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MEDITACIÓN DE NAVIDAD

La llamada de la Navidad. Permíteme entrar en tu vida con estas sencillas palabras, escritas a vuela pluma, a merced de la inspiración, sin grandes pretensiones, pero con la clara intención de encontrar aliento y ánimo para nuestras vidas y, a la vez, gritar con fuerza, en estos tiempos convulsos, agitados, violentos, en favor de la justicia y de la paz: camino de nueva evangelización. 

En lo más íntimo de nuestro ser existirá siempre una lucha entre aquello que nos ata e impide la esperanza y los deseos de cielo nuevo y tierra nueva que nos invitan a una vida renovada. Así grita, con fuerza y alegría, la canción popular: “Los caminos se pueden abrir, quitarse los miedos, tentar al futuro… mejor arriesgarse que dejar de intentar… lo imposible se puede lograr… la vida cambia y cambiará”.

Porque Dios nos cuida y nos sostiene; vela por nosotros regalándonos a manos llenas su gracia. Y ve, y mira, y le duele lo que está aconteciendo con su creación y con el hombre creado a su imagen y semejanza.

Nuestro estilo de vida actual da como resultado un triste espectáculo: mujeres y hombres sometidos a otros hombres y mujeres, pueblos sometidos a otros pueblos. Palabras como esclavizar, frustrar, explotar, violar, matar… tienen rostro y apellido. Se cae en la tentación de querer ser dios para los demás.

El mundo globalizado es vida cotidiana a nuestro alrededor, donde convivimos con el prójimo (próximo) o dejamos de convivir. Y amar es estar ahí: sentir cercano al otro por querer estar cerca de él. 

Y sabemos que la tentación se llama autoafirmación: narcisismo, intento de imponer nuestros deseos de poder y ambición: el egoísmo buscando su triunfo. 

Pero sabemos, también, que la brisa suave del Espíritu susurra día a día la obligada exigencia de la honestidad, de la entrega, de la santidad que se arriesga a ser fermento en la masa, fermento en las ciudades, en los pueblos, en los barrios, como el alma en el cuerpo. Dios con nosotros, sin estridencias, en la debilidad de un Niño, invitándonos, sin más, a mirar, a hospedar, a reconocer que en esa discreta presencia del amor acontece una humilde invitación a la ternura del amor.  

La Navidad está viniendo, ya está aquí

La Navidad grita esta humilde verdad: la medida del amor es el amor sin medida. Grito gozoso que invita a preparar el traje de fiesta para escuchar la sinfonía de una nueva vida, tu vida, porque Dios nos ama y quiere recorrer con nosotros el camino de la vida. 

Hemos de prepararnos con traje de confianza, con perfume de solidaridad, con corazón de justicia, con ojos esperanzados, con manos fraternas, con pies libres, con entrañas de misericordia y compasión, con labios de ternura, con un cuerpo en paz, convencidos por la Palabra que se hace carne de la fuerza del amor a uno mismo, a los demás y a Dios.

El tiempo anterior a la Navidad, la espera esperanza del Adviento, nos ha preparado para salir del círculo triste y restringido de los objetivos mediocres, de la perfección privada y un tanto ambiciosa, para contemplar a Jesús Niño, con un solo poder: la humilde ternura del amor. Futuro nuevo, mundo nuevo, hombre nuevo, esperanza nueva, vida nueva.

Por eso, es tiempo de cercanía, de acogida, de vislumbrar con los ojos de Dios una Gran Fiesta que convoca a todos los hombres y mujeres de buena voluntad: no es la fiesta de unos pocos, sino de los hombres y mujeres que se sienten llamados a compartir los bienes de este mundo que es hermoso, a pesar de tantos contratiempos en los que miles de criaturas amadas por Dios van quedando al margen de todo o están muriendo antes de tiempo.

Es la Gran Fiesta de la Navidad, que todos tenemos que celebrar con alegría, pero sin olvidar que los protagonistas son esos hermanos y hermanas privados no sólo de lo necesario para vivir; sino, además, privados de horizontes de vida porque les cercenaron la esperanza de un mundo mejor… ¡Qué sería de un mundo en el que la miseria no encontrara la respuesta de un amor que da la vida!

Y estoy convencido de que en la medida que me siento a gusto conmigo mismo, con una saludable autoestima (sin remordimientos, que dirían los antiguos) y acepto la debilidad de mi condición humana, por eso siempre necesitada del susurro de Dios y de la presencia de los demás, mi vida, nuestra vida, se abrirá siempre al amor que engendra vida. 

Pero, también, a la inversa. Si relajo y descuido mi amistad con el Señor; si dejo de querer la presencia de los demás, dejándome llevar por el ritmo frenético al que frecuentemente nos somete la vida actual; si la oración, mirada al mundo con ojos de esperanza, no es experiencia de gracia, de don, de regalo y los demás no son rostros que exigen una respuesta de amor; si voy creyéndome que ya estoy convertido para siempre y que los demás tienen que aprender de mí; si la indiferencia ante los caídos va ocupando mis días y mis noches porque ya no me siento afectado por el drama de los otros; si se enfría el primer amor; si mi vida de Iglesia es solamente de puertas para adentro, descuidando el reto misionero; si abunda con frecuencia en mi expresión corporal, oral, escrita un continuo lamento o resentimiento… entonces, mi vida se cierra al amor y engendra muerte. Por eso, la Navidad, así lo siento, acontece como el tiempo de radicalizar la liberación, la lucha contra el desamor, el enfrentamiento con la tentación.

Porque esto es la Navidad. Creer en un Dios Niño que, con humilde presencia, revela a Alguien que nos rodea y abraza, que conoce las moradas más íntimas de la existencia, que quiere de verdad y no se olvida de la vida humana: lleva su nombre tatuado en su corazón, por mucho que el tentador susurre al corazón que Dios se olvida del hombre y la mujer que, en desconsuelo, desea la fidelidad.

La debilidad de un Niño nos pone ante nosotros mismos, ante Dios y ante el mundo empujándonos a tomar una decisión, a elegir el camino de la verdad. Se trata de contemplar, con sencillez, sin grandes palabras, el camino que Dios abre para que el cielo nuevo y la tierra nueva se presenten. No un gesto de poder, de prepotencia, de omnipotencia… sino el gesto sencillo de despojarse de todo rango, de pasar por uno de tantos, de actuar como un hombre cualquiera… de compartir, sin más, la vida con aquellos que necesitan vivir desde la verdad del bien y la belleza.

Y se trata de que este actuar de Dios Ilumine nuestro corazón y que desde esta luz enfrentemos las indecisiones que caracterizan nuestra vida. Porque así, poco a poco, con paciencia activa, descubriremos si en realidad escuchamos y hablamos desde el corazón. Y, entonces, la gracia será ocasión para sorprendernos por lo inesperado… Y, entonces, todo nos hablará de Dios en Espíritu y en Verdad y nuestros labios amanecerán alabando y bendiciendo a Dios por regalarnos cada día su gracia, promesa de futuro nuevo. Porque ese Niño, es solo un niño, necesita contar con nosotros para ser fiel a su futuro proyecto creador.

Austeridad como servicio, promoción de la libertad y la alegría, discernimiento en la vida diaria, solidez y firmeza frente al narcisismo que el mundo de hoy parece exigir a la vida humana, forman parte del mensaje de la Navidad. 

Porque es verdad que al perder la atención cristiana al Dios que se revela en un Niño que no sabe hablar y que necesita del cuidado humano, corremos el peligro de adorar, quizá inconscientemente, a muchos dioses: esos que otorgan poder (quizá sea bueno que los nombremos en nuestra vida), pero que secan nuestro corazón e impiden que seamos luz del mundo, sal de la tierra, sacramentos de amor para todos los que nos rodean.

Adorar al Niño Dios, espiritualidad cristiana, ley de la Encarnación: saber dar espacio al hermano sin olvidarse de Dios, llevando mutuamente la carga de los otros y rechazando la tentación de los dioses que continuamente nos acechan: competitividad, ganas de hacer carrera, desconfianzas, envidias, dominio, poder, poder, poder…

Dios hecho carne, Dios encarnado, Dios humanado. Y, por eso, en los acontecimientos y en la escucha de los demás, en la salud y en la enfermedad, andando o descansando, en el coche o en el metro, en casa o en el templo, en mi tierra o fuera de ella, en la pobreza o en la riqueza compartida… todo nos habla de Dios, todo nos evoca a Dios, todo nos guía hacia el interior de nuestro ser para encontrarnos con Él y responder a su invitación. Y, entonces, solo entonces, la palabra del profeta Miqueas resonará con fuerza en lo más íntimo de nuestro ser:

“Hombre, ya te he explicado lo que está bien, lo que el Señor desea de ti: que defiendas el derecho, ames con ternura y camines humildemente de la mano de tu Dios” (Mi 6:8).

Confianza incondicional en los modos y las maneras del actuar de Dios: auténtico camino de salvación. La tentación, al contrario, quiere hacernos creer que nuestros caminos, ansias de protagonismo, éxito, poder… son más valiosos que los suyos. 

Y querer forzar a Dios, retenerlo porque desconfiamos de Él, intentar apresar su gracia y usarla a nuestro antojo, desde nuestros proyectos; disponer de su presencia, de su palabra, de su revelación para justificar formas de vida que quiebran la ternura y la debilidad del Dios que se presenta en la historia humana como Niño, siempre será infidelidad, siempre será, ahora la palabra seria, idolatría. 

Contemplemos al Niño Dios

Contemplemos, contemplemos, sin más, al Niño Dios. Y el tremendo acto de fe: arrodillarse ante un Niño y reconocer que en esa debilidad que nada puede, acontece el camino de la salvación. Cuantas imágenes de Dios derrotadas. Cuantos megalómanos proyectos de entrega vencidos. Cuantos sueños de grandeza descabezados… 

Contemplemos, contemplemos, sin más al Niño Dios porque su vulnerabilidad nos hace evangélicamente fuertes; porque su humilde cercanía quiebra nuestros miedos; porque en su gracia, en su presencia graciosa, aprendemos que la gracia, la gratuidad, transformará el mundo… Porque sólo la gracia ha sido, es y será vida humana buena, vida humana en abundancia.

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