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MEDITACIONES INTEMPESTIVAS SOBRE LA NAVIDAD

La grandeza de lo pequeño: una llamada a parar y a contemplar. Os invito a detener el veloz acontecer de nuestras vidas, para recrear cordialmente la grandeza a la que todavía podemos aspirar si nos atrevemos a contemplar, de manera nueva, al Dios que quiere hacerse presente en la vida cotidiana.

Os pido, al comenzar este humilde compartir, este acto de valentía, que invita a situarnos no en las grandes palabras, no en los grandes deseos, sino en la gran verdad que dona el Evangelio: amor encarnado, presente, en la sencillez de la vida cotidiana.

Porque en la medida en que nos dominan las grandes palabras, en la medida que nuestros deseos y relaciones se dejan dominar por ideologías abstractas, en la medida que, por eso, perdemos la carne donde nuestro Dios se revela, en esa medida nos alejamos del corazón de los acontecimientos y de las cosas y una especie de indiferencia -todo da igual, nada importa- se adueña de nuestras vidas, abriendo paso a ídolos que impiden mirar con sencillez a los demás, hospedar la alteridad, reconocer el sencillo mundo que nos rodea, único espacio donde es posible el encuentro, la hospitalidad, el amor… los gestos supremos de la vida.

Me sorprende la capacidad que tenemos para asombrarnos, llorar, reír… con los paisajes que ofrecen las ideologías: los libros, la pequeña (televisión; ordenador) o la gran pantalla (cine; teatro)… y la incapacidad para dejarnos afectar por los paisajes que ofrece la realidad (quizá no nos atrevamos a ver, mirar, contemplar). Es apremiante, urgente, recuperar los verdaderos espacios de encuentro con la vida real, porque sólo así dejaremos de ser multitud masificada mirando lo que otros nos quieren mostrar. Platón nos advirtió del engaño en el mito de la caverna, pero parece que no hemos querido aprender, no hemos querido escuchar, o, quizá, no tenemos tiempo de leer y rememorar.

Pero cuidado con Platón: su bella advertencia no nos enseña el camino para contemplar la carne donde nuestro Dios se revela. Porque cuando, como él, miramos sin amar la pobreza de la carne nos sentimos inclinados a recrear ese universo ideal, absolutamente ordenado, que el gran filósofo griego creó y que nuestros Santos Padres intentaron derribar cuando se dejaron tocar por el Evangelio, Dios en la carne, y asumieron el compromiso del amor.

Intento de derribo sin gran éxito, no por su falta de valía, sino porque la tentación de la pureza espiritual (la mayor ausencia de pobreza: yo justificado desde sí mismo) siempre acecha, y con gran fuerza, a la mujer y al hombre que quieren ser de verdad ante Dios. Todos, cuando sentimos el peso de nuestra pobreza: el insoportable olor a basura de nuestra propia historia; el peso de nuestra debilidad; el tormento de la fugacidad del tiempo; el quebranto de nuestros sueños…, intentamos el ascenso a ese mundo ideal, sin mancha, inaccesible al dolor, sin basura, limpio, sin mal olor, pleno de pureza, pleno de eternidad… ¡Cuánta lejanía del Misterio de la Navidad! ¡Cuánta incapacidad para celebrar la vida de verdad!

Hay que retornar al valor de lo pequeño, al pequeño lugar y al poco tiempo que vivimos, a ese lugar y a ese tiempo donde los íntimos deseos de los hombres y mujeres se revelan con claridad. Si vivimos ciegos para la belleza de lo pequeño, encarnación, verdad presente en carne humana, perderemos las huellas que los hombres y mujeres nos han ido dejando en su caminar. Porque los hombres y mujeres, a su paso, nos van ofreciendo unas huellas que son, han sido y siempre serán, llamada a la verdadera fidelidad. Cuando la cercanía de lo humano nos toca, nos sacude, nos alienta… nos capacitamos para comprender el verdadero significado de la Navidad y, entonces, sólo queda contemplar y celebrar…

La verdadera fidelidad es siempre fidelidad encarnada: en un pequeño lugar, en una cara amada, en el llanto de un niño, en las arrugas de un anciano, en el dolor del enfermo, del emigrante, de la prostituta, del drogadicto… sacramentos (presencias reales) que siempre obligarán a rememorar el sentido de aquel nacimiento pobre, origen de nuestra fe, en los confines de un gran imperio.

Por eso, amo profundamente mis sencillos cafés compartidos, mis cañas en el tumulto del bar, mis diálogos de mesa, mis paseos y mi montaña, mis correrías con los jóvenes y mis -no sólo suyas- incoherencias… Amo profundamente la vida, la vida humana, esta vida… y me gusta celebrarla porque me siento acompañado por un Infinito pobre, humano. Y la legión suicida de hombres y mujeres, duros y estoicos, fuertes y poderosos, dispuestos al último combate contra los males del mundo hace tiempo que me dejaron de interesar. La meditación de Calcedonia -¡qué gran Concilio!- siempre supuso para mí la revelación del camino de la santa pobreza, pobreza de carne, pobreza de verdad.

La grandeza de lo pequeño: una llamada a celebrar y confiar

Hubo un tiempo, narran los ancianos, donde la vida no era la prisa de los relojes. Había espacios para los momentos sagrados, para los grandes rituales, para la fiesta, para iluminar sabiamente la vida humana con las gestas, humanas y muy humanas, de los hombres y mujeres santos. Un ritmo pausado, donde la fiesta, que marcaba los hitos fundamentales de la existencia, era esperada por el niño y el anciano y, preparada, con esmero, por el joven, deseoso de vida, fuerte, lozano. Fiesta fraterna, fiesta familiar, fiesta donde la gratuidad renovaba la fraternidad. Quizá sea éste el gran pecado de nuestra época: sólo hay tiempo para producir, no hay tiempo para festejar, para experimentar la alegre gracia que acontece en el celebrar.

Y estoy convencido de que sólo desde la fiesta esperada, preparada y vivida, tiene sentido esa gran frase que también escuché, y muchas veces repetidas, a mis queridos ancianos: Dios proveerá. Desinterés, confianza, ausencia de crítica amarga, serenidad en sus estilos de vida, verdadera austeridad reposada en una honda confianza vital. Las mujeres y los hombres que proferían esa frase creían, de verdad, ser hijos de Dios; y el hombre y la mujer que experimenta semejante filiación pude pasar necesidad, sufrir, pecar… pero jamás consentirá ser pieza de un engranaje, sagrado o demoníaco, que arruina la belleza que anuncia el Misterio de la Navidad: Dios no sólo acompañando la historia humana, sino haciéndose hombre para revelar la grandeza de la llamada a la fidelidad en la vida cotidiana.

Por eso, a estas mujeres y hombres no se les ocurría desentenderse de los deberes de su cargo, de la fidelidad al lugar que la vida parecía haberles otorgado. Hombres y mujeres cuyas palabras eran promesas por cumplir, sin necesidad de contratos. Mujeres y hombres que de ninguna manera consideraban su palabra como arma para justificar hechos injustificables. Hombres y mujeres de honor, de fidelidad a la palabra dada. Sabían de Palabra hecha carne. Sabían de la fidelidad a lo pequeño. Sabían de Navidad.

La grandeza de lo pequeño: una llamada al compromiso.

Llega la Navidad. Hay que cambiar de vida, hay que comprometerse. Pero, ¿cómo encarnar esta gran llamada? Si hubiese escrito estas líneas con algunos años menos, hablaría de compromisos heroicos, de grandes respuestas, de más grandes revoluciones, de negaciones radicales a seguir embarcados en un sistema de vida que parece llevarnos a la locura y al infortunio. Hoy no. Quizá, por eso, no tenga respuesta a la pregunta formulada.

Pero intuyo, cada día estoy más convencido, que la respuesta es menos formidable que nuestros deseos. Más pequeña, más pobre… más cercana a la pedagogía de nuestro Dios… Los intentos prometeicos ya han hecho bastante daño. Y sé, cada día estoy más seguro, que mi fidelidad ha dependido siempre de esos jóvenes que Dios puso en mi camino, de mis hermanos, de mis compañeros, de la pobre gente a las que prometí una palabra amiga, de ese deseo de ser siempre amigo de mis amigos y de mis enemigos. Dejarme afectar por su vida, por sus alegrías y sus dolores, ha mantenido mi esperanza, mi fe y, sobre todo, mi corazón abierto al amor: Dios encarnado, pobre, o si se quiere, la pobreza encarnada de mi Dios.

¿Delirio postmoderno? Pienso que no. El hombre de la llamada postmodernidad, encadenado a las comodidades que le procura la sociedad del tener, no se atreve a hundirse en experiencias de honda hospitalidad, de solidaridad, de amor. Entiende poco, muy poco, de Palabra encarnada, de Navidad. Y yo, lo que pido desde mi pobreza, con humildad, es que nos dejemos afectar por los demás, por el más próximo, por el prójimo, por el vecino y, sobre todo, por los más pobres, por los que nada dan porque nada tienen, por la gente abandonada en ese frío siempre presente en los confines de los grandes imperios, el lugar que Dios eligió para nacer. Creo profundamente que ellos nos pertenecen y que ellos han de ser el primer motivo de nuestras luchas, la más genuina de nuestras vocaciones, la llamada más honda a ser ante Dios.

Y además, en la orfandad de respuesta puede surgir otra manera de vivir, donde el replegarse sobre sí mismo, sobre las propias fuerzas, sea un escándalo, y, por eso, donde esperar con otros, donde buscar con otros pueda ser la verdad más propia de la vida humana, la verdad que puede salvarla.

Estamos, indudablemente, frente a una gran encrucijada histórica: ya no se puede avanzar más tiempo por el mismo camino. Hace mucho que el sólo humanismo ha perdido frescura. En su interior han estallado contradicciones destructivas: el escepticismo (nihilismo) ha minado su ánimo. La fe en el hombre y en las fuerzas autónomas que lo sostenían parecen haberse quebrado. Las altas torres se han derrumbado. Demasiadas esperanzas se han roto en el corazón humano. ¿Era voluntad divina que el ser humano intentara su supremacía? ¿Estaba este tiempo inscrito en el proyecto de Dios? Mis queridos ancianos, muchos de ellos místicos, me enseñaron que:

La noche no es menos maravillosa que el día.

La noche no es menos de Dios.

El resplandor de las estrellas ilumina

ofreciendo revelaciones que el día ignora.

El Abismo no se abre más que con la noche,

y los Misterios de la Vida tienen más afinidad con la noche que con el día.

La noche es tiempo de salvación.

Si nos enamorásemos de esta pobreza… Si en vez de alimentar la desesperación y la angustia, nos abriésemos apasionadamente al susurro de ese Dios Niño que nace en la noche… Dejar de amurallarnos, anhelar un mundo nuevo y ya estar en camino… Hacernos cómplices del tiempo, cómplices de la historia para que caigan los velos y aparezca la verdad desnuda…

Siento, con entusiasmo, la posibilidad de recomenzar otra manera de vivir. Algo diferente que me asombra y que experimento como Utopía que se nos acerca, sin necesidad de trabajarla. Y siento que el comienzo se dará si nuestra vida no se cansa de contemplarla y de esperarla con esperanza.

No son hechos racionales, pero no es importante que lo sean: nos salvaremos por los afectos porque Dios es amor. Y el mundo nunca podrá nada contra un hombre y una mujer que sabe cantar y celebrar el amor, la solidaridad, la humanidad nueva… cuando siente su radical pobreza: saber que nada tiene y nada es y, por eso, esperar, sólo esperar, con los otros y del Otro la salvación que anhela.

¡Feliz Navidad!

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