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Hacia la regeneración de la democracia: ‘sentirse’ en lo público

El diagnóstico es compartido por muchos: nuestra democracia tiene importantes carencias que deben preocuparnos. La consecuencia es clara: se impone un firme trabajo cívico para activar su regeneración.

Se resaltan en especial dos males, con interconexiones nada irrelevantes: el imperio del mercado globalizado –financiero en especial, ¡en el que se gestó la gran crisis!- al cual se nos reclama que nos sometamos como si estuviera regido por leyes naturales y no fuera creación humana transformable, que nos roba espacios fundamentales para la práctica de la democracia en los que decide por nosotros; y la corrupción en un amplio sector de responsables públicos en connivencia con agentes clave de la sociedad civil (empresariado, sindicalismo…), con alcances que van más allá de los delitos personales, pues están dañando las estructuras democráticas mismas y fragilizando la confianza de los ciudadanos en ellas. Esos dos males victimadores provocan un tercer mal, sufrido: el de la pobreza y el aumento fortísimo de la desigualdad, el de las víctimas que quedan desamparadas en esta democracia así fragilizada, viendo dificultadas sus posibilidades de participación.

Estas afirmaciones, dichas sin más, pueden parecer demagógicas –caerían en una de las perversiones de lo democrático-, pero tenemos ya al alcance de todos estudios empíricos y análisis rigurosos que las avalan. Aquí me remito a ellos. Porque quiero centrarme en lo que tenemos que hacer para regenerar la democracia. Evidentemente, esta es una tarea para la que se precisan iniciativas múltiples que se potencien y ajusten entre ellas. Aquí voy a abordar solo una: la de la activación de los sentimientos cívicos. Remite a vivencias subjetivas, con su fragilidad. Y es por supuesto insuficiente, no debiendo olvidarse, por ejemplo, las imprescindibles iniciativas de transformaciones estructurales. Pero la considero central por su potente transversalidad: en toda crítica de degenera-ción, en todo diseño y realización de cualquier iniciativa de regeneración, hay potentes sentimientos, con su fuerza motivadora y sus riesgos.

Voy a presentar estos sentimientos nucleados en torno a un tronco común: lo público. De modo tal que todos ellos expresen un sentimiento global que los unifica: el de sentir, como ciudadanos, lo público y sentirnos en lo público, asentados en ello, percibiéndolo como algo propio, no solo no privativo sino definido por la cohesión de todos en torno al bien común de los derechos humanos indivisibles e interdependientes. No somos usuarios de lo público visto como algo externo a nosotros; lo constituimos y configuramos el alma de sus estructuras.

Hay una razón importante para esta focalización. Si nos fijamos bien, los dos grandes males citados suponen privatización indebida de lo público: los mercados, en la práctica, hacen privados los espacios que invaden, al someterlos al interés privado y al robar participación pública; y la corrupción, con su impacto institucional, consiste precisamente en que al hacer que rija el interés privado donde debería regir constitutivamente el interés público, este quede gravemente dañado. Por otro lado, el mal sufrido, la desigualdad, consiste en sacar al ciudadano de lo público que le ampara facilitándole la participación (educación, sanidad, vivienda, trabajo, prestaciones sociales) y en echarle en lo privado del desamparo (defiéndete como puedas, con las solidaridades particulares que consigas). Se percibe así con claridad que regenerar la democracia supone, decisivamente, regenerar el ámbito público. Y es aquí donde se sitúa el protagonismo de los sentimientos.

Tenemos la ventaja de que estos aparecen provocados precisamente por la propia crisis económico-política. Recordemos que el momento inicial de todo sentimiento es pasivo, implica ser afectados por un estímulo: aquí, el impacto de la crisis, la localización de responsables de ella en instituciones y en sujetos individuales. Ha hecho emerger la indignación, que se ha desarrollado en su segundo momento, el activo en el que se expresa plenamente, en la protesta. Pues bien, esta indignación puede ser y está siendo un firme sentimiento cívico que ayuda a la regeneración democrática: ha repolitizado en el mejor sentido de la palabra a amplios sectores de la población, especialmente juveniles, está alentando la necesaria denuncia, reclamando justicia penal para los corruptos y transformaciones estructurales de distribución de bienes, etc.

Como todo sentimiento, tiene sus riesgos. Regenerará la democracia si es sentimiento moral. Para que así suceda hay que tener presente que se trata de un sentimiento que orienta hacia quien lo provoca –no hacia sí mismo-. La ética le reclama, para empezar, veracidad y respeto básico a la dignidad de la persona corrupta o explotadora, que no solo no inhibe en nada la fuerza de la denuncia de su conducta, sino que le da toda su solidez. Además, le demanda que la modalidad de mirada hacia el otro se dirija también hacia uno mismo, para que no haya hipocresía: hay que ser contundentes en la denuncia de la corrupción de los responsables públicos y de responsables de instituciones no públicas con impacto público; pero hay que encontrar en ello ocasión para afinar también la evaluación de nuestras conductas, a fin de no caer en corruptelas (en los deberes fiscales, en el uso de los servicios sanitarios y las prestaciones sociales y en general de los bienes públicos), por pequeñas que puedan parecernos, pues nos sitúan en el mal que criticamos. ¿Y cuál puede ser la gran fuerza motivadora para ello? El sentir lo público sintiéndonos en lo público, sintiendo que cuando lo dañamos, dañamos lo nuestro-de todos.

Lo que tienen los sentimientos cultivados con intención moral es que se afinan y potencian entre ellos. En concreto la indignación tiene que estar ineludiblemente acompañada de la compasión, en su sentido más noble, hacia las víctimas de las conductas que nos indignan, incluyéndonos en el colectivo de ellas en la medida en que así suceda. Este sentimiento también se orienta hacia el otro, pero aquí el impacto nos viene de su sufrimiento, y no nos encauza en su momento activo a rechazarlo sino a acogerlo con nuestra solidaridad afectivamente sentida, que, para que sea moral, deberá estar asentada en el respeto a su persona y expresarse, en todo lo que se pueda, en iniciativas compartidas. También este sentimiento se está dando en los momentos actuales, aunque no se le nombre así por los recelos que provoca el término. Será un potente agente de regeneración democrática en la medida en que persiga reintegrar efectiva y eficazmente en lo público al expulsado de ello, viendo en esto –y no en la mera ayuda particular que como emergencia puede imponerse- la meta más propia de su solidaridad.

Si bien los estímulos citados (la corrupción y explotación por un lado, el sufrimiento por otro) están ahí para todos, no a todos impactan, porque podemos amurallarnos frente a ellos. Es lo que sucede cuando cultivamos un tercer sentimiento, el de la indiferencia ante el dolor y la injusticia. Es en sí atípico, al consistir en un no sentir ante alguien que cabría esperar que nos provocara un sentir. Supone desafección emocional: con mi indife-rencia desactivo la posibilidad de que me influencie, lo anulo como agente que podría interactuar conmigo. Esta indiferencia es inmoral cuando implica que no me afecte lo que debería afectarme, cuando es insensibilidad ante lo que no tendría que dejarme insensible: decisivamente, la víctima de la degeneración democrática. Se bloquean así la indignación y la compasión cívicas. Lo que se da, en cambio, es un autocentramiento desmesurado en un mismo (o en el grupo de pertenencia más cercano, como la familia), que supone percepción puramente estratégica de lo público como algo a lo que acudimos cuando nos sirve para lo privado propio, resultándonos oneroso cuando así no sucede –no es algo nuestro-.

Lo que se da ahora, pues, es la polarización en sentir lo privado a costa de inhibir el sentir lo público y sentirse en lo público, en vez de tratar de armonizar ambos espacios, purificándolos así de sus derivas indebidas. No debe extrañarnos por eso que esa indiferencia afiance la degeneración democrática, sea un no hacer que acarrea esta consecuencia. Regenerar la democracia pide, por eso, trabajar contra ella, despertar a la responsabilidad de las omisiones, ayudar a que se transforme la mirada, para que sea capaz de dirigirse a la víctima empáticamente y abrirse a su impacto transformador. Cuando esto sucede, es la víctima la que nos ayuda a introducirnos en ese sentirnos en lo público que nos plenifica a todos solidariamente. La concienciación cívica, a través de sus diversas vías (movimiento ciudadano, medios de comunicación, educación, etc.), incluyente de la iniciativa de las propias víctimas, tiene aquí un papel fundamental.

Un cuarto sentimiento que conviene tener muy presente es el de la lealtad. Vivenciado en el ámbito público tiene que ver con la identidad y pertenencia colectivas (nacionales, de partidos políticos, etc.). Si, por definición, excluye la indiferencia, el peligro que anida en él es el de la parcialidad, que puede desarrollarse en incentivación de la marginación, alentada por otros sentimientos como el del desprecio. Los partidos políticos se sitúan por definición en lo público con una especificidad delicada: son partido, parte, no totalidad, pero una parte que tiene como horizonte el todo, el bien común, una parte o propuesta concreta de concebirlo y realizarlo, que somete a deliberación y decisión de la ciudadanía. Si el partido olvida esto se corrompe en su propia cons-titución. El ciudadano puede expresar lealtad a los partidos, identificación con ellos, pero tiene que ser lealtad condicionada a su orientación a ese bien común. Y la prueba de ello tiene que verla en las víctimas: sus propuestas y políticas, ¿las amparan o, al contrario, las crean? Esta pregunta es la que tiene que guiar su crítica, comenzando por la crítica al partido al que pertenece o con el que empatiza. Tiene así que forzarle a situarse realmente en lo público; forzarle a que sea agente de regeneración democrática y no causa de su degeneración.

La lealtad tiene que ver también con la identidad y pertenencia nacional: ser leal a mi país, a sus intereses colectivos. También esta es una lealtad que debe someterse a crítica. Si remite a lo público particularizado, lo público para los ciudadanos de mi país pero no para los extranjeros, a los que someto a lo privado del desamparo, se hace inmoral. Es lo que nos está pasando –en partidos y en ciudadanos- cuando consideramos que hay que salvar de la crisis primero a los nacionales, dejando en segundo plano a los inmigrantes, percibidos además instrumentalmente en vistas a nuestro provecho. Es otra forma muy dañina de degeneración democrática. Ante ella se impone de nuevo una tarea de concienciación moral que es concienciación sentimental: llegar a sentir que en el todos de lo público se incluyen sin discriminación los inmigrantes –con sus derechos y correspondientes deberes, como todos-, se incluyen también nuestros deberes de solidaridad internacional. Y para ello, una vez más, la referencia más relevante es la de dejarse impactar por quienes son marginados, explotados, instrumentalizados; y realizar luego una labor cívica de regeneración compartida por inmigrantes y no inmigrantes.

Cabría analizar más sentimientos, pero espero que los propuestos muestren la validez y fecundidad del enfoque. Acabo por eso recordando que los sentimientos son muy importantes porque revelan lo que es relevante de verdad para nosotros y cómo lo es; porque tienen una gran capacidad de motivación y de creación de relaciones; y porque, dándose siempre, tienen ambigüedades morales que hay que trabajar para que sean realmente cívicos, al servicio del interés público, de la regeneración democrática.

Por Xabier Etxeberría

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