Cervantes no se limitó a parodiar, sino a comparar sutilmente, a decir verdades disfrazadas de locuras, a hacer reír por no llorar… Si damos un paso más en la comprensión de ese humor quijotesco (o cervantino) empezaremos a percibir el trasfondo del libro, lo que late en sus páginas: el pensamiento de Erasmo. Cervantes vuelca en sus páginas la filosofía de vida que aprendió de López de Hoyos. De este tema se ha hablado mucho desde que Menéndez Pelayo nos ofreció su acertada afirmación de la deuda erasmista del Quijote.
Hay muchos extremos superados, pero parece clara la deuda que Cervantes contrae con el Elogio de la locura del pensador holandés. En este libro, el mundo se presenta como un escenario de la locura universal, y la locura como un elemento indispensable para hacer posible la vida humana.
En el pensamiento de Eras-mo, la cordura es a la locura lo que la razón es a la pasión y la pasión que ins-pira la locura humana es el motor y la fuente de la vida, el incontenible impulso vital que mueve el progreso del mundo. El hombre de pura razón, exento de pasiones, carente del menor sentimiento humano, es una estatua de piedra incapaz de amor y compasión. La locura encierra en sí todo cuanto es vitalidad y energía de la vida, pues el cuerdo, por vergüenza o por miedo, no emprende nada en circunstancias en que los locos animosamente se ponen a obrar.
Pero también, a todo lo largo de la obra, mantiene Eras-mo una actitud ambigua de ironía escéptica y de exaltado idealismo que surge de la indescifrable antinomia entre la razón y la locura. Aun cuando Erasmo señala la doble faz de la locura de los hombres, oscilante en el límite preciso de lo sublime y lo ridículo, lo cierto es que cifra en la locura los más altos ideales de la vida humana.
Cervantes, extrajo sin duda de sus páginas una idéntica sensación de melancolía y desengaño, una misma conciencia de la ridícula vanidad de las locuras humanas. A ello se añadió su propia experiencia vital, su edad (la misma que la de su personaje), su frustrada experiencia de soldado, su cautiverio en Argel, el fracaso de sus pretensiones de desempeñar un cargo en las Indias, su odiado menester de comisario de víveres para la Armada, todo ello le proporcionó causa suficiente para perder la fe en las ilusiones de su juventud y dejar paso al desengaño.
Así pues, en la genial concepción del Quijote, cuya intención aparente y manifiesta es la ridiculización de la locura caballeresca de su héroe, Cervantes inyecta la imprecisa dualidad de lo sublime y lo ridículo que Eras-mo había señalado como característica esencial de la locura. Y relegando a un plano secundario su propósito inicial de trazar una invectiva contra los libros de caballerías, ejemplifica su amarga conciencia de fracaso idealizando la sublime locura de su héroe. Por ello, el idealismo, la noble ele-vación moral, el generoso impulso de abnegación y de heroísmo que encarna la figura de don Quijote, cons-tituye la misma entraña de su locura y el fundamento de su ilusión y desengaño.
Y Cervantes, adaptando el pensamiento erasmista a la grandeza de su genio, logra transmitir esa ambigüedad con un recurso fundamental en el Quijote: la ironía, la misma ironía erasmiana. Don Quijote se mueve siempre en el mundo real, pero su locura le hace soñar despierto y despeñarse en el abismo del fracaso. La locura de Don Quijote consiste en la alucinación de la fantasía y el engaño a que le induce su ilu-sión caballeresca, y la ironía de Cervantes no se basa en la ridiculización de su héroe, sino en la burla del engaño a que le lleva su locura.
Cervantes se mueve siempre en la frontera de la ironía sin caer nunca en la mordacidad, ni mucho menos en la crueldad con su caballero. Los choques con la realidad pue-den dejarlo magullado, humi-llarlo, vencerlo incluso, pero su espíritu permanece intacto.
Es esa doble cara de don Quijote (y de la novela), la que la convierte en paradójica. Por una parte, la mirada irónica hacia ese heroísmo loco del hidalgo manchego; por otra la benevolencia, la comprensión lúcida con la que se acoge su locura; finalmente, la firmeza y la bondad del caballero, cuyo ánimo no desfallece nunca y cuyo espíritu se muestra generoso y servicial. Más aún, la concepción cervantina del Quijote, preñada de pesimismo y de un entusiasmo indomable, ridiculiza el ensueño y la ilusión caballeresca porque ésta resulta anacrónica en un mundo corrompido por la maldad y el engaño, pero su verdadero encono se proyecta contra la abyecta vileza de este mundo real.
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