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JEAN VANIER, LA TERNURA DE UN MARINO DE GUERRA

El pasado mayo entró “definitivamente en la luz”, como solía decir a propósito del morir, un hombretón de ojos sonrientes que ha venido prestando su estatura en apoyo de la debilidad de millares de personas acogidas en las comunidades de El Arca. Jean Vanier, hijo de un Gobernador general del Canadá, nació en Ginebra en 1928 y se afincó en Francia donde inició su proyecto en  1964 en Trosly-Breuil, una localidad cercana a París. El mismo ha hablado en varias ocasiones de su “conversión” en contacto con personas afectadas por una discapacidad intelectual. El encuentro con los discapacitados le hizo variar el rumbo, de manera que la ternura y el reconocimiento de la debilidad se sobrepusieron en su carrera a la eficacia y la  precisión de objetivos, valores que contaban sin duda para un oficial de marina.

Encuentro con la discapacidad 

En su andadura, a un tiempo de búsqueda bajo el consejo de otro hombre atento a los últimos, el dominico Thomas Philippe, y tras un espacio de formación filosófica y teológica, le suceden decenios de  viajes, encuentros y publicaciones que han dado como resultado una red de comunidades  -las de El Arca y las de Fe y Luz (creadas junto con  Marie Hélene Mathieu)- que se sigue extendiendo por el mundo. 

Se trata de verdaderos hogares situados en enclaves modestos, en los que se comparte el trabajo, la  mesa, la fiesta y la celebración. Porque  la vida compartida muestra ser el modo mejor de crecer en humanidad. Lo es  para discapacitados, familiares y  voluntarios que suman su  empeño y su preparación en más de un millar de comunidades que viven la alianza, simbolizada por el logo del Arca en casi más de medio centenar de países. 

Reconocido con numerosos premios (Pablo VI, Templeton, Legión de Honor) y leído por un sinnúmero de personas, Jean Vanier  ha sido considerado un apóstol de la ternura. Esa ha sido su forma de amar lo débil y ha caracterizado la bondad de su trato. Una manera de acoger y respetar a los débiles  que le fue devuelta por unas cuantos manos temblorosas que colocaron otras tantas lucecitas sobre su féretro. Las pequeñas candelas hablaban de las muchas luces que Jean había descubierto y ayudado a descubrir detrás de las minusvalías y la fragilidad.

Aunque hubo de retirarse últimamente por una grave dolencia que se sumó a la edad avanzada, Jean Vanier ha seguido hablando casi hasta el final desde su experiencia. Con verdadero asombro por lo que los olvidados de la sociedad le han dado y pueden seguir dando. Con insistentes subrayados en la importancia de la relación y la gracia del encuentro entre personas diferentes. Relación y encuentro constituyen así el secreto de una vida volcada en hacer emerger otras vidas: las de  aquellos – muchos- que padecen las marcas y el estigma de la discapacidad intelectual.

“Lo que me han enseñado”

Al  celebrar los 50 años de la fundación de los hogares, recordaba así los comienzos: “Llegué el pueblecito francés de Trosly-Breuil en 1964. Allí me encontré con dos hombres a quienes habían herido mental y psicológicamente en su juventud. Fue allí donde me sentí llamado  a abrir una pequeña casa para ellos… y así  fue como empezó la aventura de El Arca. Viviendo con Raphaël, Philippe y otras muchas personas que se  convirtieron en mis hermanos y hermanas empecé a entender un poco mejor el mensaje de Jesús y su particular amor a los pobres de espíritu, y a los empobrecidos y débiles de nuestra sociedad. Aprendí mucho de ellos y siento que es mucho lo que les debo, porque me mostraron lo que significa vivir con sencillez, amar con ternura, decir la verdad, perdonar, acoger con los brazos abiertos, ser humildes en la debilidad, mantener la confianza … y aceptar las discapacidades y las dificultades con amor. Y de una manera misteriosa, en su amor,  me revelaron a Jesús”.  Y añadía: “Ellos me enseñan. Las personas con discapacidades han sacado el niño que llevo dentro. Nos han enseñado a todos en El Arca cómo descansar en el amor y cuidado mutuo, cómo celebrar la vida y también la muerte, hablar sobre la muerte, acompañar a los moribundos. La muerte es una parte de la vida; no es algo que deba aterrarnos. Es el paso final hacia una nueva vida. Quizá el secreto de mi vida consista en vivir cada día con personas con discapacidades intelectuales. Ellas son mi fuerza, mi fuente. Esta vida en comunidad es una fuente de mi palabra (retiros, conferencias). Pero está también el silencio de vivir en comunión con Jesús”.

La comunidad, lugar de perdón y fiesta 

Más retazos de su biografía y unos cuantos pensamientos en los que vale la pena detenerse se pueden entresacar de sus escritos y charlas, pues Jean Vanier fue siempre accesible y cordial. Bastantes páginas, ahora ya traducidas y divulgadas a lo ancho del mundo, documentan su búsqueda y los aprendizajes que confiesa haber hecho en el singular periplo por ese otro mar, poco conocido, de la discapacidad mental. Su dedicación a los de “capacidades especiales”, como él sostenía, le llevó desde Europa al Canadá de sus orígenes familiares, y hasta oriente  pasando por África.

“En El Arca -ha dejado escrito-  la misión esencial de los asistentes no es hacer cosas para las personas con discapacidades, sino más bien hacerse amigos, hermanas y hermanos suyos. Estamos unidos en una alianza de amor; somos miembros de la misma familia. Esto no excluye, claro está, que hagamos cosas para ellos ni que sepamos dialogar verbalmente con quienes son capaces de recibir y apreciar semejante comunicación. Lo que quiere decir es que lo específico… es la alianza de amor que nos une a todos” (Escritos Esenciales).

Esa voluntad del fundador, que se consideraba tan solo “uno de los primeros llegados”, se sigue reflejando en los ya numerosos hogares y programas  que funcionan de acuerdo con el “modelo comunitario” por él ensayado y, por supuesto, lejos de un interés comercial. El Arca  mantiene el principio básico de que las personas  con discapacidades y  quienes las asisten son capaces de compartir la vida y construir una comunidad como adultos responsables. Sostiene la convicción  de que todos tienen/tenemos la capacidad de crecer y madurar hasta la edad adulta, y de contribuir a la sociedad, independientemente de las limitaciones físicas o intelectuales, aunque se trate de límites que duren  toda  la vida. De ahí también que  la preocupación primera de sus integrantes siga siendo apoyar y promover el desarrollo de relaciones mutuas, intentar que las personas se “encuentren” y formen hogares estables. Que lleguen a ser comunidades en las que cada miembro merezca  toda consideración y entrelace  su alegría y su dolor con los de los otros.

Decíamos que Vanier ha hablado y escrito a partir de su propia experiencia. Los títulos de sus publicaciones expresan con sencillez una manera humanísima de mirar a los que estaríamos tentados de considerar sólo menos dotados. Y atestiguan una manera de descubrir a Dios gracias a ellos. Basta enunciar algunos: Grito del pobre, grito de Dios; Jesús vulnerable: La ternura; La fuente de las lágrimas: Un retiro de alianza… Y es significativo que hace ya varios decenios el nombre de Jean Vanier saltó a las editoriales españolas  (Narcea, PPC) con La comunidad,  lugar de perdón y fiesta, que sigue siendo la clave para acercarse a su empeño.

Se ha dicho en buena síntesis que este laico de estatura poderosa, que se había preparado para maniobras arriesgadas, ha sido “un gigante hecho pequeño”. El papa Francisco, que quiso conectar con él,  aunque no pudo oír su voz ya perdida, al saber de su muerte le dedicó este recuerdo: “Un hombre que supo leer la existencia cristiana en el misterio de la muerte, de la cruz, de la enfermedad, en el misterio de aquellos que son despreciados y descartados en el mundo. Trabajó no solo para los últimos, sino también para aquellos que antes de nacer podían ser condenados a muerte. Su vida se ha apagado así”.

El poder del amor

Jean Vanier, con la autoridad de quien así ha vivido, ha dejado anotaciones sobre la manera de entender el actuar por la justicia como inseparable del poder del  amor. Así en No temas amar: “No se nos llama en primera instancia a la actividad. Nuestra vida no consiste únicamente en transformar el mundo; si así fuera, quedaríamos atrapados en un círculo sin fin. Si queremos transformar el mundo tenemos que empezar por amar y por abrirnos a la experiencia del amor, de lo infinito; experiencia tan frágil que empieza por un suave susurro de paz […]  El amor asusta por el riesgo que implica. Incluye el respeto a la libertad del otro, sin que sea posible prever el rumbo que tomarán las cosas. Puedo ser fiel hasta la muerte, sin que el otro lo sea. Y también puedo no serlo, pues siento bien mi debilidad. Este es el riesgo del amor”. Y prosigue: El amor no es solo una experiencia que nos abre a lo infinito; es igualmente un vínculo, una atadura que nos fija al tiempo. Es el matrimonio del tiempo con la eternidad, y su belleza consiste, en última instancia, en la realidad de la fidelidad, del afecto mutuo y del compromiso permanente del uno para con el otro”.

Con esta advertencia realista: “Los que han sido heridos, muy pronto vuelven a levantar barreras y procuran más ser admirados que amados. Temen al amor, porque al amar nos hacemos forzosamente vulnerables. Podemos ser heridos si la persona amada no corresponde como desearíamos, o si nuestro deseo de unión no se realiza como quisiéramos. El que ama se ofrece él mismo, en cierto modo, sin barreras, en un impulso de amor; si este ofrecimiento es rechazado, el que ama sufre entonces más profundamente que nadie. Un niño abandonado por sus padres o un enamorado al que dejó su amada, son personas con heridas tan profundas que quizás no cicatricen nunca”.

La comunidad

El tema dominante en su preocupación y que aparece en muchas de sus reflexiones es el de la comunidad: “El sacramento de la comunidad”, como reza un documental que recoge la aventura de la compasión que ha sido su vida. Muy pronto le dedicó uno de sus libros más conocidos, que se puede leer como un programa que trasciende a las numerosas comunidades de El Arca: ”Me llama la atención el número de personas que viven solas y que, abrumadas por la soledad, se hunden en la depresión o en el alcoholismo, porque es evidente que la soledad puede trastornar. Cada vez hay más personas desequilibradas porque su vida familiar ha sido triste, como los drogadictos, delincuentes y todas las personas que buscan una familia y un sentido a la vida. En los años venideros tendrán que nacer pequeñas comunidades de acogida, en donde estas personas solas puedan encontrar una familia y lleguen a sentir que pertenecen a algo o alguien. Antiguamente, los cristianos que querían seguir a Jesús abrían hospitales y escuelas; hoy, que hay cada vez más enfermeras y maestros, será necesario que los cristianos se comprometan con estas nuevas comunidades de acogida para vivir con quien no tiene familia y necesita que alguien le demuestre que le quiere, que puede crecer en libertad y que, a su vez, puede amar y dar la vida por los demás” (Comunidad, lugar de perdón y fiesta). 

Si nos hemos alargado en  citas que recogen el propio decir del autor ha sido por entender que es un modo de reconocerle como alguien que ha avistado la profundidad adónde hay que ir a buscar si queremos encontrar lo más humano de lo humano. Como sucede con otros hombres y mujeres que han honrado nuestro tiempo, su advertencia  no puede ser más oportuna  en momentos en que la  eficacia, el éxito y la competitividad pueden hacernos olvidar que una sociedad se califica – y se salva- por su respeto de lo débil. 

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