conocía por entonces el College de Christ Church. Allí alcanzó renombre como profesor de matemáticas y escribió muchos libros de carácter abstruso y erudito. Cuando la reina leyó Alicia en el País de las Maravillas pidió en seguida que le trajeran otros del mismo autor. Lewis Carroll fue informado por escrito y remitió a la monarca los libros más áridos sobre matemáticas y otros problemas de lógica y álgebra que uno se pudiese imaginar: jamás sospechó que en los aposentos reales se pudiesen leer las disparatadas aventuras que inventaba.

A pesar de la aridez de estos temas matemáticos, Carroll siempre dejaba deslizar en ellos su caprichosa e ilimitada fantasía: así, transmitía a las niñas los rudimentos del cálculo de la manera más divertida y placentera. Como profesor de alumnos adultos era también extraordinariamente lúcido: “En el colegio siempre detesté las matemáticas, pero cuando fui a Oxford a las clases de Mr. Dodgson, se me convirtieron en la asignatura más deliciosa de todas. Sus clases nunca resultaban áridas”, comentó una ex alumna suya el día de su funeral. Durante 26 años enseñó en Oxford, hasta que en 1881 dejó su puesto docente. Desde entonces y hasta su muerte permaneció en el college sin participar en las actividades educativas, pero disfrutando del grado que había obtenido en 1861.

Lewis Carroll era un hombre de mediana estatura, de cabello plateado y con unos ojos –descritos siempre por sus contemporáneos– de un azul intenso. Su mirada era benévola y comprensiva, mucho más que la de un hombre corriente. Iba pulcramente vestido, aunque con cierta excentricidad, y se conducía siempre con paso firme. Aunque hiciese frío nunca llevaba abrigo y tenía la curiosa costumbre de usar un par de guantes gris y negros de algodón, no importa la estación del año que se tratase. A pesar de sus canas no era fácil adivinar su edad, pues su rostro, que ofrecía un aspecto femenino, carecía por completo de arrugas. Cuando estrechaba a alguien las manos –las suyas eran firmes, blancas y grandes– su apretón era fuerte. Lo aquejaba una sinovitis de rodilla, lo que hacía que sus andares fuesen abruptos; además tartamudeaba y llegaba a balbucear hasta el punto de que resultaba difícil comprenderlo. Consciente de este defecto, Carroll trató de remediarlo como pudo: cada día, durante años, leía en voz alta una escena de algún drama de Shakespeare; y, sin embargo, jamás logró curarse enteramente. A pesar de todo, Carroll bromeaba con frecuencia sobre su propia desgracia.

La característica personal que más destacaba en era su extrema timidez. Este rasgo le llevaba a evitar la comunicación directa con sus semejantes, especialmente cuando se trataba de asuntos importantes. Con las niñas no se mostraba tan reservado, pero frente a los adultos era extraordinaria-mente introvertido y hasta silencioso. Incluso, en sus conversaciones con las niñas, ante el más mínimo malentendido, Carroll se encerraba en sí mismo y llegaba a permanecer callado durante más tiempo de lo normal.

Cuando, debido al éxito de Alicia en el País de las Maravillas y A través del espejo (1871) alcanzó la más alta celebridad, los lectores querían conocerlo en persona y saber qué clase de hombre era capaz de inventar mundos tan fabulosos. Pero esta fama le resultaba insoportable e inventó un engaño que ponía en práctica ante los cazadores de autógrafos o ante los curiosos que le pedían que les firmase una foto: mediante una suerte de tercera persona, siempre fingía que Lewis Carroll, el autor, y Mr. Dodgson, el profesor de matemáticas, eran dos individuos distintos, y que del autor no se tenía ni la más mínima noticia en Oxford. En cierta ocasión un fan estadounidense le escribió para decirle que había oído que Lewis Carroll había ideado un jardín con vistas a representar ciertas escenas de Alicia en el País de las Maravillas y que él –el lector– venía dispuesto a fotografiarlo. Durante una semana, el clérigo estuvo escondiéndose de sus admiradores que habían llegado del otro lado del Atlántico.

De hecho, paradójicamente, puesto que él era un gran aficionado a la fotografía, tenía pánico a que lo fotografiaran. Existen muy pocos retratos de su persona: la misma timidez que le ponía nervioso en presencia de extraños le suscitaba el terror de que cualquiera con ganas de mirar los escaparates de una tienda pudiese examinar y criticar su retrato, tan repulsivo para él. Como profesional de la imagen, siempre decía que los fotógrafos estropeaban los retratos al retocarlos absurdamente para adular al modelo. Odiaba hasta tal punto su propia imagen que en una ocasión, la niña Isa Bowman, que acababa de hacer una caricatura de su profesor, vio como este se levantó de la mesa rojo del enfado, cogió el dibujo y, en silencio, lo rompió en pedazos muy pequeños que arrojó al fuego.

Lewis Carroll tenía dos minúsculas habitaciones torreadas en el college, una a cada lado de la escalera, en Christ Church. Estos aposentos eran como un país de hadas para las niñas y contenían una de las mejores colecciones de cajas de música del mudo. Había cajas negras de ébano con tapas de cristal, a  través de las cuales se podía ver todo el mecanis-mo. En un rincón había una caja grande y muy llamativa, y debía de haber unas 20 o 30 más pequeñas que solo podían producir una melodía. Carroll era un hábil mecánico de estas cajitas musicales y, a veces, cuando habían tocado todos sus temas, montaba el rodillo al revés dentro de sus cajas y escuchaba el efecto cómico de la “música cabeza abajo”, como a él le gustaba decir. Otro de sus juegos favoritos era el del murciélago, un muñeco construido con gasa y alambre, que lograba recrear el vuelo de un murciélago mediante una pieza en espiral elástico y que volaba durante medio minuto por los techos de la habitación. ¡En una ocasión salió volando y aterrizó en la ensaladera de porcelana que llevaba un criado, quien víctima del susto la dejó caer!

Escribía Carroll en una letra corriente, no especialmente legible. Sin embargo, cuando lo hacía para la imprenta, era siempre con caracteres claros. A lo largo de su vida siempre hizo lo posible por evitar a la gente las más mínimas molestias. En sus paseos con las niñas por la vieja ciudad, en sus visitas a la ca-tedral, a la capilla o al colegio mayor, fue el compañero ideal de las chiquillas. También tomar el té con el profesor se convertía en todo un acontecimiento: el calor del fuego dibujaba sombras sobre su particular habitación y lo volvía todo etéreo. Era entonces cuando comenzaba a contar los más maravilloso relatos. Siempre preparaba el té personalmente y daba muchas vueltas por su cuarto durante diez minutos, moviendo la tetera. Antes de iniciar un viaje en tren, su meticulosidad llegaba a tal punto, que planificaba exactamente cada minuto del trayecto. Una vez completados los detalles del viaje, calculaba la cantidad justa de dinero que se debía gastar y, en dos monederos que llevaba consigo distribuía las sumas que iba a necesitar para taxis, mozos, periódicos, refrescos y otras minucias, algo que nadie hacía jamás con semejante pulcritud. Con Carroll los viajes siempre eran seguros y cómodos.

Dodgson era un obsesivo proclive a inventariarlo todo y a cuidar del más mínimo detalle. Capaz de dedicarle una hora a una carta que se leía en tan solo tres minutos, el extravagante matemático llegó a elaborar un fichero de 24 tomos –según su sobrino y primer biógrafo S.D. Collingwood– con los resúmenes de las misivas que escribió; de alguna forma, el recuento de su propia vida. Su epistolario se ha perdido en su mayor parte, pero se conservan más de 1.000 cartas, una gran parte de ellas dirigidas a las niñas, entre ellas la célebre Alice Liddel, la ins-piradora de sus dos libros inmortales: Alicia en el País de las Maravillas y Alicia a través del espejo. Lo más notable es que tras la publicación de la primera, muchas niñas, como Agnes Argles, Gertrude Chataway o Agnes Hull, se acercaron espontáneamente al profesor en el tren de Oxford a Londres, en los jardines públicos o en las playas de Sandown (isla de Wight) y Eastbourne. Con ellas conversaba y desplegaba todo tipo de cuentos, juegos y acertijos que hacían las delicias de las niñas. Finalmente, fue la señora Grundy, su enemiga acérrima, quien interrumpió el flujo conversacional del clérigo y las niñas en 1880.

La insensatez de lo alternativo, el nonsense lingüístico, era la forma natural de comunicar-se con ellas: “¿Podrías explicarme tú por qué siempre que cojo la pluma para escribirte una carta, no escribo más que insensateces?” le confiesa a la niña Isa Bowman. Lo cierto es que Carroll (o Dodgson) fue un extraordinario prestidigitador verbal que hizo del juego de palabras la razón de ser de su imaginativa lite-ratura: “Uno de los más profundos móviles del corazón humano (tan profundo que muchos no han logrado aún detectarlo) es la aliteración” le escribe a Charlotte Rix el 2 de septiembre de 1885. Al margen de su tendencia personal, la sociedad victoriana gustaba de ejercitar el ingenio verbal para sorprender a las amistades, para, en definitiva, épater le burgeois: así, en la vida cotidiana e incluso en la prensa diaria se colaban de rondón los retruécanos, logogrifos, charadas, jeroglíficos, fuga de vocales, acrósticos, trabalenguas, laberintos, deletreos lexicalizados, etc. A estos juegos Marcial los llamó en la Antigua Roma las nugae difficile, una especie de bagatelas del esfuerzo.

El principio carrolliano de la total gratuidad, de la libertad absoluta, impulsaba en él un mundo disparatado propio de la pluma que escribe, libérrimamente impulsada, sin control. Las personalidades del clérigo Dodgson y el imaginativo Carroll fueron alternándose hasta desdibujar sus fronteras, cual doctor Jekyll y Mr. Hyde. De Carroll dijo Dodgson que era “una criatura un tanto extraña y bastante aficionada a decir tonterías”. Fue, sin duda, un hombre solo comprendido por las más pequeñas.

Con la llegada del buen tiempo, solía asomarse al balcón de su residencia en Sandown aspirando el aire marino con la cabeza echada hacia atrás. Bajaba las escaleras para pasear por la playa, con la barbilla en alto, aspirando la fresca brisa. En la playa contaba a los niños cuentos de hadas y así solía estar junto a ellos durante horas, sentados en los peldaños de madera que de aquellos jardines conducían a la orilla del mar. Muchas veces acompañaba el relato de rápidos dibujos a lápiz que ilustraban las situaciones de todos aquellos personajes de su invención.

Lo más fascinante es que a menudo se las ingeniaba para reanudar el hilo de su relato a partir de una observación: una pregunta de un niño podía aportarle toda una nueva serie de ideas, de forma que los pequeños tenían siempre la impresión de que habían contribuido a crear la historia, que les parecía también de su coautoría. En una ocasión Gertrude Chataway, cuando creció, le preguntó cómo era posible que no pareciese deseoso de otra compañía que la de las niñas; él le contestó que su mayor placer era conversar libremente con ellas y sentir las profundidades de su mente. Nunca llegó a comprender, cuando las volvía a ver ya en la edad adulta, que ellas, a las que había conocido como niñas, habían dejado de serlo.

El mundo de los mayores jamás fue de su agrado y creó para poder sobrevivir una de las obras más lúdicas, trascendentes e imaginativas de la literatura universal.

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