LITERATURA

50 AÑOS DE CIEN AÑOS DE SOLEDAD (I)

En mayo, se han cumplido 50 años de la edición de una obra ya clásica y, como tal, ya imperecedera. La publicación de Cien años de soledad (CAS) supone un antes y un después no sólo en la historia de la literatura hispanoamericana (que ya es importante), no sólo tampoco para la literatura universal (que es mucho más), sino para el enriquecimiento y la comprensión del imaginario cultural de nuestro tiempo, con el potencial simbólico que eso conlleva.

Después de estos 50 años, de la sorpresa, la admiración, el júbilo, etc., con los que la obra fue recibida en 1967, además de los innumerables estudios, artículos e investigaciones que, desde entonces, ha generado, genera y seguirá generando, es casi imposible decir algo nuevo de este libro. Como sucede con las obras clásicas, las perspectivas desde las que pueden abordarse son tantas como personas y/o generaciones leen estas obras y, desde luego, los autores pueden verse superados por las lecturas de sus obras, provocando una interpretación colectiva de innumerables voces y matices que se complementan unos a otros.

Todo esto se cumple de sobra en CAS. La interpretación del autor, su perspectiva personal sobre el libro, así como la historia de su creación, se recoge en el libro El olor de la guayaba, un libro elaborado a partir de las entrevistas de Gabriel Gª Márquez con Plinio Apuleyo Mendoza y publicado en los años 90.

Por otra parte, la RAE acaba de publicar una edición de la obra, precedida de los mejores estudios sobre la misma, que el propio García Márquez consideró como tales. Desde mi punto de vista, esta edición es muy importante, sin deslucir otras como la del hispanista belga Jacques Joset (Cátedra, Letras Hispánicas, 2004), muy útil sobre todo para explicar la obra.

Dada la envergadura de la obra que comento, creo que este artículo cumplirá su objetivo si anima a leer o releer este libro incomparable. Su publicación significa, de tal modo, un antes y un después en la producción literaria de su autor que el conjunto de su obra se divide en tres etapas amplias: antes de CAS, la etapa de CAS y después de CAS.

La composición de CAS, (libro meditado largamente durante años y compuesto durante 18 meses de ardua labor en México -mayo 1965 y diciembre de 1966-) le da fama e independencia económica a su autor. Es más, Gabriel García Márquez se convierte repentinamente en la figura principal del boom, fenómeno que supuso el dar a conocer en todo el mundo la novela hispanoamericana.

Pero si, en la obra, hay algo que llama poderosamente la atención de lectores y críticos es la creación de un pueblo que es un mundo, Macondo, con una historia propia y un universo propio, con personajes que no pueden ser más que de aquel mundo y que, muchas veces desafía, no sólo las leyes físicas conocidas, sino también las de la vida y la muerte y, por supuesto, las del sentido común. Para explicar esta mezcla de realidad, fantasía, superstición, etc. (de la que ningún personaje del libro se extraña), Arturo Uslar Pietri había introducido en la literatura hispanoamericana el término realismo mágico, en su ensayo El cuento venezolano (1947). Pero, a partir de la publicación de CAS, García Márquez pasó a ser el escritor más representativo de ese fenómeno estilístico.

Pero, siempre que se le preguntaba por ello, remitía a su propia experiencia vital, a sus abuelos o a la cultura caribeña. Desde entonces, seguro que nuestros lectores habrán conocido a alguien natural de esos países o que ha vivido algún tiempo en Colombia o Venezuela, por ejemplo, que si se nombra la novela Cien años de soledad, advertirá seriamente “que sepáis que lo de García Márquez es verdad; aquello es así”.

Como decía, en más de una entrevista habló el autor de la importancia de su niñez. En El olor de la guayaba, dice por ejemplo: “Desde los ocho años no me ha pasado nada importante. Antes viví mucho…”.  Estas palabras deben tenerse en cuenta al escribir sobre la creación mítica de García Márquez, ya que, en la mayor parte de su ficción, especialmente hasta 1967, suele regresar al mundo de su niñez. Los puntos cardinales del universo de García Márquez durante su niñez consistían en los abuelos, en su casa y en el pueblo en que vivían: Aracataca. Poco después del nacimiento de Gabriel, sus padres se fueron a Riohacha, dejándolo solo con sus abuelos maternos en Aracataca. Durante ese periodo de formación entre 1928-1936, Aracataca se describe como “un limbo de miseria, de sordidez y de rutina”. Este pueblecito, modelo del imaginario Macondo ya se alimentaba de las memorias de un pasado mítico y “mejor”.

La casa de los abuelos, desde su perspectiva infantil, le parecía enorme, llena de memorias y rincones misteriosos. Esta casa había de ejercer gran influencia en su obra:

“En cada rincón había muertos y memorias, y después de las 6 de la tarde, la casa era intransitable. Era un mundo prodigioso de terror. Había conversaciones en clave […] En esa casa había un cuarto desocupado en donde había muerto la tía Petra. Había un cuarto desocupado donde había muerto el tío Lázaro. Entonces, de noche, no se podía caminar en esa casa porque había más muertos que vivos. A mí me sentaban, a las seis de la tarde, en un rincón y me decían: “No te muevas de aquí porque si te mueves va a venir la tía Petra que está en su cuarto, o el tío Lázaro que está en otro”. Yo me quedaba siempre sentado… En mi primera novela, La hojarasca, hay un personaje que es un niño de siete años que está, durante toda la novela, sentado en una sillita. Ahora yo me doy cuenta que ese niño era un poco yo, sentado en esa sillita, en una casa llena de miedos”. (El olor de la guayaba).

Para los escritores, los caminos de retorno a la infancia (y al inconsciente) son maneras de hacer un viaje de introspección al inconsciente y hay innumerables maneras de hacer ese viaje.

Así pues, mientras más profundiza García Márquez en su exploración y más asegura la conquista del mundo remoto de su infancia, más se convierte en un escritor mitificador, proceso que no debe extrañar ni sorprender (es una conexión lógica desde el punto de vista de la psicología).

Este es otro aspecto importantísimo de la aportación de García Márquez al universo literario: la creación de un mito literario que es Macondo, con sus peculiares personajes, relaciones y dinamismos.

Pero, como todos los escritores, García Márquez no crea de la nada. Su influencia literaria fundamental es William Faulkner (escritor estadounidense 1897-1962). También influyen de diversas maneras Kafka, Borges y Proust.

Es obvio que existen grandes afinidades entre los mundos literarios de los dos escritores: afinidades de tema, de ambiente, del uso de imágenes cósmicas. Los dos habitan realidades geográficas parecidas, pero lo más importante en cuanto a la afinidad es que Faulkner crea su mundo mediante la universalización y la mitificación de una realidad concreta y particular, aunque inventada. Puede decirse que Márquez aprende mucho de Faulkner sobre cómo mitificar el mundo que conoce mejor: su pueblo natal. Faulkner crea un lugar imaginario llamado Yoknapatawpha, a partir de su pueblo, y García Márquez crea a Macondo a partir de Aracataca.

Él comparte con Faulkner la síntesis narrativa del mito y la historia, aunque su perspectiva y su intuición de la magia serían exclusivamente suyas.  Pero García Márquez fue, ante todo, el inquieto testigo directo de su tiempo. El ser periodista en Colombia, Venezuela, Europa y EE.UU. no significaba para él la distracción u obstáculo que ha sido para muchos escritores nacientes, sino un saludable ejercicio diario y una preparación para su arte narrativo. Según confesión propia, en sus tareas de corresponsal agregaba algo de fantasía a las circunstancias, pero sin duda en el periodismo se disciplinó y supo progresar combinando objetividad e imaginación.

Por otra parte, Márquez fue anti-académico. Socialista de convencimiento más que de doctrina, educado en la dura escuela de la violencia colombiana, con espíritu comunicativo, mentalidad crítica, sentido del humor, fue portavoz de una familia, un pueblo y un país que perduran a través de las generaciones en las historias orales. En su familia, pueblo y país encontró dos realidades:

• Una, abarcadora de toda la historia, las leyendas y los destinos particulares de la gente que llegó a conocer directa o indirectamente.

• Otra, la que él llama “pararrealidad”, que según sus propias palabras “no es ni mucho menos metafísica, ni obedece a supersticiones, ni a especulaciones imaginativas, sino que existe como consecuencia de deficiencias o limitaciones de las investigaciones científicas y por eso no podemos llamarla realidad real”. (Revista La Casa de las Américas, 1971)

En este mismo artículo afirma también: “Me di cuenta de que la realidad es también los mitos de la gente, es sus leyendas; son su vida cotidiana e intervienen en sus triunfos y fracasos”.

“En efecto, Cien años de soledad puede leerse como un mito latinoamericano”, dice el crítico literario peruano y profesor de la Universidad de Brown, Julio Ortega. “Pero es también un mito moderno, porque convierte nuestra historia, hecha de violencia, y nuestra política, hecha de fracaso y corrupción, en una fábula crítica. Nuestro pecado original, nos dice, es la soledad; somos incapaces de fundar un relato de solidaridad. Por eso, la estirpe condenada a cien años de soledad requiere desaparecer en un mito más ilustre: el Apocalipsis. Pero el lector no es redimido por una lección ética, sino por la ironía. Y un mito irónico se gesta en la cultura popular. Lo que nos redime es la risa de la tribu, la carnavalización del poder”, agrega Ortega. (Roberto Careaga, El Mercurio, 2017). Pero, al propio García Márquez llegó a cansarle tanta reinterpretación de su obra, hecha a lo largo de décadas y la fama universal que ello le acarreo. En una entrevista a El Semanal (1991), el autor lamenta el impacto que la fama del libro tuvo sobre su persona y su familia, impidiéndole hacer vida normal y corriente y disfrutar de la misma, que es lo que más deseaba.

Más aún, a la pregunta del periodista sobre su relación de autor con Cien años de soledad, obra que ya le sobrepasaba, Márquez confiesa que “odia Cien años de soledad”. Según él, la crítica no supo ver la sencillez de su estructura. “Está escrita con todos los trucos de la vida y con todos los trucos del oficio. Eso no lo ha sabido ver ningún crítico. Los críticos tratan de solemnizar y de encontrarle el pelo al huevo a una novela que dice muchas menos cosas de lo que ellos pretenden. Sus claves son simples, yo diría que elementales, con constantes guiños a mis amigos y conocidos, una complicidad que sólo ellos pueden entender”.

Pero la reacción de tantos millones de lectores en 50 años, no deja lugar a dudas. Siempre habrá desaciertos en la interpretación de un texto: exageraciones, polarizaciones, subjetivismos…, pero si se impone la potencia simbólica del mismo, poco se puede hacer, salvo aceptarla y tratar de bucear en ella.

Desde mi punto de vista, quizá el error más grave de interpretación haya sido pensar que Macondo es un retrato de toda América Latina. Por supuesto la intención del autor está muy lejos de eso. Pero su libro apunta, no solo a Colombia, no sólo al continente, sino a todo el género humano. Por eso puede leerse (y entenderse) en Inglaterra, en Portugal, en California y en Chile. (No escribo nada sobre su recepción en África y en Asia, porque la desconozco, pero las traducciones hablan por sí solas).

En el próximo artículo bucearemos algo más en los temas y personajes de la novela.

Finalmente, 15 años después de afirmar que odiaba su propio libro, cuando García Márquez regresaba a Aracataca, lo hizo en un tren con dibujos de mariposas amarillas, y se le vio feliz. No se ocupó en corregir una pancarta que decía que entraba en Macondo.

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