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MEDICALIZACIÓN Y PSIQUIATRIZACIÓN: ¿HACIA DÓNDE NOS DIRIGIMOS?

Desde su nacimiento a finales del siglo XVIII, la psiquiatría nunca había logrado tanto éxito y protagonismo social como en la actualidad. En los últimos decenios ha alcanzado una expansión sin precedentes: los servicios de salud mental en los países occidentales han crecido ostensiblemente, los tratamientos psicofarmacológicos y psicoterapéuticos se han popularizado, la psiquiatría (y la psicología) tienen cada vez una presencia más relevante en ámbitos jurídicos, laborales, académicos y sociales.

A través de los medios de comunicación, los profesionales en salud mental promocionan con éxito la importancia de estas disciplinas, no ya en el tratamiento de los trastornos mentales (que cada vez son mayores en número y más prevalentes), sino en el afrontamiento de la vida cotidiana de cualquier persona.

En la sociedad actual se tiende a transferir el autocuidado y gran parte del poder de los ciudadanos a las instituciones y expertos en salud mental esperando que ellos se hagan cargo. Las expectativas respecto a nuestras vidas y el dolor han cambiado, ya no se consi-dera el sufrimiento y la muerte como algo inherente al ser humano, sino como problemas sanitarios que pueden resolverse. Como dice Ivan Illich en su Némesis Medica, “nuestra concepción de una vida plena, es una vida sin sufrimiento, no una vida en la que seamos capaces de manejarlo”. La dependencia y confianza en la tecnología han alcanzado unos niveles extraordinarios debido a que se han exagerado sus efectos positivos. Las terapias de consejo, cognitivo-conductuales y de todo tipo, se presentan como remedios casi mágicos que pueden eliminar el malestar del individuo producido por el enfrentamiento consciente con su propia vida.

Existen tendencias a favor y en contra del tratamiento del malestar cada una de ellas con unas implicaciones bioéticas distintas. Hay autores que prefieren no abordar el tratamiento, o al menos ser cautos, ya que para ellos la iatrogenia de la actividad asistencial no compensa el tratamiento de estos cuadros de malestar. Indicar un tratamiento (psicofarmacológico o psicoterapéutico) para el tratamiento del malestar, supone sancionarlo como un trastorno mental. Esta inclinación hacia el tratamiento del malestar, deriva de la tendencia actual hacia la medicalización y, más concretamente, hacia la psiquiatrización de situaciones de la vida cotidiana.

El inmenso poder de la medicina para cambiar y modificar el cuerpo humano ha hecho atractiva la idea de medicalizar todos los aspectos de la vida que se puedan percibir como problemas médicos, aunque no lo sean. Las causas que han llevado a creer que es posible extender el campo médico para tratar casi todos los problemas que acontecen en el normal desarrollo de una vida, son muy variadas En este artículo, nos centraremos no tanto en las causas sino en las consecuencias: los problemas éticos, que se derivan de estos fenómenos de medicalización y psiquiatrización, y que nos preocupan, porque creemos que llevan a una deshumanización de la persona que sólo puede dañarla.

Confiar en que todo malestar puede ser tratado médicamente, disminuye poco a poco la capacidad de adaptación del hombre a situaciones estresantes de su vida. Si en cuanto aparece un sufrimiento o malestar, la persona corre a ponerse en manos del médico y la medicina, deja de desarrollar sus propios mecanismos de defensa. Por lo que, ante cualquier otra situación similar, o incluso de menor alcance, acudirá al médico, aumentando así su dependecia en el sistema sanitario.

Se produciría, asimilando el ejemplo a los efectos de algunos psicofármacos, una especie de tolerancia por la asistencia sanitaria, cada vez se acudiría más al médico por problemas de menor importancia. Si al principio acudíamos al médico por el sufrimiento de una ruptura sentimental, ahora acudiremos por la discusión que tuvimos con nuestro compañero de trabajo y mañana, por qué no, porque el vecino cerró la puerta del ascensor antes de que yo llegara.

La persona que deja su sufrimiento en manos de la medicina (recuerdo que hablamos siempre de un sufrimiento autolimitado, legítimo, proporcionado y por tanto no patológico), deja de desarrollar sus propios mecanismos adaptativos de defensa que le iban a ser necesarios durante el transcurso normal de su vida.

Otra forma de deshumanizar que tiene la medicalización y psiquiatrización es en cuanto que considera el malestar y el sufrimiento humano que se deriva de este, en una dimensión únicamente biológica o psicológica y por tanto susceptible de trata-miento farmacológico o psicoterapéutico.

La psiquiatría biomédica busca su fundamentación en la investigación neurocientífica donde el objeto de estudio es el cerebro, y desarrolla su actividad clínica en el individuo independientemente de su contexto que, necesariamente, queda relegado a un segundo plano. Esta forma de concebir todos los problemas mentales como enfermedades causadas sólo por anomalías en el cerebro no es la verdad ni siempre es la perspectiva más útil en la actividad clínica, pero sin lugar a dudas es la postura hegemónica actual. Esta forma de considerar que todo sufrimiento humano es tratable, implica reducir al hombre a su cuerpo-mente, reducirlo únicamente a materia olvidando su esencia y su contexto, que es lo que le hace ser, precisamente, humano y abordar el tratamiento con una mejor perspectiva.

El modelo biomédico, propone una asistencia centrada en los síntomas y la enfermedad, como el resto de las especialidades médicas. El primer objetivo es poder realizar un diagnóstico, de acuerdo a una colección de síntomas y signos, y proponer un tratamiento biológico para incidir en la alteración cerebral. El contexto social, cultural, los mecanismos psicológicos del individuo, su estilo de relación interpersonal, la dinámica familiar, sus expectativas, valores… tienen una importancia menor. Pero ¿es esta la mejor manera de entender los problemas de salud mental? ¿Se pueden comprender los problemas que tienen que ver con las emociones, los pensamientos, las conductas y las relaciones interpersonales con las mismas herramientas que se utilizan para investigar los problemas que aparecen por ejemplo en los pulmones o el hígado?

Otra cuestión que nos preocupa, es que creemos que favorecer la medicalización y, en concreto, la psiquiatrización, podría llevarnos en un futuro no muy lejano a pensar que el mejoramiento de las capacidades psíquicas y físicas del hombre fuera algo normal. Si la medicina nos proporciona medios técnicos para no sufrir. ¿Por qué no íbamos a usar éstos también, por ejemplo, para ser mejores? Esto es algo que ya se está dando. Existen mejoradores cognitivos que actualmente se están usando para el tratamiento del Trastorno por déficit de atención o TDAH (este es su uso terapéutico), pero, desde hace ya un tiempo, el uso de estos medicamentos se está desviando hacia otro uso no médico, sobre todo entre estudiantes, para mejorar su rendimiento intelectual, su concentración y las calificaciones.

En el año 2008, la Encuesta Nacional sobre Uso de Drogas y Salud realizada en los Estados Unidos encontró una prevalencia del 8,5% de uso no médico de estimulantes cognitivos en norteamericanos mayores de 12 años y una prevalencia del 12,3% en norteamericanos entre 21 y 25 años. Pero, lo realmente problemático, es que cada vez se oyen más padres dispuestos a dar estos psicofármacos a sus hijos, amparándose en su aparente seguridad (se usan en niños para el tratamiento del TDAH, asegurando que carecen casi de efectos adversos), para superar la competitividad cada vez mayor en el ámbito académico. Si puedo hacer que mi hijo saque mejores notas, vaya a una mejor Universidad y tenga una mejor preparación académica ¿Por qué no iba a hacerlo si lo que quiero es lo mejor para él? Además, creemos que el mejoramiento puede ser una pendiente resbaladiza que podría llevar, casi sin darse uno cuenta, a aceptar como válido, lo que consideramos como una deshumanización total: la doctrina del transhumanismo.

Antes de seguir con otras consideraciones éticas de la medicalización, y dado el interés que suscita, queremos exponer brevemente en qué consiste esta doctrina del transhumanismo, que ha sido considerada por Francis Fukuyama, como “la idea más peligrosa del mundo”. El transhumanismo se ha definido como un paradigma cultural, intelectual y científico que afirma el deber moral de mejorar las capacidades físicas y cognitivas de la especie humana y aplicar nuevas tecnologías con la finalidad de eliminar aspectos indeseables e innecesarios de la condición humana, como el sufrimiento, la enfermedad, el envejecimiento, e incluso, el ser mortales.

Nick Bostrom, uno de los máximos exponentes de esta teoría y Presidente de la WTA (World Transhumanist Association), afirma que este nuevo movimiento cultural, intelectual y científico es un paradigma sobre el futuro del hombre que reúne a científicos de distintas áreas (Inteligencia Artificial, Neurología, Nanotecnología Nanotecnología e investigadores en tecnología punta), a filósofos y hombres de cultura con un mismo objetivo: alterar, mejorar la naturaleza humana y alargar su existencia. Bostrom va más allá de la idea de mejoramiento, al diferenciar entre un ser transhumano y otro posthumano. El primero sería un ser humano en transformación, con algunas de sus capacidades físicas y psíquicas mejoradas y por tanto superiores a las de un ser humano normal, pero todavía no posthumano.

En cambio, un posthumano sería un ser (no se especifica si natural o artificial) con las siguientes características: una esperanza de vida superior a los 500 años, capacidades intelectuales dos veces superiores a lo máximo que el hombre actual pudiera tener, y dominio y control de los impulsos de los sentidos, sin padecimiento psicológico. Se trataría, por tanto, de alguien con unas capacidades que sobrepasarían de modo excepcional las posibilidades del hombre actual. Esta superioridad sería tal, que eliminaría cualquier ambigüedad entre el ser humano y el posthumano: el posthumano sería completamente distinto. Este último sería un ser más perfecto que el ser humano y el transhumano. Un posthumano, según afirma Bostrom, podría gozar de una prolongación de la vida sin deteriorarse, tendría mayores capacidades intelectuales (sería más inteligente que los demás), tendría un cuerpo conforme a sus deseos, podría engendrar copias de sí mismo y dispondría de control absoluto sobre sus emociones.

Y una vez llegados a este punto, deberíamos pararnos y reflexionar, ¿Qué bienes estamos intentando alcanzar? ¿En qué consiste hoy la felicidad? ¿Feliz es el que no sufre? ¿O lo es el que tiene una salud y unas capacidades incluso mejoradas? ¿Se debería de poner un freno a la creciente medicalización-psiquiatrización? Y si es así, ¿Cómo podríamos po-nerlo? Creemos que la causa del aumento de esta psiquia-trización tiene sobre todo un problema antropológico de base. La medicina está ac-tuando de una forma paternalista con los pacientes, queriendo evitarles todo malestar psicológico ante problemas vitales y deseando que no sufran ningún grado de estrés, angustia o tristeza. Y una forma de poner freno a este creciente psiquiatrización, podría ser la vuelta a una concepción antropológica del hombre, en la que, como ser carente, se encuentra dotado de recursos para superarse a sí mismo.

La medicina humanística es la medicina de la finitud humana, que entiende al hombre como ser necesitado, tanto en sentido biológico como ontológico. Existe una deficiencia biológica del hombre en contraste con los animales, que nunca son desvalidos por naturaleza. Morfológicamente el hombre, a diferencia de los mamíferos superiores, se caracteriza ante todo por sus defectos o carencias: no posee la protección natural del pelo ni órganos específicos para la defensa o la huida, ni la agudeza sensorial. Nace inmaduro, necesita de gran cantidad de cuidados y durante un tiempo mucho más prolongado que cualquier otro animal durante su infancia.

El hombre está naturalmente infradotado, no es apto para la naturaleza libre y por eso se ha visto obligado, para compensar sus carencias, a construir una naturaleza artificial a su medida. El hombre se encuentra desadaptado por naturaleza por su no especialización orgánica, su cuerpo implica una negación biológica de la animalidad, puesto que el animal se encuentra adaptado al entorno natural y por ello no tiene que modificarlo substancialmente. El hombre es un ser limitado de condición finita y que tiende al infinito, es consciente de sus límites, lo que le hace eternamente insatisfecho de sí mismo y le empuja a que su acción constituya un permanente y renovado intento por superarlos. La expresión física o biológica de este modus deficiens humano son tres dimensiones de experiencia metafísica:

  • La vulnerabilidad: propiedad de ser afectado o de padecer.
  • La caducidad: el devenir otro desde sí mismo y no por acción exterior.
  • La mortalidad: la condición de saberse mortal confrontado a la esperanza/desesperanza y al misterio.

En la experiencia objetiva, vivida y simbólica, estos pro-blemas que acontecen de forma natural en el hombre y que son propios de su vida, se concretan en el sufrir, envejecer y morir. Y como connaturales a la vida humana, creemos que no deberían ser medicalizados. La medicalización, en cuanto supone el fin de todo sufrimiento, el alargamiento de la vida y la lucha contra la muerte, supone una distorsión en las contradicciones naturales de la existencia humana, que le resta dignidad.

Estas contradicciones de la existencia son, por una parte, que la naturaleza finita del hombre le hace ser carente, a la vez que le dota de recursos para superarse a sí mismo, y por otra, que la existencia humana, en cuanto a finita pero no finiquitada, hace que la muerte prive, y otorgue a la vez, sentido a la existencia.

Por CARMEN DOADRIO

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