Ante la actual invocación del regeneracionismo democrático, me viene a la memoria la exhortación de J. Costa sobre la amenaza de estabilidad de España a fines del XIX: “Hombres, hombres, no papel mascado es lo que necesitan los pueblos en disolución. El papel mascado, las leyes parlamentarias largamente deliberadas, raramente cumplidas. Los hombres, personas de carne y hueso con pulso y fibra, con dignidad emergente capa-ces de una restauración política largamente deseada” (Siete criterios de Gobierno).
Poco más de un siglo después nos hacemos reflexiones semejantes. Entonces se habla-ba de regeneración, pero ¿qué hay que regenerar? Podríamos hacer un elenco de patologías democráticas y comportamientos que producen indignación y claman por una regeneración. También aquellos que la historia nos muestra cómo siendo pretendidamente democráticos y aún sabiendo revestirse del aplauso popular y de los acuerdos de las democracias formales degeneraron en totalitarismos que han sembrado el odio y la destrucción. Pero dada la extensión de este artículo hablaremos aquí no de refundar ni regenerar la democracia, sino de iluminar o descubrir un talante de gobierno democrático. Nos centraremos en algunos criterios con los que sustentar, de modos diversos, ese talante de gobierno que contribuiría de manera decisiva a abrir una nueva etapa en nuestra democracia.
1. Primer criterio: el paradigma de la dignidad. Aristóteles ya había señalado que las normas fundamentales de la pólis deben reflejar los principios esenciales del comportamiento de los ciudadanos que se consideran libres, aunque esa libertad fuera en aquella sociedad, la de algunos pocos, como lo fue también en el caso de Roma. Estamos lejos ahora del modelo de Grecia o de Roma cuando hablamos de democracias, pero deberíamos recordar un estilo de gobierno que recogía la posibilidad de discusión acerca de los elementos esenciales que se consideraban deseables o rechazables en el funcionamiento de las instituciones públicas y privadas. Esta sensibilidad la vemos expresada, entre otros, en el cónsul Cicerón tiempo después de las constituciones atenienses, quien se lamentaba que, en la República, el pueblo (populus) quedaba en manos de las redes clientelares y de los próceres corruptos quienes compraban y vendían los votos prevaliéndose de su autoridad sobre el pueblo y plebe (plebs).
Lo que se denunciaba entonces no era la perversión del procedimiento democrático, sino el abandono de las pautas de conducta que lo sustentaban (valores, diríamos hoy), que se identificaban con la virtud de gobierno de sus predecesores. Qué hacer se pensaba: recuperar la virtus, se respondía. La autoalabada civilidad de Roma, el retorno a los orígenes (Catón), a los principios deliberativos fundacionales, el honor, el respeto, lo decoroso, el brillo del estatus civitatis que implicaba el sentido del deber público.
En nuestra edad moderna y contemporánea ya se hicieron varias revoluciones con distinto signo y resultado mirándose en aquel espejo y en otras fuentes de inspiración ética o religiosa. Las primeras tentativas en las colonias británicas en 1787, en Francia en 1789 y también en España en Cádiz, en 1812, presentían la dignidad humana, de modo que ésta resulta ser el fundamento de la paz social y la piedra angular sobre el que el discurso democrático y la fundación del Estado se asienta. Con más ambición humanista aún, la Constitución de Cádiz recuerda que la finalidad de los gobiernos no es otra que procurar la felicidad de los hombres que componen la Nación.
Del mismo modo, la Carta Atlántica y la fundación de las Naciones Unidas insisten en la misma línea de evolución: Con la dignidad de todos hay que contar; nosotros agregamos: con la dignidad de los recordados y de los olvidados de la Historia (Ernst Bloch), no sólo de los que pueden comprarla o financiarla.
El procedimiento democrático no persigue procurar la dignidad humana, puesto que se fundamenta en ella. Que tenga que serle puesta en primer plano y se proponga tantas veces como una finalidad de su desarrollo ya es una anuncio de su perversión. Y la cuestión entonces se focaliza no en un problema de búsqueda de los fines de la democracia, sino en la búsqueda del fundamento perdido o, al menos, de un fundamento que se ha hecho huidizo. De este modo, el primer escalón del descubrimiento democrático resulta ser que el procedimiento democrático debe ser asentado sobre la piedra angular de la dignidad humana. De ahí emana la posibilidad de su reformulación. Podemos decir, entonces que cualquier regulación normativa o social que empuja un procedimiento democrático hacia resultados que contradicen su fundamento, la dignidad humana, es una solución sencillamente co-rrompida.
2. Segundo criterio: el paradigma del paralelismo. Se trata de un planteamiento ideal porque nunca ha tenido realidad salvo en las ficciones de las democracias pequeñas y de alcance no significativo, y podríamos formularlo como “el paralelismo o la perfecta ecuación entre el gobernado y el gobernante”. Este paralelismo entre gobernado y gobernante no puede recaer sobre cualquier cosa y hemos de hacer prevalecer lo fundamental frente a lo accesorio, teniendo en cuenta que de la dignidad humana dimanan exigencias de comportamiento que un proceso democrático no debe soslayar.
Este paradigma se traduce en el aprecio por los derechos fundamentales y en el reconocimiento de las libertades para gobernarse por sí o a través de los representantes, siempre y cuando se cumpla una condición: que el gobernado se encuentre reflejado en la decisión del gobernante y que pueda revocar el poder concedido para ser gobernado y obedecerle.
3. Tercer criterio: el paradigma de la tutela democrática. La democracia precisa de custodios que cuiden de su salud diaria. La vigilancia encuentra su explicación en causas más complejas que los sucesos políticos del momento en el que nos movemos. Y la explicación conduce a un mysterium “Del corazón del hombre… dimanan todas las perversidades” (Mc, 21, 7). Por consiguiente la amenaza de la perversión democrática está siempre, en potencia, en los actos de los elegidos, como sabemos por la historia y lo vemos en el presente. También, felizmente, del fuero interno surge el contrapeso adecuado a la perversidad: el impulso por la virtud política. La misma que proclamaron todos los hombres ilustres de Grecia y Roma, hasta Rousseau y tantos otros.
Otra vez debemos recordar a Rousseau y a Hegel: moral y política no deben separar-se, la esencia del Estado es la vida moral. No es posible destilar la virtud desde los manuales de la acción política o desde los protocolos de gobierno, pero sí proponerla como pauta de comportamiento democrático esencial. Debemos crear como tarea colectiva un modo de hacer política que pueda ser predicado, comprendido e imitado. La virtud democrática atiende a diversos frentes: el respeto del ciudadano, el respeto de la opinión, el diálogo y la confrontación política sin demonizaciones del otro, la atención a los pactos, antes que en beneficio de los partidos, en atención al bien general, a la salud del pueblo.
Sócrates advertía también de la importancia de los educadores en el funcionamiento de la ciudad y especialmente en la influencia de la juventud. El procedimiento democrático no puede ser referencia o garantía para un gobierno seguro si cada 18 años son llamadas al voto masas de jóvenes que no han tenido en ocasiones oportunidad de formar criterio, por falta de pedagogos, por falta de persuasiones solventes o autorizadas.
Así pues ¿Qui custodiat custodiis? Hoy sabemos que todos los poderes públicos emanan del mismo cuerpo social y que lo que explica su deficiente funcionamiento o su corrupción no es sólo un problema de combinación del poder (Estado judicial, Estado ejecutivo, Estado parlamentario), sino que hay una raíz que es siempre la misma: la tendencia individual o asociativa a la apropiación de los bienes generales que se vuelven objetivo del interés particular del gobernante o de sus grupos de influencia. La garantía de su evitación no es la elaboración de un protocolo o de un código social, ciertamente necesario, sino la ejemplaridad manifiesta de que cuando el custodio crea un código ético de comportamiento social sea el primero en cumplirlo Ya lo dice el viejo aforismo del derecho antiguo: patere legem quam faecisti: legisla para los otros, pero cumple tú mismo la propia ley. Mientras estemos lejos de esa convicción social no es posible descubrir lo que es una verdadera democracia.
4. Cuarto criterio: el paradigma de la responsabilidad. Conocemos la orientación de la ética de la responsabilidad (Hans Jonas) en los sistemas de gobierno, pero resta mucho por hacer. Un estado democrático resulta incompatible con la irresponsable gestión de los recursos colectivos o, por el contrario, de un exceso de implicación en la inquisición de las conductas que se desenvuelven en el marco estrictamente privado y de los bienes individuales. En uno y otro caso hay una pérdida de funciones sociales. El comportamiento democrático se dirige al otro y se resuelve ante el otro. El demócrata electo no pregunta, sino que responde. La pregunta la formula el elector y las cuestiones las suscita el pueblo empujado por todo tipo de necesidades de la vida diaria. Cuando el elegido pregunta y no responde tenemos al gobernante irresponsable que ha cometido una vulneración esencial del principio de responsabilidad. Pasar del sobre el pueblo al para el pueblo es la esencia del principio de responsabilidad.
Invito a que se reflexione sobre cuántos ciudadanos experimentan que los gobiernos o sus administraciones y organizaciones públicas trabajan para su servicio o, por el contrario, si la percepción es que son los ciudadanos los que trabajan para los gobernantes y sus administraciones públicas. Así pues el gobernante debe huir de sus prerrogativas y hacer perceptible que está al servicio de los ciudadanos. Pues ¿qué otra cosa es una política bien entendida sino una instrumentación de verdaderos servicios públicos? De ahí una consecuencia final: que el Poder debe responder con el mismo tipo de lenguaje con el que le interroga el gobernado. Es una consecuencia trascendental ya que el calificativo democrático evidencia justamente eso: la capacidad de preguntar del pueblo soberano y la obligación de obtener respuesta del gobernante en el mismo lenguaje con el que se le pregunta.
Convenimos en que para que el tiempo democrático se regenere hay que descubrir otra cosa que ilusione, que eduque, que humanice, que iguale, que permanezca como referencia de seguridad y de justicia en el gobierno del pueblo, que justifique la existencia de un Estado y las innumerables cargas que ello conlleva. Al fin y al cabo, ya tenemos constituciones o normas fundamentales, tenemos recogidos los valores que manan de la ética política y tenemos aceptados un código de derechos fundamentales y de libertades públicas, individuales y sociales, que ha constado siglos alumbrar. Tenemos un entorno internacional cercano que parece compartir en lo esencial, las mismas orientaciones.
Se trata hora de ponerse a la tarea y procurar colaboradores de la política. En el informe Trevelyan-Norcothe se decía , casi por las mismas fechas en las que hablaba Costa, que en el Civil Service podían encontrarse personas incompetentes que no daban la medida para la vida privada y así quien no tenía oficio privado estaba encantado de ocupar un puesto como Subsecretario o Secretario de Estado. Efectivamente, tenía razón Joaquín Costa cuando lo hemos invocado: hombres, hombres y no papel mascado es lo que urge la situación. La vía de avance, la corrección que precisamos nace del interior de nuestra realidad social: contamos con ciudadanos en nuestro entorno excelentes que deben ponerse a la tarea, hombres y mujeres que ya existen y que deben acoger la tarea de la política como una de los más nobles trabajos a los que puede dedicarse el oficio humano cuando se orienta hacia los fines colectivos.
Pensar que la política y la democracia es algo despreciable o la huida del servicio general algo deseable son perversiones democráticas que nos acechan. Y cuan-do el número de los que emprenden la tarea de descubrir y de transformar el proceso democrático sea superior al de quienes siembran los vicios de su corrupción, podremos decir como el navegante: Tierra, hemos arribado a tierra, aunque nos hayamos equivocado de destino.
Por ADOLFO SERRANO DE TRIANA
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