CINE

EL ÚLTIMO LOBO

El director de esta película, el francés Jean-Jacques Annaud, tiene 71 años. Que alguien de esa edad haya puesto en pie, y llevado a término una producción de tal envergadura, revela una entrega y una pasión por el cine realmente asombrosas. Ya solo esto anima a pasar por alto ciertas debilidades que aquejan a la obra. Pero antes de señalar algunos aspectos críticos de la cinta del director de El oso, o de adaptaciones como El nombre de la rosa, es de justicia señalar lo mucho positivo que contiene.

El argumento es muy sencillo. Annaud nos lleva a las impresionantes estepas de Mongolia en plena revolución cultural china (1967). Un joven estudiante llamado Chen Zen (Shaofeng Feng) y su amigo Yagu Ke (Shawn Dou), viajan desde Pekín con el propósito de vivir dos años entre los mongoles nómadas enseñándoles chino, y quizá también -aunque no se dice expresamente-, las bondades de la revolución. Los dos amigos quedan subyugados por el gran pueblo de la estepa, hermosísima y hostil, a cuyo estilo de vida logran adaptarse como unos nómadas más. A todo ello se añade la fascinación por el animal más bello, inteligente y mítico que caza junto al hombre desde el Paleolítico: el lobo.

Chen Zen está deslumbrado por las misteriosas relaciones entre la manada de cánidos y los hombres, por el preciso y paciente conocimiento que estos últimos tienen de ellos desde la noche de los tiempos, especialmente el patriarca de la tribu, al que Chen Zen llama siempre padre (recuerda al Derzu de Kurosawa) y, cómo no, por todo lo que se dice de los depredadores sociales en la mitología de los mongoles. Chen Zen consigue un cachorro de lobo al que amaestra y estudia. Los problemas aumentan con el crecimiento del lobezno, sobre todo con los nuevos cambios políticos que transforman el milenario equilibrio ecológico de la zona y exigen el exterminio de los lobos.

Escenas sublimes

Annaud ha filmado lo sublime de la gran estepa de modo magistral. La ayuda de Jean-Marie Dreujou en la fotografía de la película ha hecho el resto. La infinitización de los paisajes revierte sobre la pequeñez de esos hombres sabios y valientes que cuidan de su rebaño de caballos. Los amaneceres y atardeceres, la intensidad de la luz y el gélido viento que, según las creencias mongolas, sopla por el intersticio de la tapa del cielo con la tierra, dado que no encajan del todo, hacen que el espectador haga una experiencia imposible en el teatro. Los encuadres y la composición de los planos están tan cuidados que logran transmitir toda la majestuosidad de un mundo al que, probablemente, nunca iremos. No hace mucho, me contaba mi buen amigo Ernesto Navarrete su estancia de 11 días viviendo con los mongoles en una yurta. Todo aparece tal y como este me relataba, hasta el río lleno de mosquitos enormes donde se lavaba, para risa de los niños de la familia que lo acogió. De modo que la fidelidad de Annaud en este punto es total.

Asimismo, merece una mención especial la secuencia de persecución de los lobos al rebaño de caballos en medio de la noche; con una técnica depurada durante siglos, llevan a los équidos hasta la laguna helada donde perecen en masa. La dificultad de esta secuencia épica está fuera de toda duda. La emoción que causa su desenlace, especialmente para uno de los personajes, es de las más intensas de la cinta. Los lobos se convierten desde el principio en unos personajes más de la dramaturgia: la hacen avanzar, al incidir en ella y condicionar algunas situaciones, nimbando la película con un halo de misterio, terrible y fascinante a la vez, que los hace presentes incluso cuando no aparecen. Solo por esto, ya merece la pena ir a ver esta película en un cine con pantalla grande. No aporta mucho la célebre versión en 3D. Aunque no molesta, le quita un poco de nitidez y, sin ella, llega de igual manera al espectador.

Vida nómada

Otro acierto es la presentación, en paralelo con los lobos, de la vida nómada de los mongoles. Su comunión con la naturaleza no está edulcorada, como lo muestran las escenas en que, para controlar el tamaño de la población de lobos, tienen que matar a algunas crías con un método brutal; aunque el director tiene el buen gusto de evocarlo, más que mostrarlo directamente. Y lo mismo pasa con las creencias de los mongoles: su constante dependencia del dios celeste Tengri (Tängri), que lo ha creado todo, ya que el cielo es una gran yurta sostenida por la estrella polar, que sujeta el mástil de oro que llega hasta la tierra, en el centro del mundo, cuya cremallera de apertura es la vía láctea.

Dónde se encuentran las debilidades aludidas al principio. En primer lugar, en un exceso de didactismo, por otra parte muy evidente, que lo presenta como un alegato ecologista sin la profundidad que el tema merecía. El capricho del protagonista por tener un lobo como mascota, indignará seguramente a todos los que aman a este soberbio animal que es un cazador social y, lo que es peor, focaliza demasiado la atención sobre lo que tendría que ser una excusa en la dramaturgia para desarrollar el tema principal de la progresiva extinción de la especie, como consecuencia de la nueva política de industrialización china, lo que aparece con trazos muy gruesos, casi de buenos y malos, impidiendo que el espectador empatice con el quejumbroso protagonista. En segundo lugar, la música de James Horner (Troya, Braveheart), muy hermosa, es omnipresente, como si la estepa no tuviera su soledad sonora: el viento, los pájaros…; y, lo que es peor, a veces quiere provocar la emoción de manera demasiado evidente, cuando debería hacerlo la intensidad de la dramaturgia.

Con todo, estos peros no quitan sus méritos a esta fiel adaptación del relato autobiográfico de Lü Jiamin titulado Wolf Totem.

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