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iGENERATIONS: MIRADAS ALTERNATIVAS

En septiembre del año pasado, la profesora Jean M. Twenge publicó en la revista The Atlantic un artículo titulado ¿Han destruido los teléfonos inteligentes una generación?, una síntesis promocional de su libro iGen: Why Today’s Super-Connected Kids Are Growing Up Less Rebellious, More Tolerant, Less Happy–and Completely Unprepared for Adulthood–and What That Means for the Rest of Us (Atria Book, 2017). En él, Twenge nos ofrece su visión de cómo el uso generalizado de los teléfonos inteligentes y las redes sociales “ha cambiado radicalmente todos los aspectos de la vida de los adolescentes, desde la naturaleza de sus interacciones sociales hasta su salud mental”. Como consecuencia de ello, esta nueva generación (la iGenereration, conformada por jóvenes nacidos entre 1995 y 2012) posee una visión de mundo diferente respecto a sus predecesores, los Millenials, viviendo “experiencias radicalmente distintas”.  Este retrato de la iGeneration nos presenta una imagen nítida y sin fisuras, pues los rasgos descritos son observados uniformemente entre sus miembros, sin que aparezca distinción de estrato social, nivel económico, origen étnico o lugar de residencia. El diagnóstico al que llega la profesora de psicología de la San Diego State University resulta, cuanto menos, desalentador: son profundamente infelices y aislados socialmente. Nos encontramos “no es exagerado decir (sic) que iGen está al borde de la peor crisis de salud mental en décadas”.

Si desde la revista vamos a su libro para buscar indicios y argumentos que ponderen o maticen muchas de esas contundentes afirmaciones (desde la actitud ecuánime que la investigación empírica supuestamente exige), nuestras expectativas se ven defraudadas. Ya el subtítulo del libro y el índice de los capítulos resultan lo bastante elocuentes como para prever con antelación la melodía y el tono que nos va a acompañar a lo largo de sus más de 300 páginas.

Al lector interesado en indagar la compleja relación entre medios digitales y jóvenes generaciones, no le sorprenderá la retórica discursiva empleada por Twenge. En la mente de todos están la Generación Red de Tapscott (1998), los tan aclamados nativos digitales de Prensky (2001), las mil y una etiquetas de Generación X, Y, Z … o, como califica Fernández Enguita “el ya delirante nombre de la generación Einstein ideado por Boschma y Groen” (2006). Parapetados por una profusión de datos y gráficos estadísticos, se despliega toda una batería de afirmaciones excesivamente generalistas, poco matizadas, en las que algunas variables de análisis son infravaloradas o ignoradas, para, a fin de cuentas, mostrar un reduccionista esquema de causa-efecto entre el uso de un determinado medio (radio, televisión, internet, teléfonos inteligentes…) y los cambios cognitivos, conductuales, socioemocionales o axiomáticas que provoca en sus usuarios. Las teorías deterministas de los efectos o los impactos de los medios protagonizaron un paradigma dominante en las décadas de los 30 a 50 del siglo XX, pero aún perdura, a pesar de haber sido ampliamente refutadas y desacreditadas por la comunidad científica. Quizás, una de las razones de esta pervivencia, sea que este tipo de teorías conectan con la preocupación creciente de la sociedad por los peligros a los que se enfrentan sus miembros más jóvenes, dentro de un contexto mucho más amplio cuyas señas de identidad son el riesgo (Beck), la indeterminación, la complejidad o la redefinición de muchos de los referentes y valores culturales que definen la modernidad, entre ellos, el propio concepto de infancia y adolescencia (Buckingham, 2002). Por otro lado, no podemos menospreciar que este tipo de discurso es rentable, a tenor del engranaje cultural y publicitario (ciclos de conferencias, publicaciones, reportajes…) que activa.

Tampoco los discursos tecnoutópicos o distópicos que predominaron en la década de los noventa sobre las promesas y las amenazas de las tecnologías digitales contribuyeron a crear un estado de opinión que favoreciera una cierta distancia crítica. Como revelan Haddon y Stald (2009), al analizar el tratamiento informativo que ha recibido la infancia e Internet en la prensa europea, existe una clara tendencia a subrayar los efectos negativos.  Esta representación mediática contribuye a crear un pánico moral entre los lectores, incluyendo los padres, sobredimensionando sus riesgos y ofreciendo una visión de las redes cercana a un salvaje oeste peligroso para uno de los sectores más vulnerables de la sociedad.

Tengo que reconocer que, tras más de 20 años como formador de futuros maestros y maestras, y como padre, el retrato generacional presentado por este tipo de publicaciones me resulta, en muchos sentidos, extraño. Tampoco la lectura de algunas investigaciones europeas y norteamericanas (más ponderadas y sosegadas en sus conclusiones), dibujan un panorama tan dramático ni tan homogéneo. Así, por ejemplo, Sonia Livingstone, directora de la red internacional de investigación EU Kids Online que reúne a más de 150 investigadores de 33 países europeos, no minimiza, en absoluto, los riesgos a los que están expuestos los chicos y las chicas actuales, pero afirma que no todos los niños están expuestos del mismo modo a los peligros imaginados por los adultos, ni sus respuestas son iguales, ni tan siquiera que se hayan producido cambios significativos a lo largo de los últimos años. Donde Livingstone sí encuentra una novedad es en el modo en que tales conductas se visibilizan: más inmediatas, con mayor velocidad de propagación y de difusión, gracias a un uso cada vez más temprano de los teléfonos inteligentes y de plataformas o servicios de mensajería casi instantánea. Y tanto solo han comenzado a aparecer los títulos de crédito. A las puertas se van congregando nuevos actores como el Internet de las cosas, los juguetes conectados, la robótica, la realidad aumentada y virtual, los wareables o la inteligencia artificial que ya van buscando su lugar en nuestros hogares, siendo los jóvenes los tradicionales pioneros en apropiarse de las nuevas tecnologías.

Por otra parte, si queremos interpretar y dar sentido a cierto tipo de cambios en las conductas juveniles, en cómo construyen sus identidades, exploran o descubren el mundo que les rodea y se expresan a través de formas y medios inéditos, no podemos limitarnos al siempre socorrido binomio tecnología-usuario. Esta relación no acontece dentro de una burbuja sociocultural. Ni tampoco el tablero o las normas de juego donde los jóvenes desempeñan sus papeles han surgido de la nada, sino que han sido construidos por los adultos que les precedieron. Por ello, las condiciones de un mundo laboral cada vez más incierto, inestable y precario; las tensiones dentro del ámbito escolar y la reconfiguración de las demandas educativas; el desencanto hacia las instituciones públicas; las nuevas configuraciones de la estructura familiar; la ralentización demográfica;  el impacto de las crisis económicas sobre el paro juvenil o la progresiva secularización de nuestras sociedades occidentales son variables (entre otras muchas posibles) que debemos considerar a la hora de analizar estos cambios generacionales.

Existen, no obstante, miradas alternativas a esta relación problemática entre tecnologías digitales y los jóvenes, aunque no merezcan tanta atención por los titulares de prensa o los informativos. Algunas exploran cómo los jóvenes se apropian de esas tecnologías y del empleo que hacen de ellas, mostrando lagunas en su formación, pero también nuevas maneras de expresión creativa; otras interrogan, al mismo tiempo, sobre la responsabilidad de los padres, su grado de implicación en las actividades que sus hijos realizan en línea, el nivel de su competencia digital y cómo se enfrentan (o esquivan) a las necesidades formativas requeridas para brindar orientación adecuada a sus hijos. Hay quienes exploran, desde una postura de equilibro crítico que sopese riesgos y oportunidades, posibles caminos para descubrir el gran potencial que las tecnologías digitales ofrecen como medios de desarrollo personal y de participación social. E incluso, existen voces que se cuestionan cómo los adultos nos enfrentamos a nuestros miedos, promoviendo un diálogo sincero con las generaciones jóvenes, una escucha atenta, sin juzgar, a las respuestas que los propios jóvenes están ofreciendo al enfrentarse a los desafíos que el mundo digital plantea, es decir, valorando su propia capacidad de agencia. Mientras tanto, en la esfera política, los gobiernos avanzan junto a investigadores en el establecimiento de marcos regulatorios (protección de los consumidores en la era digital, el nuevo reglamento de Protección de datos que empezará a aplicarse en mayo de 2018…) y acuerdos con las grandes empresas de telecomunicación y servicios electrónicos.

No olvido las justas palabras de Danah Boyd cuando afirmaba que la retórica de los nativos digitales era, más que inexacta, peligrosa. En cierto modo, es la excusa perfecta para desatender nuestras responsabilidades educadoras (la de la escuela, la de la familia, la de gobiernos y empresas, en definitiva, las de la tribu). Una postura de laissez-faire confabulada con la ilusoria esperanza de que, con el tiempo, las desigualdades adolescentes se borrarán en las pantallas iluminadas de nuestros dispositivos.

Curar las heridas de las incertidumbres no consiste en taparlas con miedos. Acercarse a la mirada educativa, en lugar de exorcizar los demonios digitales, es descubrir con criterio ámbitos de posibilidad y de reapropiación de un mundo, una cultura, en la que todos, desde nuestras distintas posiciones (padres, maestros, legisladores, empresarios), ayudamos a construir.

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