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THE GAME: LA OPCIÓN DE LOS REFUGIADOS PARA SALIR DE GRECIA

The Game tiene un número de participantes ilimitado y las partidas pueden ser eternas si no ganan. Hasta cinco, siete o nueve meses. Solo juegan por imperativo vital y como base de una necesidad fundamental, estrechamente ligado al documento de identidad. Otro de los requisitos pasa porque los participantes huyan de atentados masivos, violencia, guerra y falta de oportunidades. La razón de the game surge en el momento en el que las fronteras en Grecia quedan selladas y el programa de reubicación de la UE y el acuerdo con Turquía impide que los refugiados puedan continuar su ruta hacia el centro de Europa, propósito que les llevó a cruzar varias fronteras y donde quieren comenzar una nueva vida. “Lo intentamos debajo o dentro del camión. Hace dos días conseguimos meternos dentro [camión], pero llegó la policía con perros que detectan la presencia humana. Abrieron la puerta, nos cogieron y nos echaron” comenta un joven afgano, que prefiere mantener su anonimato, frente al puerto de Patras, en Grecia. Son las 14.30h y hace unos minutos ha terminado el reparto de comida que hace una ONG. Comienza el trasiego de jóvenes por la avenida que pasa junto al puerto de mercancías de esta ciudad griega. Cuatro carriles separan el lugar donde viven más de 300 personas del primer escollo que tienen que solventar para materializar el objetivo por el que han llegado hasta Patras: colarse en uno de los camiones que viajan hasta Italia a través de los ferris que parten desde el puerto. Una vez en suelo italiano continúan la ruta hasta Francia, Alemania, España, principalmente. El acuerdo entre la Unión Europea y Turquía –entró en vigor el 20 de marzo de 2016– determinó que todo migrante que llegara a territorio griego, a partir de esa fecha, sería deportado a suelo turco. Los refugiados que arribaron tras el acuerdo están estancados en las islas y la península griega.

Según los últimos datos de la OIM –Organización Internacional para las Migraciones– 54.225 solicitantes de asilo están atrapados en Grecia. Muchos esperan la resolución de su solicitud de asilo en Grecia, la única opción a la que les permiten acogerse. Las fábricas abandonadas, sin agua corriente ni luz, repletas de escombros y suciedad, son el refugio de centenares de jóvenes que huyen de la violencia y los conflictos, o las malas condiciones de vida que arrinconan su futuro y una vida digna. Líquidos estancados y basura acumulada suministran la fuente de hedor que enturbia el ambiente. El edificio tiene varias plantas. En la de abajo, tras pasar lo que parecía una sala de producción en cadena y de la que cuelgan distintos elementos de maquinaria pesada del alto y desconchado techo, un grupo de cinco jóvenes se agolpan frente a una hoguera que han preparado en un pequeño barril de hierro. Sentados sobre unos ladrillos y encogidos de hombros, encorvados con la mirada clavada en las llamas, con las extremidades y músculos contraídos para impedir la fuga de calor corporal y que el frío tenga menos superficie sobre la que posarse, levantan la vista para saludar. Junto a ellos, dos muchachos han conseguido algo de agua. Tras calentarla, la emplean para asearse o lavar algo de ropa. En la planta de arriba, en el rellano de la escalera dos jóvenes miran un vídeo en el teléfono móvil, resguardados por unos cartones a modo de pared para minimizar el aire frío que campa a sus anchas por todos los rincones del edificio invitado por las ventanas rotas. Al girar hay una puerta que da a una habitación. Aquí los cristales no están rotos. Una veintena de tiendas de campaña, ordenadas, el suelo limpio, mantas, y la ausencia de basura dotan a este espacio de una exclusividad enmarcada en las condiciones lúgubres del edificio. En el tejado, dos jóvenes en cuclillas miran el puerto que tienen frente a ellos, el trasiego de camiones que entran y salen. Desde esa posición tienen una perspectiva privilegiada para comprobar, estudiar y planear la mejor forma de introducirse en el ferri.

Estos transbordadores llevan anclados varias horas y durante toda la mañana los camiones no han dejado de entrar en las instalaciones del puerto. Decenas de jóvenes se agolpan frente a la valla de anchos barrotes que separa el complejo portuario de la acera. Algunos ya han saltado. Otros, encajando la cabeza entre los barrotes contemplan qué hacen los demás, estudian hacia qué lugar correr cuando salten y en qué momento. Otros esperan en la acera de enfrente observando. Cruzan los cuatro carriles con calma, solo apresurados ante la llegada inminente de un vehículo por la transitada vía. Es hora punta para saltar. En algunos momentos cruzan en grupos de unas 20 personas. Las sirenas de los furgones de la policía portuaria es el sonido constante y predominante durante estas horas del día. Algunos, ya en el interior, regresan corriendo ante la persecución de la policía. A otros no les amedrenta y aprovechan para saltar por otro lugar. Un coche de la policía local patrulla por el exterior. Los agentes se bajan para invitarles a que se alejen de la valla. Son las únicas invitaciones amables que reciben, en el interior de las instalaciones, la seguridad emplea la violencia para disiparlos, según denuncian los jóvenes.

La ONG Doc Mobile –compuesta por personal sanitario– atiende todos los días a decenas de jóvenes. “Quedan heridos cuando tratan de cruzar la valla, se cortan y es ahí cuando las heridas se infectan. También hay heridos a causa de las agresiones de la policía o la seguridad del puerto, o en alguna pelea entre refugiados, y es cuando atendemos las heridas más serias” explica Sara, la doctora voluntaria de esta ONG. Asegura que también ha atendido casos de fracturas y mordeduras por ataques de los perros de la policía. Dos jóvenes caminan por la acera de enfrente, buscando el mejor lugar para saltar. Uno de ellos asegura que tiene la rodilla mal, se hizo daño al caer de la valla. No va a ser esa la traba que aminore sus ganas y necesidad de saltar. Llevan consigo, como todos, sin excepción, una botella pequeña de agua colgada en la espalda con una cuerda. Es todo lo que portan. La llevan desde bien temprano y les acompaña a cualquier lugar al que vayan, mientras pasean por la explanada de la fábrica, juegan al fútbol o recogen la ración de comida que les proporcionan. En el caso de que consigan su objetivo será todo lo que tendrán para el viaje, 33 centilitros de agua para un recorrido que puede durar hasta 72 horas. “Mira, el superfast es el mejor porque tarda 14 horas. Va a Bari” explica mientras fija su mirada en las embarcaciones. De una de ellas ya sale una espesa humareda de las chimeneas. No tardará mucho en partir. “El otro, ese que está ahí” señalando al barco contiguo, mucho más grande “va a Venecia y tarda unas 48 horas” añade. Ese es el tiempo objetivo, mínimo, que pasarán dentro de los camiones, pero han de sumarle las horas, o incluso los días que pueda estar el vehículo estacionado hasta que se adentra en el ferri. “Es un viaje muy largo, pero es muy duro vivir en Grecia. Las fronteras están cerradas y para sobrevivir tenemos que cruzar. Sabemos que son muchos los riesgos que tomamos, pero tenemos que atenernos a esos riesgos para obtener una mejor vida” añade.

Es difícil determinar el número exacto de personas que viven en los tres puntos frente al puerto en los que se refugian. Según la ONG FoodKind, que les proporciona dos comidas al día, en estos momentos hay entre 350 y 400 personas, todas rondan la veintena de edad, aunque también hay menores. “A veces 20 personas se van por la noche, pero a la mañana siguiente llegan 50” señala Sebastian, uno de los cocineros y distribuidores de la comida. Hikmat, desde hace cinco meses, salta la valla a diario. Dejó sus estudios de Ingeniería Informática en segundo curso a causa de los ataques y atentados terroristas por parte de grupos talibanes. “Tenemos muchos problemas en nuestros países, por eso venimos hasta aquí,…, y nos topamos con este tipo de dificultades. ¿Por qué no me permiten continuar?” pregunta el joven de 24 años. Ninguna de las personas que se jugaron la vida en una barca para cruzar de Turquía a Grecia, lo hizo con la mentalidad de quedarse en territorio griego. Sus ilusiones, necesidades e intenciones pasaban por llegar a otro país europeo. “Ningún refugiado quiere estar aquí, queremos ir a otros países, vivir sin problemas, iniciar de nuevo mi vida, comenzar mi futuro, en nuestro país esto es imposible” comenta Hikmat.

Mientras tratan de saltar, tres jóvenes se apoyan en una pared de la fábrica abandonada mirando de frente al puerto. Con ellos, un niño que no supera los doce años, va junto a su tío, contempla risueño, y desconociendo quizá el peligro del viaje. Están tranquilos, observando lo que hace el resto, sin ningún atisbo de seguir los pasos de los demás. Comentan, entre algunas risas, todo lo que sucede a escasos diez metros. Les delata su tranquilidad, pero sobre todo, que no sostengan entre sus manos o en la espalda la botella de agua pequeña sujetada a modo de bandolera. Y no lo llevan no por ignorancia sino porque llegaron la noche anterior. Ahora observan y estudian cómo hacerlo. Los tres no se conocían en Irán, de donde proceden. En Grecia se han unido para poder continuar juntos aunque una vez que salten la valla, la suerte de cada uno será distinta. Cuando consigan llegar a Italia, puede ser hoy, mañana o dentro de varios meses, saben que todavía no han cumplido su meta. Por delante miles de kilómetros hasta llegar a Francia o Alemania, su principal destino.

Uno de los jóvenes llegó a Grecia hace dos años. Estudiaba electrónica en Siria. Su solicitud de asilo en Francia fue rechazada y al aplicar para otro país, el plazo había expirado. Ahora está en Patras, gastando la única vía, la clandestina, a la que le ha llevado las políticas migratorias europeas y los programas de reubicación. Conocedor de los estereotipos y perjuicios de la sociedad y la policía en el etiquetado de migrantes y refugiados, lleva bajo la chaqueta y el pantalón –manchados de la grasa de los camiones y rasgados por cada salto– ropa limpia. “La ropa que llevo es para quitármela cuando llegue a Italia y no parecer refugiado y pasar desapercibido”. “Tenemos que irnos, es hora de intentarlo otra vez” concluye uno de los jóvenes. Han salido de la fábrica abandonada, como cada día, en busca de su propósito, desconocedores de dónde van a pasar esa noche. Si lo consiguen, lo que tanto ansían y teniendo que soportar las indignas condiciones en las que navega la espera, estarán en un contenedor de mercancías o en los bajos de un camión. Si la policía les detecta, regresarán al edificio. Y mañana lo intentarán de nuevo, tratarán de escabullirse de la policía y conseguir su objetivo. Volverán a the game –el juego– como ellos se refieren a tratar de entrar en los camiones sin ser interceptados por la seguridad portuaria, relacionándolo con el juego del ratón –ellos– y el gato –la policía–. Ya se jugaron la vida, huyendo de sus países, cruzando varias fronteras, y ahora ese riesgo, en suelo europeo, les vuelve a acompañar.

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