ARTE

PICASSO Y MIRÓ EN CHICAGO

Cuando sufrimos el terrible azote de la violencia y vemos como tantas veces ésta se intenta explicar a partir de las diferencias entre gentes y culturas, podemos perder de vista lo que tal vez es lo más importante: somos seres humanos y lo que nos une es mucho más, y mucho más profundo que lo que nos divide.

El arte, sin palabras, nos une y construye la paz. Lo diferente esconde un equilibrio mágico que no hace falta buscar, porque se impone, sin violencia, en forma de sutil emoción que conmueve lo más íntimo. Como un cariñoso susurro, como una melodía.

Paseando por las calles de Chicago, impresiona ver los rascacielos, tan altos, tan distintos. Y en medio de los enormes edificios, pequeños parterres llenos de flores, gentes de todas las razas caminando, en bicicleta, en coche, en autobús… la vida que desborda de mil formas.

Ya estaba perdida en el análisis de las diferencias cuando de repente, en una enorme plaza rodeada de edificios oficiales y el cuartel general de una famosa cadena de TV, vi una gran escultura (más de 15 metros de altura) que me produjo una curiosa sensación. “Es un Picasso” me dijeron. Y en frente… ¡un Miró!. Daley Plaza muestra orgullosa dos maravillosas obras de arte creadas por artistas del otro lado del océano, tan diferentes y tan cercanos.

Pablo Ruíz Picasso regaló esta escultura a la ciudad en 1966, y al al Art Institute of Chicago la maqueta y varios de los bocetos iniciales. En 1967, en medio de una gran expectación, la estatua fue colocada en la plaza, despertando todo tipo de interpretaciones sobre su significado (en su carta, Picasso no titula la obra ni explica nada sobre ella). Joan Miró también regaló la escultura, titulada El Sol, la Luna y una estrella, pero por problemas económicos no pudo ser instalada hasta 1981. Muchas personas de la ciudad fueron haciendo donaciones para que finalmente pudiera colocarse frente a la de Picasso, como el mismo Picasso quería (pidió al alcalde que se colocara cerca otra escultura de estilo semejante).

Cada día, cientos de personas, de todos los rincones del mundo, diversos en edad, cultura, religión, modo de vida, género y condición, atraviesan esta plaza. Muchos se sientan a comer o a descansar alrededor. Me pregunto cómo expresarán las emociones que les genera ver estos enormes pedacitos de arte creado a miles de kilómetros. A mí me hablan de hermandad. De cómo lo más hondo, aquello que no siempre podemos expresar, nos hermana, nos recuerda que somos de la misma familia. Una familia que se esfuerza por generar espacios en los que podamos convivir en paz. Espacios bonitos, cuidados, construidos con la colaboración de muchos para el disfrute de todos.  Busquemos lo que nos une, mejor que lo que nos separa. Puede ser una pequeña, pero importante, contribución a la paz.

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