ARTÍCULOS ENTREVISTAS

“EL CRISTIANO DEBE HACER OÍR SU VOZ Y RE­CUPERAR EL RESPETO QUE EL CRISTIANISMO, COMO FACTOR DE CIVILIZACIÓN Y COMO CREDO DE MILLONES DE ESPAÑOLES, HA DE OCUPAR EN EL DÍA A DÍA”

Fernando García de Cortázar nació en Bilbao. Es profesor universitario, historiador, jesuita. Por su trabajo se le ha distinguido con la Orden de las Palmas Académicas de Francia, la del Mérito Constitucional de España, el Premio Nacional de Historia de España, en el 2008, y la Gran Cruz de la Orden del 2 de mayo, en el 2012.

Es autor de más de 70 libros, con traducciones a 12 lenguas y ha hecho cercana la historia de España en los medios de comunicación, especialmente prensa y televisión en sus series Memoria de España y La guerra civil en el País Vasco.

Ha dirigido la gran obra La Historia en su lugar y su obra Historia de España desde el Arte responde a las cuestiones históricas a través del patrimonio artístico. De su Breve Historia de España se ha dicho que es éxito editorial más importante de la historiografía española.

Ha cultivado también la novela, Tu rostro con la marea, premio Alfonso X el Sabio, en el 2013, y Alguien heló tus labios, en 2016, evocación del siglo XVI al XIX.

Su docencia, a través de sus publicaciones, se ha dirigido no solo al mundo universitario, sino también al adolescente y al infantil.

Si repasamos los títulos de sus obras, hay en ellas una palabra que se repite sin cesar, España, y, desde ahí, historia, biografía, arte, cultura, viaje, corazón… España siempre presente en el título de sus obras, una gran nación.

Carmen Azaústre: ¿Por qué hay tantos españoles que no la quieren?

Fernando García de Cortázar: No sé si son muchos o pocos los españoles que no quieren a España. De lo que no hay duda es de que hace tiempo que hemos deshabitado sentimentalmente lo que somos: nuestra historia, las realizaciones artísticas y culturales de nuestros antepasados…  He de confesar que se me encoge el alma al comparar a aquellos jóvenes universitarios de los 70 que coreaban los versos de España en marcha en la canción de Paco Ibáñez con los de hoy, a los que se ha encerrado en el vacuo laberinto de la postmodernidad y expropiado su conciencia nacional.

C. A.: Entre tus publicaciones, me llama la atención esta: Viaje al corazón de España ¿se puede viajar a su corazón? ¿Dónde está su corazón? En él, explicas a España a través de la arquitectura, el arte, la literatura, etc. ¿Es un viaje contra el olvido en horas de desaliento colectivo?

F. Gª. C.: Creo que, en estos tiempos de crisis, conviene repetirlo sin tregua hasta convencer de ello a las nuevas generaciones. España no es un país de desguace ni de fin de raza. No lo fue en tiempos pasados, ni siquiera cuando la literatura se tendió sobre el campo ensangrentado de la guerra civil. Y no lo es hoy. España no es un invento ni un simple trámite legal cumplimentado en 1978, sino el fruto de una larga tradición, de un prolongado hermanamiento, de un enriquecedor proceso de mestizaje y de un ímpetu cultural como pocos países han tenido. 

Viaje al corazón de España nace de esta convicción e intenta contar nuestro país desde lo bello y positivo. Admiración y pasión: he ahí el estilo de este libro. A menudo pinto un paisaje; paso por un mismo lugar dos veces; me detengo en una puesta de sol; evoco algún personaje; cito lecturas que han marcado mi visión de un pueblo o una ciudad; rememoro algún poema que nos deja melancólicos y un poco más solos. La emoción que siento ante las huellas del pasado me lleva a veces a rastrear en los libros las pequeñas anécdotas o la historia con mayúsculas que esconde un edificio, recuerda un rincón olvidado o nos susurra un paisaje.

Todo ello sin olvidar el aprecio por los detalles exactos que aprendí leyendo los Paseos por Roma, de Stendhal, y, por supuesto, la narración, a ráfagas y a rachas, de mis experiencias personales, el vago perfume de todo lo que el tiempo ha consumido. Porque, al fin y al cabo, este libro es un autorretrato sentimental y un canto de amor a España en un momento de desaliento colectivo.  

C. A.: ¿Es Viaje al corazón de España su libro más personal?

F. Gª. C.: Lo es, sin duda. El más personal de cuantos he escrito y también el más ambicioso. España –y creo que me repito– es inabarcable. Y pueden hacerse, lo sé, otros viajes por sus caminos, pueblos y ciudades.  Pero ya lo escribió Pessoa: “La vida es lo que hacemos de ella. Los viajes son los viajeros. Lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos”… Cada uno lleva la soledad de sus sueños. Y este libro es también el reflejo de mi vida, un viaje a mi España, la que Cervantes y Galdós y tantas otras voces de nuestra cultura universal me dieron a conocer.

C. A.: ¿Se imagina a sus lectores viajando con el libro?

F. Gª. C.: Sí, por supuesto. Me gusta imaginarlos visitando una ciudad o un pueblo con mi Viaje al corazón de España bajo el brazo, descubriendo historias y lugares que desconocía o viendo lo conocido con otros ojos. Y lo imagino orgulloso de pertenecer a un país diferente ante Europa siendo plenamente europeo, y diferente, con mil rostros, ante sí mismo, múltiple en el pasado y también en el presente, del cual decía Maurice Barrès: “No conozco otro país donde la vida tenga tanto sabor”. 

La vida, la nación en permanente génesis, el sabor, el arte… eso es Viaje al corazón de España. No sólo geografía.  Paisaje con historia. Cambio y permanencia. “Nuestra invención y nuestro amor” – como escribiera Jorge Guillén– “pese a los pusilánimes, pese a las hecatombes, entre ruinas y fábulas, con luces de ponientes, hacia noches y auroras”.  

C. A.: Hoy un libro está presente en las mesas de novedades de las librerías y en las redes sociales, Católicos en tiempos de confusión, publicado por Ediciones Encuentro ¿Cuál es la España de ahora mismo, como señalas en la presentación del libro?

F. Gª. C.: Desde que Occidente empezó a despreciar la trama de los principios que lo identificaban, hemos sufrido una expropiación de nuestro carácter como españoles, que ha sido empobrecimiento previo y necesario para la catástrofe social, política y nacional que ha devastado nuestra cultura en los últimos diez años.  La Historia, nos lo recuerda Walter Benjamin, no es lo que suponemos sucedió en el pasado, sino lo que brilla en un instante de peligro. Desde un momento de incertidumbre, resplandece también la conciencia de una civilización que supimos construir en los trances más sombríos del siglo XX. Una civilización que sólo se respeta a sí misma porque valora el pensamiento, distingue la convicción del fanatismo y busca la verdad. La brutalidad y la extensión de la crisis han mostrado al hombre una desesperación que, al desnudarle de sus recursos materiales, les enfrenta a unas preguntas más hondas, que nunca podrá responder con los escasos dispositivos culturales que las últimas décadas han dejado en pie.

Durante las últimas décadas hemos rodado por una pendiente de desidia intelectual, de complaciente ignorancia, de feroz relativismo, de altanera deslealtad a nuestros principios. Se ha preferido el entretenimiento a la cultura, el placer al esfuerzo, la intensidad de momentos fugitivos a la tenacidad de una obra duradera. Y hemos acabado borrando el perfil de los valores en los que una nación necesita reconocerse ante el espejo de la civilización. No podemos esperar más. Es el momento de gritar: ¡hasta aquí hemos llegado! y de desandar el camino falso. Hay unas palabras de Paul Valéry que no debíamos olvidar cuando observamos el erial que la crisis global de Occidente ha dejado tras de sí: “La horrible facilidad de destruir”. 

C. A.: ¿Qué pistas ofrece tu libro a los católicos y cuál es tu propuesta?

F. Gª. C.: La pista o, mejor dicho, la propuesta principal es la necesidad de recuperar respeto y protagonismo en la vida pública. Un católico puede ser un hombre tan falible como el resto, pero los principios que le mueven son diferentes, evangélicos, lo que da un tono especial a su labor. Actuando de este modo hemos comprobado en muchas ocasiones, y en el libro hay una serie de buenos ejemplos, que su labor no resulta indiferente a la sociedad, al contrario. Ese contraste con los valores del mundo es muy necesario, y más aún en nuestra España de hoy. 

No obstante, esto no significa que no deba oponerse con energía a ciertas dinámicas, posturas e incluso grupos que desean arrinconarlo en sacristías y conventículos hasta casi erradicarlo de la vida social. El cristiano debe hacer oír su voz y recuperar el respeto que el cristianismo, primero como factor de civilización y luego como credo de millones de españoles, ha de ocupar en el día a día. Las consecuencias que para nuestra cultura ha tenido han sido fundamentales desde el punto de vista del humanismo, la compasión, la cultura y la libertad. Si desaparece de nuestro horizonte más inmediato el deterioro se hará notar rápidamente, tal y como ya pasa hoy en múltiples cuestiones sociales, como por ejemplo la protección de la vida humana.

C. A.: Respecto a su contenido, me parecen muy interesantes los títulos que lo estructuran: El catolicismo ¿una fe en retirada?; Los católicos sal de la tierra; El católico ante su propia vida; España, realidad, patria y tarea; De cristianos en la brecha; Santos cotidianos y tiempos fuertes y Un epílogo para el compromiso… ¿Por qué estos títulos?

F. Gª. C.: A lo largo de todos estos años he intentado ir respondiendo a cuestiones esenciales de la vida del cristiano, tanto en el plano humano como en el espiritual, en los artículos que he ido publicando periódicamente. Inevitablemente, la realidad nacional, los problemas de la Iglesia, los tiempos litúrgicos u otras cuestiones pasaban a un primer plano en determinados momentos. Sin embargo, nada humano es ajeno a Dios, y como reflejo de Éste, tampoco a sus hijos. Si miramos los asuntos que tratan estos apartados corresponden a la cotidianeidad de un creyente español. 

En primer lugar, el problema del repliegue de la fe, y su constatación permanente. En segundo, la esencia del cristiano, que es dar tono al mundo, pero un tono que sea de Dios, desde la llamada de cada cual. A continuación, las dudas, las influencias, los logros, las situaciones que ponen al creyente frente a su propia conciencia y frente a su Creador. Y todo ello en nuestra España, un país en el que la fe de Cristo ha sido y es esencial para comprender nuestra idiosincrasia y nuestros logros, que han sido importantes. El solar concreto en el que se materializa esa forma de ser cristiano que tanto sorprende en positivo fuera de nuestras fronteras, y los problemas que hemos de afrontar para mantener la unión y no el enfrentamiento que se pretende con insistencia. Por último, aquello que nos alimenta interiormente. El ejemplo cotidiano de muchos de los nuestros, y la vida de la fe reactivada periódicamente en la Iglesia a través de los tiempos litúrgicos y sus sentidos más profundos. Tras todo ello sólo queda una postura que tomar, el compromiso. He ahí la razón de cada capítulo. 

C.A.: ¿Qué pueden, a su juicio, aportar los católicos a España?

F. Gª. C.: Como lo hizo Blas de Otero, pedimos la paz y la palabra, porque sobre una se construye y en la otra se convive. En esta hora grave de España, los católicos tenemos que hacer que nuestros valores, los propios   de la civilización occidental, sin ser los de todos, pasen a tener una bien asentada hegemonía cultural. Que se reconozcan como los mejor armados. Que se acepten como los más profundamente anclados en las ideas de libertad individual, progreso colectivo, justicia social y conciencia histórica que han ido fabricando los límites morales de una civilización. Debemos hacer ese esfuerzo sobre todo en unos días en que los ciudadanos se sienten pertenecientes a un mercado más que a una historia.

Nuestro es el mensaje que habrá de pronunciar la esperanza en una sociedad amenazada de desesperación, el que habrá de desvelar la dignidad del hombre en una sociedad en trance de deshumanización.  Nuestro mensaje no ha sido nunca hierba que brota, cabizbaja y sucia, de la extenuada sequedad del suelo. Desde el principio ha sido semilla de voluntad, germen de vida, sal de la tierra. 

Y siempre deberemos luchar por llenar de plenitud dos espacios: el de la sublevación moral ante la violencia del discurso, de la matanza o de la exclusión y el de nuestro particular diálogo con la belleza, con la cultura, que nada tiene que ver con el oportunismo de una sociedad, que no por casualidad se enfanga en la cultura basura, desde que la postmodernidad decidió olvidarse de la diferencia entre la alta y baja cultura y acabó por  desconocer lo que era la cultura. 

El lugar desde el que  puede arrancar  la reconquista de lo que fue nuestro,  el espacio moral en el que deberíamos iniciar una larga y dolorosa tarea de reconstrucción no es el de una dogmática integrista, ni siquiera  el de la exigencia de una  fe personal. Para abandonar nuestra resignada desidia y ponernos en marcha tenemos que exigir  que todo el humanismo  vertebrado con la tradición católica  vuelva a ser esa referencia cultural   que nos define, que nos ofrece la edad de una cultura y la madurez de una civilización. Necesitamos aquel pulso que golpea las tinieblas de los versos de Celaya para desenmascarar tramposos enunciados  y demagógicas plegarias, para defendernos del asalto populista, denunciar las  estafas y engaños de la vida pública y sacar los colores  a nuestros policías del pensamiento que piensan , como escribía Larra, que  es   más fácil negar las cosas que enterarse de ellas.

C. A: Muchas gracias, por golpear con sus palabras las sombras.

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