ARTÍCULOS ENTREVISTAS

“COCINAR HA SIDO LA TERAPIA EN LOS MOMENTOS MÁS AMARGOS DE MI VIDA”

Irene Gutiérrez Huamaní entra cada vez menos en la cocina. Chef y propietaria del Sumaq, un restaurante peruano, entre los mejores de Palma, y así lo atestigua el prestigioso chef Martín Berasategui, volvió a ser sacudida por la vida. En mayo de 2018 le diagnosticaron una esclerosis sistémica, enfermedad autoinmune crónica y muy dolorosa.

El calor es terrible para ella. Generosa como pocas, hoy prepara para la revista Crítica un solomillo de ternera flambeado, el típico lomo salteado de su país, no sin antes ofrecer un ceviche, su especialidad: a este le ha llamado ceviche chifa. En mesa parece un ojo lleno de vida. Como la de Irene, una superviviente cosida a heridas que, gracias a su voluntad y a su firme convicción, ha conseguido hacer realidad su sueño: “Ser cocinera”.

Hoy comparte historias de su vida, con años amargos y treguas. “Cocinar me ha curado, ha sido la terapia en los momentos más amargos de vida. Me lo ha dado todo”.

Cuenta Irene Gutiérrez que nacíó “al sur de Cuzco, en Chumbivilcas, Santo Tomás. Éramos tan pobres que mi madre, viuda, con cuatro hijas, me entregó a un matrimonio a cambio de que liberasen a su padre, mi abuelo, preso en aquel Perú corrupto y de violaciones a los derechos humanos constantes. Mis padres, así me hacían llamarles, un policía y su mujer, maestra, me educaron a golpe de palizas hasta que a los 14 años que logré escaparme, ¡lo mejor que hice!”.

Irene ha escrito Danza de ángeles, su “testamento”, en el que cuenta el camino de Perú a Mallorca, en un vía crucis por momentos insoportable, pero a la vez “salvada” por una serie de personas que ella llama “mis ángeles” y que han ido apareciendo en su vida. Entre ellos, Nadal y Marisol, un matrimonio de mallorquines que la conocieron en la sandwichería que Irene montó en Cuzco, uno de sus primeros negocios de cocina.

“Nadal y Marisol entraron en el restaurante con cuatro niños de la calle y me pidieron que les diera de comer. Al ver a aquellos críos famélicos me vi retratada. Aquel matrimonio me contó que estaban hospedados en un hotel muy bueno pero que estaban decepcionados de la comida de mi país. Me picó en mi orgullo de peruana y les preparé una sopa criolla. Al acabarla, me dijeron ‘tú tienes que venir a Mallorca’, un lugar del que no había oído hablar jamás. Pensé que bromeaban. Ellos tenían un restaurante en ese sitio”.

Antes del giro, de cambiar de continente, de cultura, costumbres, Irene tuvo que esperar. Ella es una mujer forjada en paciencias. “Cuando me escapé de la cárcel que fue aquella casa de mis padres adoptivos, me prometí que iba a demostrar quién era Irene. Y lo he conseguido con mucho trabajo, esfuerzo y pasión”. En su camino se encontró con demonios, aquellos carceleros que la maltrataron hasta decir basta, pero también se tropezó con personas como los León Jiménez que intuyeron que aquella chiquilla de ojos azabache, resuelta y firme, guardaba un tesoro dentro.

“Laura me enseñó a cocinar y a ser cuidadosa en todo lo que hacía. A mí me gustaba la cocina, y desde pequeñita creía que se me daba bien con los pocos recursos que tuve; solo hasta que conocí a los León Jiménez no aprendí el refinamiento de la cocina, todos los detalles que conlleva. Tuve que ser humilde y aprenderlo todo de cero”, relata Irene en su libro, un obsequio que los clientes del Sumaq se encuentran a la puerta del restaurante.

“Cuando me diagnosticaron la enfermedad, quise morirme, me vine abajo. Así que pensé en escribir un libro testamento en el que poder dar las gracias a todos los que me habían ayudado, a mis ángeles, a los Nadal, a Roberto Pons, que fuimos pareja, seguimos siendo socios y, sobre todo, somos amigos”.

En su libro están algunas de las recetas que le han dado fama internacional. “Es mi legado, mis recetas que son mi alma, y esta no la puedes vender. Así que lo regalo. Me han escrito clientes desde Tailandia algo tan bonito como esto que te voy a decir: ‘La vida te ha hecho sufrir tanto que podrías haberte convertido en piedra; pero estás hecha de amor’. ¡Me emocioné tanto cuando lo leí! Eso es lo que quiero ser: mejor persona”, asegura la chef. Sorprende que comparta un deseo así con quien la escucha, la conoce y sabe que Irene es una buena persona. Sin más. Ella responde que la enfermedad me ha hecho mejor”.

En la cocina, a la que ahora entra poco, “porque la enfermedad me lo impide, el calor me provoca dolor en la piel; solo puedo preparar platos fríos”, hay jaleo esta noche. Francisco Rengifo, Elvis Rodríguez, Jean Carlos Loayza y Stalin Segura conforman el equipo de cocineros, enseñados por ella con increíble celo profesional. En sala, sirve y atiende a los clientes Eileen Menchini.

“Soy muy exigente, pero al fin me he liberado de aquella ansiedad que tuve antes de ponerme enferma. He encontrado el secreto de tener un buen equipo: ser un líder amoroso. Ahora comparto con ellos mis alimentos, mis bebidas, exijo, sí, pero con amor. A los que han pasado por Sumaq yo les veía tensos, preocupados, asustados. Ahora he comprendido que somos una familia, que nos necesitamos”. ¿Se ha liberado? “La enfermedad me ha enseñado a ser más tolerante, más flexible y a rendirme”.

Rendirse no parece ser una palabra que se ajuste a esta mujer que llegó a Mallorca en 2005 con una biografía detrás que podría novelar un Dickens contemporáneo porque los tiempos difíciles no han cesado para millones de personas en el mundo. “Recuerdo a mi padre, que murió cuando yo tenía dos años, y por la corta edad tardé en saber si lo que yo recordaba, me metí en su abrigo cuando él ya estaba muerto porque quería sentir su calor, era verdad o mentira, hasta que al reencontrarme con mis hermanas corroboraron mi recuerdo. Sueño mucho con él. Después, la separación de mi madre y de mis hermanas. Me costó años entender, perdonar, saber porqué me había abandonado. La historia de nuestra familia como la de tantas personas pobres en Perú es un mal sueño, pero yo soy una persona que miro hacia delante. Mi madre está viva, está bien, yo le ayudo y hablamos cada semana. Con mis hermanas también mantengo relación, claro que la distancia pesa. Mi madre es humilde, buena amorosa, con un carácter ¡como el mío!”, sonríe Irene.

Se la ve contenta preparando el ceviche chifa, una mezcla peruana y china, que sí puede preparar ella en esta nueva etapa de su vida. Los ceviches son su especialidad. Vienen de todo el mundo para saborearlos. En su opinión, la gastronomía peruana que cotiza al alza, “es por su pureza y exotismo; está llena de sorpresas, de olores, te hace sentir emociones que surgen de lo cítrico y van a lo picante. Son sabores intensos, viajeros, procedentes de Japón, China, el Atlántico, los Andes, el Amazonas”, describe.

La chef sigue al pie del cañón en Sumaq, aunque delega en su socio, Roberto. “Sin él, no habría llegado hasta aquí. Cuando me diagnosticaron la enfermedad, se mantuvo a mi lado en todo momento. Yo quise arrojar la toalla, pero él y otros de mis ángeles, me pidieron que siguiera luchando, que estaba viva, que no abandonara ese sueño que tanto me había costado. Decidí aceptar el tratamiento y luchar. Aquí estoy”.

Roberto la mira con una ternura infinita. Meticuloso, no pierde detalle en la sala, hay más de 30 personas esta noche, un lunes cualquiera. Sumaq no cierra ni un día al año. Trabajan en el restaurante 10 personas que se van turnando. Irene vive arriba. Da igual que pase malas noches, el dolor en la piel es insoportable en la vigilia “porque sube la temperatura de mi cuerpo; tengo que dormir con vendas frías que las voy cambiando. ¡Así cada noche!”. Lo comparte sin victimismo. Han sido tantos los golpes sufridos en su vida.

“Cocinar siempre me curó. Era una niña pobre, sin juguetes que hacía comida con el barro. Si con cinco añitos hice un guiso con pichón que me inventé, no recuerdo de dónde lo saqué”, ríe. “Ahora no puedo estar tanto tiempo en la cocina como yo quisiera, aunque sigo aquí, aprendo, observo, cuido aún más los detalles, delego, ¡qué importante es saber delegar, creo que estoy aprendiendo a hacerlo. ¡Es una cura de humildad!”, confiesa. Me gusta comer y por eso me atrae descubrir nuevos sabores. Yo creo que como pasé hambre, la comida me atrajo, pero para eso tenía que convertirme en profesional, estudiar mucho. ¡Y lo hice! Con la ayuda de esos ángeles que vuelan entre las páginas del libro.

Como los Nadal, que al llegar a Mallorca le ofrecieron trabajo y casa en un pueblo de Mallorca, donde Irene afianzó su instinto empresarial, el mismo que siendo una cría llevó a preparar con la fruta estropeada los llamados adoquines, helados o sorbetes peruanos, y a ganar un dinerillo para compartir con los hijos de aquellos padres postizos que la maltrataron durante años. “Siempre tuve una habilidad especial para los negocios”, comenta. Y es cierto porque ya en Mallorca, tras su trabajo con los Nadal decidió lanzarse a la aventura y abrió el primer Sumaq en 2013. En pocos años, el eco la llevó a inaugurar otro, más sofisticado. Su clientela era de bolsillos amplios. Codo con codo, Roberto Pons y ella lograron colmar sus ambiciones y abrieron un tercer restaurante hasta que el cuerpo de Irene le dio una terrible señal: la esclerodermia.

“Pensé que iba a morir, llevaba meses de estrés, sintiendo cosas raras, iba de clínica en clínica hasta que el doctor Pallarés me dio el diagnóstico. Me ingresaron de urgencia. Tenía afectado el pulmón en un 80%. Ahora estoy en tratamiento, muchísimo mejor, por fin entra en la Seguridad Social porque era carísimo, y eso que pude pagármelo. He seguido adelante. Me ayudaron mis ángeles. La cocina obra milagros, pero debo confesar que mi tsunami vital no la ha cambiado; me ha cambiado a mí”. Y subraya sus nuevos pilares: “Ternura, amor, flexibilidad”.

Son algo más de las 23 horas. Sonríe. Los clientes están satisfechos. Se levanta de la mesa aquel grupo grande que tenía preocupados a Roberto y a Irene, que, sin perder comba, pudo atendernos, incluso meterse en la cocina y preparar un plato para Crítica.

Todos se van dibujando una sonrisa. Parecida a la de Irene que está tramando escribir una novela que ayude a los demás: “¿Cómo debe actuar uno habiendo recibido lo peor?” Podría ser un buen inicio.

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