ARTÍCULOS LITERATURA

EL ÚLTIMO LEONÉS

Los tres mosqueteros de la literatura leonesa para el escenario eléctrico y profundo de la democracia española han sido Julio Llamazares (Vegamián, 1955), Luis Mateo Díez (Villablino, 1942) y José María Merino (La Coruña, 1941, pero hijo adoptivo de León). Ellos convirtieron León en una procedencia que marcaba tendencia literaria en España desde mediados de los ochenta hasta bien entrados los noventa, cuando parecía que para ser un narrador solvente, con mundo singular y con atmósfera, tenías que haber nacido en León (o en Úbeda, si se trataba de Muñoz Molina). León era una marca de identidad, un sólido signo de prestigio. Sin embargo, no estaban solos, porque brillaba como una ínsula ibicenca y novísima el poeta y narrador Antonio Colinas (La Bañeza, 1946). Además, en León se habían quedado Antonio Pereira (Villafranca del Bierzo, 1923-2009), Juan Pedro Aparicio (León, 1941) y Antonio Gamoneda (Oviedo, Asturias, 1931, pero residente en León desde los tres años), como pastores de su soledad que se mantenía fresca y activa a pesar de los duros inviernos provinciales. Pero fueron los tres mosqueteros citados arriba los que llegaron a la corte de Madrid y la conquistaron, cuando hasta en los manuales de literatura de bachillerato se podía leer que el último escritor en conquistar León había sido Umbral. Pues no, fueron los leoneses: con el respaldo de la crítica, cuando todavía era un factor que podía orientar al público lector, en un tiempo que vivió no sólo el auge de la prensa y de los suplementos culturales, sino el de la necesidad de una nueva literatura que poder exportar a una Europa que pedía nuevos referentes en la España democrática. Claro que estaba Umbral, y Cela todavía dando coletazos formidables como Madera de boj; pero si España se estaba abriendo a la modernidad eran necesarios nuevos rostros. Y ahí estuvieron los tres mosqueteros leoneses, acompañados de Javier Marías y del ya citado Muñoz Molina, para mostrar al mundo una nueva literatura escrita a golpe de ordenador.

Todo esto, visto así, podría parecer una maniobra de marketing, pero no lo fue: porque los leoneses eran buenos. Muy buenos. Dos entraron en la Real Academia y otro, Llamazares, conquisto el público internacional con sus infinitas traducciones de La lluvia amarilla. Prolíficos, poetas en su origen la mayoría de ellos, cuentistas, narradores en medias y largas distancias, creadores de ecosistemas, mundos y universos, los leoneses brillaron y siguen brillando desde un territorio conquistado que aún gana horizonte a pulso de escritura. Eso, los narradores. Los poetas, Colinas y Gamoneda, son mármol de luz en nuestro Parnaso, que no puede explicarse sin sus nombres, con la distancia abismal, pero complementaria, entre sus dos poéticas. Todo esto podría desarrollarse y seguro que hay por ahí un buen número de tesis doctorales que aborda la coincidencia geográfica de tan significativos escritores. Por fijar un límite a su azar luminoso, para un relevo generacional, podría establecerse con el cambio de siglo: porque estos escritores tienen la educación y la temperatura emocional del siglo veinte, amaron y crecieron, leyeron, vieron cine, escribieron con él. Pero llegamos a otra edad, que ahora empieza a escribirse.

El último leonés ha sido Luis Artigue (Villalobar, 1974). Cachorro muy precoz, ha sido amamantado por los maestros leoneses: Gamoneda, Mateo, Merino. Como ellos, ha sido y es poeta y narrador: sus novelas oscilan entre el delirio mágico y el milagro de vivir, con esplendor verbal valleinclanesco y hallazgos restallantes a lo Ramón Gómez de la Serna. El viajero se ha ido, como es lógico (2002), La mujer de nadie (2007) o Las perlas del loco ventura (2008) lo han consagrado como un narrador fino y original, con un vértigo de lenguaje que encontró su cima en Club La Sorbona (Alianza, 2013), con la que ganó el Premio Miguel Delibes. Donde siempre es medianoche (Pez de Plata, 2018), su novela de humor neurótico, entre Woody Allen y Philip K. Dick, es un gran hallazgo que parte de la ciencia-ficción, se atraviesa el thriller y acaba siendo la novela española de la crisis. Como poeta, él se define como neo-novísimo: Gamoneda está en él en el tratamiento humano del dolor y la pérdida, la ilusión y el amor, pero también Colinas en su color metafórico, en su gusto culturalista para tocar la vida.  Tres, dos, uno… Jazz ganó el Premio Ojo Crítico de RNE en 2007, y Los lugares intactos (Pre-Textos, 2008) el Premio Arcipreste de Hita. La noche del eclipse tú (Visor, 2019, Premio Fray Luis de León 2010), escrito en la espera de la hija aún no llegada, es quizá su mejor libro, con músculo verbal y tensión frágil ante la hermosura de vivir, de nacer y morir. Después ha venido La ética del fragmento (Pre-Textos, 2017), que lo reafirma en su culturalismo libre, con las mujeres abiertas a su luz de milagro con su choque de cuerpos. Con el mundo infinito y fulgurante de Luis Artigue, narrativo y poético, el futuro se sigue escribiendo en leonés.

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