Estamos en el V centenario de la publicación de la Segunda Parte del Quijote y los 10 años transcurridos desde el correspondiente centenario de la Primera Parte no parecen haber generado ningún cambio en la difusión del libro cervantino en la cultura de masas. La RAE publicó, de forma masiva, la edición del Quijote de Francisco Rico en 2005. Fue una edición muy vendida, comentada, elogiada, regalada…, pero no tanto leída. Los mismos problemas de acceso a la lectura siguen sucediendo en la escuela y, en consecuencia en la construcción de nuestro imaginario cultural. Los más intelectuales o eruditos siguen clamando, pero el Quijote sigue igual, parece metido en un campo de fuerza invisible; aparentemente al alcance de todos, imposible de atrapar.
Claro está que esto es una imagen, no es (ni puede serlo) un afirmación absoluta. Todos los españoles, y gran parte de la población mundial con cultura media, sabemos que Don Quijote fue un individuo que se volvió loco leyendo libros de caballerías y terminó creyéndose uno de aquellos caballeros de sus libros. Que se buscó una armadura endeble, embaucó a un vecino gordo, un tanto simple aunque deseoso de ganancias, para que fuese su escudero, y se fue a recorrer la Mancha, creyendo sin duda que era uno de sus reinos fantásticos, para hacer justicia en esta tierra.
El episodio que todos conocemos es aquel en el que el caballero de pacotilla confunde unos cuantos molinos con gigantes, lo cual da más fe de su locura. Tal vez menos conocido es el incidente con un barbero al que le arrebata la bacía para colocársela de yelmo, pues supone que es el yelmo de un tal Mambrino. Tal vez no sepamos lo del tal Mambrino, pero sí que lo que Don Quijote lleva en la cabeza no es una celada de caballero. Eso está claro.
Sabemos también que don Alonso Quijano vivía con un ama y con una sobrina que hacían lo imposible por cuidar de aquel hombre embebido en sus libros que olvidaba comer y dormir. Cuando lo recuperaron después de escaparse, gracias al cura del pueblo y al barbero, que también velaban por él, contribuyeron con entusiasmo a quemar su biblioteca, para que la extraña enfermedad que transmitían esos libros, tuviera remedio por fin.
Pero la enfermedad no tuvo cura y don Alonso Quijano, ya sin el apoyo de sus libros, sostenido sólo por su propio idealismo volvió a salir de su aldea a “desfacer entuertos”. Y no es que las cosas le fueran bien. Normalmente fracasaba en sus empresas que se le volvían en contra, pero él seguía y seguía. Dudaba, fingía, pero no se le agotaba el sueño, hasta que regresó vencido para morir en su aldea, curado de su enfermedad.
Edición adaptada
Así en cuatro párrafos podemos resumir (lógicamente mal) una historia centenaria que tiene dos extensísimas partes, que se escribió con el intervalo de diez años y que hizo inmortal a su autor y al país donde vivió, donde ahora tratamos de encontrar y unir sus restos mezclados y esparcidos en tumbas comunes, disueltos con la esencia del pueblo. Diez años después de aquellos fastos literarios, ha llegado este centenario, dejando como mejor herencia una edición adaptada del Quijote, a cargo de Arturo Pérez Reverte y publicada, como la anterior, por la RAE. Y digo como mejor herencia, en el mejor sentido de la expresión. Creo que una edición del Quijote adaptada al español de hoy era de imperiosa necesidad.
Sé que muchos estudiosos, profesores, académicos, editores y libreros diversos no opinan como yo. Hace años, cuando acudí a una acreditada librería de Madrid, buscando una edición del Quijote que me permitiese explicar sobre el texto la intención de Cervantes y el profundo pensamiento de su obra, a dos estudiantes japonesas, esperaba que alguien se hubiese hecho cargo del problema y hubiera traducido, al menos en parte, el Quijote al castellano de nuestros días. A mi pregunta, el librero me respondió: “Claro que no; ¿para qué?”. Le conté mi problema y pareció comprender algo, pero siguió en sus trece. En realidad, mi demanda era demasiado “herética” hacia los cánones del libro y eso también forma parte del peso de la historia del Quijote.
La Ilustración declaró erudito al libro de Cervantes. Le otorgó todas aquellas cualidades con las que Cervantes ni siquiera soñó al escribirlo. Se pasaron por alto sus errores de redacción y sus flaquezas narrativas. El incuestionable mensaje moral barrió todo lo demás. Cervantes fue el príncipe de los Ingenios y había escrito la historia mejor y más elevada de las letras castellanas, para siempre jamás.
El Romanticismo vio en el libro la dualidad irreconciliable y la tragedia del idealista enfrentado al mundo. “La seriedad, asociada a la gravedad y la solemnidad, es el rasgo principal que la crítica romántica recoge como paradigma de la tragicidad en el Quijote”. (F.Tocco, 2010).
Interpretación jocosa
El siglo XX recuperó la interpretación jocosa como la más ajustada a la de los primeros lectores, pero no dejó de ahondarse en la interpretación simbólica. Hubo también lecturas esotéricas y disparatadas y muchos creadores formularon su propio acercamiento, desde Kafka y Jorge Luis Borges hasta Milan Kundera. Thomas Mann, por ejemplo, inventó en su Viaje con Don Quijote (1934) a un caballero sin ideales, hosco y un tanto siniestro alimentado por su propia celebridad, y Vladimir Nabokov, con lentes anacrónicos, pretendió poner los puntos sobre las íes en un célebre y polémico curso. Pero no podemos olvidar la visión unamuniana del Quijote, prendida todavía de la interpretación trágica.
Así pues, me propongo aventurar tres puertas de entrada al libro. No puedo decir si una lleva a la otra, o cual hay que franquear primero.
Leer el Quijote no deja de ser una aventura y eso conlleva correr riesgos…
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