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SERGIO RAMÍREZ: ARMAS Y LETRAS DEL SIGLO XXI

El escritor Sergio Ramírez es una de las pocas personas que pueden presumir de haber aparecido, con nombre y apellidos, en un cuento de Cortázar. El cuento es Apocalipsis de Solentiname y se publicó en 1977. Se trata de uno de los escasísimos cuentos del escritor argentino en que los personajes son hombres y mujeres de carne y hueso que aparecen con nombres y apellidos. En él, Cortázar narra en primera persona su visita clandestina a la aldea nicaragüense de Solentiname, en la que el sacerdote y poeta Ernesto Cardenal, había formado una comunidad cristiana campesina que fue arrasada, por la Guardia Nacional del dictador Somoza, en 1977, el mismo año de la publicación del cuento. Las peripecias y anécdotas de ese primer viaje están retratadas en tres libros, uno de ellos es Julio Cortázar en Solentiname, obra que la Embajada de la República de Argentina publicó en colaboración con el Centro Nicaragüense de Escritores.

Sergio Ramírez, como he dicho, es uno de los personajes del relato; en verdad, uno de los acompañantes de Cortázar en su viaje a Nicaragua desde la frontera costarricense. Además, es una de las personas que actualmente viven, junto con Ernesto Cardenal y Óscar Castillo. Ese recuerdo literario e histórico contextualiza muy bien, a mi juicio, el recorrido vital del ganador del premio Cervantes: siempre en equilibrio (a veces inestable) entre el compromiso político y la creación literaria.

Sergio Ramírez sintió primero la vocación de escritor. Desde niño, en su Masatepe natal, según recuerda en una conversación con Daniel Rodríguez Moya (Universidad de Granada, 2009). Más adelante, urgido por la situación política, tuvo que renunciar a ella: “Aquí está la revolución. No puedo estar escribiendo novelas mientras el país arde”. (…) “Dejé de escribir diez años. Ese es el gran tributo que yo pagué a la revolución en Nicaragua. Quizás los mejores años de mi vida de escritor, entre mis 33 y mis 43 años, se los entregué al país, a la revolución”.

Cuando el FSLN alcanzó el triunfo en 1979, llegó para el escritor la etapa de la vicepresidencia. Otros seis años por delante sin escribir. Y para poder compaginar su trabajo político con su necesidad de expresar, se levantaba de madrugada y escribía de cinco a nueve de la mañana, “porque si no, yo sacrificaba la vocación de mi vida”.

En realidad, Sergio Ramírez no fue un combatiente. En su autobiografía Adiós muchachos (Alfaguara, 2007 2ª ed.) afirma: “No empuñé armas en la revolución, no llevé nunca uniforme militar…” En la mencionada conversación con Daniel Rodríguez Moya dice que más bien fue un conspirador: “(…) estábamos botando a Somoza y era un trabajo a tiempo completo. El trabajo de conspirador era muy absorbente y yo estaba conspirando todo el día”. Más tarde, como se ha dicho, llegó el compromiso con el gobierno de su país, hasta que, decepcionado, abandonó el sandinismo y la política en 1995.

Este recorrido vital se narra en Adiós muchachos. Una memoria de la revolución sandinista (Aguilar, 1999), cuya segunda edición, titulada solamente Adiós muchachos, fue publicada por Alfaguara, en 2007. Un año antes, en 2006, Daniel Ortega, primer presidente del régimen sandinista, fue elegido de nuevo presidente de la república, cuyo cargo ostenta hasta la fecha. Esta elección se llevó a cabo gracias a cambios constitucionales y acuerdos con el corrupto líder de la oposición.

Por todo ello, se puede deducir que el tejido vital de Sergio Ramírez es el que uno se encuentra cuando lee sus historias, mezcladas de realidad, compromiso, decepción y personajes sacados a medias de su entorno y su imaginación. El más significativo es, a mi entender, el investigador, antiguo policía de Managua, Dolores Morales, protagonista hasta ahora de dos novelas, El cielo llora por mí (2008) y Ya nadie llora por mí (2017); ambas se encuadran en el género de la novela negra de exitosa actualidad. Este género se adapta perfectamente, a mi entender, a las pretensiones literarias de Ramírez; en el se enlazan los principios morales que sustentan una sociedad con los intereses políticos y económicos de sus gobernantes, a menudo opuestos a aquellos, con la consiguiente caída en la corrupción.

Para Fernando Larraz (Contrapunto, abril 2018, núm. 47), las características de este género se aprecian exactamente en las dos novelas mencionadas de Sergio Ramírez: la “concepción del mundo como un ámbito violento, inhumano e irracional, incapacidad del protagonista de restaurar un orden mediante el castigo del criminal, investigador imperfecto y escéptico, ambiente social de violencia generalizada y desprecio por los ideales morales y políticos, retrato de un Estado corrompido que permite que se imponga la ley del más fuerte… Detrás de este esquema genérico, está, para Ramírez, la notoria necesidad de ofrecer un diagnóstico sobre la reciente historia de Nicaragua, historia de sucesivas fases de dictadura, guerrilla, gobierno revolucionario, resistencia, desencanto y anomia capitalista” (p. 75).

El detective Dolores Morales cuenta, para la investigación de sus casos, con una galería de personajes que recuerdan, mezclados, a los de Galdós y Valle Inclán, en Misericordia y Luces de Bohemia, con la personalidad centroamericana. Los más significativos son antiguos héroes revolucionarios, marginados ahora en casuchas miserables o comedores de caridad, que se enfrentan a poderosos enemigos cobijados bajo la protección del nuevo gobierno revolucionario que distingue a los empresarios corruptos cuya amistad necesita, con el título de aliados tácticos, y arrincona a los hijos del pueblo, sobre cuyo sacrificio alzó su poder.

Resulta asombrosa y magnífica la agencia de investigación del detective Morales, instalada en uno de los locales de un centro comercial, que resuelve sus casos con la ayuda de los empleados de la peluquería vecina, su amante Fanny, enferma de cáncer, un médico sin licencia y el fantasma de Dixon, un antiguo compañero de armas sólo visible para Morales y a quien él llama Lord Dixon.

En su última novela, Ramírez ironiza, parodia o critica hábilmente al gobierno de Daniel Ortega y su esposa y vicepresidenta Rosario Murillo, sin citarlos nunca. Sólo una vez aparece la primera dama en segundo plano, cuando el jefe de la policía, apodado Tongolele, llama a un número de teléfono secreto y conversa con “la voz que todo el país conocía gracias a las cadenas nacionales de radio y televisión”; la llama “compañera” y recibe de ella las órdenes pertinentes al caso.

En otro pasaje, el detective Morales pasea en coche con Don Narciso, absoluto admirador del régimen, que le muestra las señales del desarrollo urbanístico de Managua, entre ellas los arbolatas, designación popular para unas monumentales esculturas metálicas de colores con forma de árboles, revestidas de luces led: “las estructuras metálicas de los árboles de la vida mandados a sembrar por la primera dama poblaban el camellón central y los espaldones de la carretera formando un bosque inmenso y extraño”.

Pero los relatos de Ramírez no son crónica negra. La gente de sus cuentos y novelas vive, respira y ama a contra corriente y, citando otra vez a Fernando Larranz, el escritor (y de su mano el lector) “todavía es capaz de encontrar entre el tejido social que puebla su relato, si no intactos, restos de viejos ideales que orientaron el derrocamiento del dictador y el intento de la utopía revolucionaria”.

En efecto, a pesar del desengaño y del aparente cinismo universal, perviven, ya consumido el tiempo de la épica, rescoldos de aquellos valores de justicia y solidaridad cuyo triunfo es ya imposible, pues no están refrendados por la ley ni por la policía, pero que guían a los personajes más positivos.

La obra literaria de Sergio Ramírez no es muy extensa, pero es profundamente verdadera y honesta, además de estar completamente enraizada en la tradición hispanoamericana. Nuestro reciente Premio Cervantes se mantiene en contacto con todo aquel que quiera conversar con él, a través del blog El Boomeran(g) (www.elboomeran.com) está atento a los autores jóvenes y, sobre todo, está atento a la evolución de su querido país, por quien llegó a darlo todo, hasta su escritura.

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