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VIOLENCIA DE HIJOS A PADRES: CUANDO HIERE VIVIR ENTRE ALGODONES

Las cifras sobre hijos que agreden a sus padres no dejan de crecer en el mundo occidental; así, según los datos de un reciente estudio en nuestro país (Ibabe y Bentler, 2016), un 5% de adolescentes (12-18 años) ha infringido alguna forma de violencia física severa hacia sus padres, un 11% una violencia física de intensidad media, y un llamativo 88% ha utilizado algún modo de violencia psicológica hacia sus padres en el último año (en este dato se recogen insultos, hacer o decir cosas para molestar a sus padres, salir de forma brusca de una habitación, retar cara a cara a los padre y/o negarse a hablar de determinado tema con ellos). Estas conductas violentas dentro del hogar no necesariamente conllevan también un ejercicio de la violencia de puertas hacia afuera, de modo que muchas veces es una realidad que pasa desapercibida incluso para los familiares más cercanos.

La investigación arroja datos que señalan ciertas tendencias en el temperamento de los niños que ejercen esta violencia hacia sus mayores (dificultades para el control de sus impulsos, irascibilidad, tozudez, baja autoestima), pero, sobre todo, los resultados ponen el énfasis en ciertas pautas de relación familiar que están asociadas. La práctica clínica también nos trae un día a día de padres que se sienten superados por las respuestas no controlables de sus hijos pero que a su vez llevan años viviendo un constante goteo de agresión sin haber podido reaccionar a ello. La culpa y la vergüenza incrementan el secreto sobre todo ello.

Quisiera dedicar este espacio a reflexionar sobre las relaciones familiares en ese altísimo 88% de adolescentes que ejercen alguna forma de violencia psicológica hacia sus padres u otros cuidadores afectivamente cercanos, una violencia no necesariamente grave en intensidad, pero que mina las relaciones mutuas de forma muy considerable.

Qué se entiende por violencia de hijos a padres o violencia filio-parental

Las primeras descripciones de la violencia ejercida por los hijos hacia sus padres datan de fin de los años cincuenta del pasado siglo, pero es a partir de los ochenta cuando se comienza a prestar verdadera atención al fenómeno.

Según Cottrell (2001; pp. 3) la violencia filio-parental (VFP) es “un acto de abuso hacia los padres, bien sea físico, psicológico o de perjuicio económico para ganar poder y control sobre ellos”; a su vez, Pereira (2011; pp. 23) la define como “las conductas reiteradas de violencia física (agresiones, golpes, empujones, arrojar objetos), verbal (insultos repetidos, amenazas) o no verbal (gestos amenazadores, ruptura de objetos apreciados) dirigida a los padres o a los adultos que ocupan su lugar”. Este tipo de violencia también ha sido denominado violencia ascendente.

Suelen ser las madres las principales receptoras de estas conductas de violencia de los hijos, aunque también las abuelas y los padres varones pueden ser diana en muchos casos. En relación con el sexo de los agresores, los datos indican que el ejercicio de la VFP física suele corresponder más a varones, mientras que la psicológica en edades tempranas la ejercen más las niñas, mientras que llegada a la adolescencia no hay diferencia entre chicos y chicas. En cuanto a la edad, en pocas ocasiones se denuncia en la infancia (4-6 años), pero cuando se indaga lo que ocurría a esas edades, ya se observa conductas violentas que en aquel momento no se tildaban como tales (patadas a los padres, tortazos, insultos…); a final de la niñez o principio de la adolescencia emerge ya con intensidad y se incrementa con la edad hasta los 17 o 18 años, en que tiende a remitir con alta frecuencia (aunque a veces se consolida como conducta estable en algunos jóvenes adultos). Este tipo de violencia en el hogar no está necesariamente asociada al consumo de drogas o alcohol ni a una patología mental grave.

Pereira (2011) diferencia entre la violencia filio-parental tradicional (que sería la que se produce en respuesta a la conducta violenta ejercida por los padres hacia sus hijos, de modo que cuando el adolescente crece y se puede medir con sus progenitores violentos, devuelve la agresión acumulada hacia estos) y la nueva violencia filio-parental (en la que no hay violencia de padres a hijos previa, sino que es una respuesta del menor hacia sus progenitores como expresión de malestar).

¿Qué ocurre a nivel familiar en la nueva violencia filio-parental?

En las situaciones en que se produce este tipo de violencia de hijos a padres, destaca la permisividadcon la que se despliega la educación en el hogar: bajo control de la conducta, es difícil que se cumplan las normas, no se articulan consecuencias consistentes para ese no cumplimiento, se pone el énfasis en el bienestar del niño actuando para que no se disguste); este estilo de educación viene a veces acompañado de sobreprotección (se evita a toda cosa que el niño lo pase mal, mitigando cualquier frustración y poniendo mucho énfasis en expresarle cercanía y comunicación) o bien de un estilo de educación negligente (poca presencia materna/paterna y descuido en el seguimiento de su desarrollo y evolución).En estas familias, se observa menor coherencia en la aplicación de consecuencias coherentes con las malas conductas de los hijos y menos supervisión de dichas conductas (Calvete et al. 2011, 2014).

La protección y la permisividad paradójicamente pueden suscitar respuestas violentas de los menores hacia sus cuidadores; mientras estos padres tratan de tener entre algodones a los hijos, la respuesta de éstos se va tornando más y más exigente, lo que deviene en formas de chantaje y extorsión que pueden llegar a suponer un auténtico calvario en el hogar; pareciera que a través de la respuesta agresiva, los hijos estuvieran demandando de sus padres una forma de relación diferente, de modo que la agresión pudiera ser entendida como una expresión -muy inadecuada- de necesidades vitales para su desarrollo que no se están cubriendo.

¿Qué necesitan los hijos de sus padres?

Si esa forma de cuidado que no pone límites a las conductas de los hijos y que trata de minimizar sus sufrimientos no les ayuda a desarrollarse con serenidad y estabilidad, se trataría de comprender lo que los hijos necesitan de sus adultos de referencia, fundamentalmente de sus padres.

Según Oliva, Parra y Arranz (2008), el apoyo, el calor, la comunicación y la promoción de la autonomía son factores clave en el desarrollo positivo de los adolescentes. Pero en la educación, “nos la jugamos” no sólo en lo que hacemos, sino fundamentalmente en el cómo lo hacemos.

Los hijos necesitan de adultos de referencia sólidos, padres que no se fragilizan ante sus errores, o sus conductas inadecuadas, o sus fracasos. Si los padres esperan que sus hijos sean perfectos, cuando éstos meten la pata o se comportan inadecuadamente es muy probable que los propios progenitores lo vivan como un fracaso personal. Hay muchos padres que verbalizan que por supuesto que saben que su hijo o hija no va a ser perfecto, pero luego, en el día a día, se agobian de más no sólo si el niño suspende, por ejemplo, sino simplemente si le ponen un negativo por una tarea que no llevó al colegio, y hay madres o padres dispuestos a cruzarse la ciudad para llevar la bolsa de deporte a su hijo para que no le castiguen porque se le olvidó en casa…  Cuando padres o madres son excesivamente vulnerables a los fracasos de sus hijos, se producen varios efectos nocivos y distorsionados en éstos:

–   Por una parte, esta sobreprotección revierte en un pobre desarrollo de habilidades de afrontamiento en los hijos: no se les da la oportunidad de entrenarse para resolver sus propias dificultades y, por tanto, según van creciendo, tienen menos mecanismos para manejar sus frustraciones y sus fracasos.

–   Por otra parte, el niño sobreprotegido va desarrollando un autoconcepto pobre, ya que el exceso de cuidado para paliar su malestar le va devolviendo un concepto de sí mismo como alguien que necesita mucho ser muy cuidado, y, por tanto, que es frágil.

–   Se produce así mismo una percepción de vulnerabilidad en el propio hijo, que no va creciendo con la confianza en que puede seguir adelante a pesar de los baches, percepción que le genera rabia y que trata de confrontar a través de la fuerza y la violencia, intentando mostrarse a sí mismo y a los demás que es más fuerte de lo que el entorno le devuelve.

Si los padres o madres quedan atrapados en el malestar de sus hijos, sobre implicados emocionalmente, la familia se desorganiza en su necesaria jerarquía: los padres pasan a ser los sufridores, y los hijos, unas veces les cuidan y otras veces les violentan, en un intento fallido de comprobar que “mamá (o papá) por fin es lo fuerte que yo necesito que sea”, es decir, capaz de sostener al hijo emocionalmente y de acompañarle en sus aprendizajes vitales con serenidad.

Los hijos necesitan que sus padres les enseñen a vivir, aprendiendo cómo se está en el mundo, cómo se convive con otros; para ello, es imprescindible experimentar éxito, satisfacción por ver que uno hace bien las cosas, logros personales; pero igualmente es imprescindible experimentar frustración y entrenarse en afrontar dificultades, porque la vida siempre las trae, aprendiendo cómo resolverlas uno mismo. Sin ese entrenamiento, las personas se hacen vulnerables, se quiebran con facilidad, lo que les genera malestar, que pueden expresar en forma de violencia.

Hoy día se necesita que los padres y madres recuperen la confianza en su capacidad de educar y guiar a sus hijos hasta su madurez, confianza en que pueden guiarles con ternura y firmeza, sin descolocarse emocionalmente por sus fracasos, dotando al hijo de esperanza en sí mismo y en sus recursos para salir adelante de las dificultades, aunque a veces sea duro (no sólo para los hijos, sino también para los padres).

Si los padres saben ser moldes firmes donde el hijo pueda depositar su fragilidad y fraguar su solidez, le habrán ofrecido el mejor territorio para crecer como persona y convertirse en un adulto de bien.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Calvete, E., Orue, I., & Sampedro, R.(2011). Violencia filio-parental en la adolescencia: Características ambientales y personales. Infancia y Aprendizaje, 34, 349–363.

Calvete, E., Orue, I., Bertino, L., Gonzalez-Díez, Z., Montes, Y., Padilla, P., & Pereira, R. (2014). Child-to-parent violence in adolescents: the perspectives of the parents, children, and professionals in a sample of Spanish focus group participants. Journal of Family Violence, 29(3), 343–352.

Cottrell, B. (2001). Parent abuse: The abuse of parents by their teenage children. Ottawa: Health Canada, Family Violence Prevention Unit. Tomado de http://www.canadiancrc.com/PDFs/Parent_AbuseAbuse_of_Parents_by_Their_Teenage_Children_2001.pdf

Ibabe, I. &Bentler, P. M. (2016). The contribution of family relationships to child-to-parent violence .Journal of FamilyViolence, 31(2), 259-269.

Oliva, A. Parra,A.,&Arranz,E.(2008).Estilos relacionales parentales y ajuste adolescente. Infancia y Aprendizaje, 31, 93 –106.

Pereira (Coord.) (2011). Psicoterapia

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