La Academia sueca ha concedido el Premio Nobel de Medicina a la china Youyou Tu, el irlandés William Campbell, el japonés Satoshi Omura, que fueron galardonados por haber desarrollado tratamientos contra infecciones parasitarias y la malaria. Una mujer y dos varones, una china, un japonés y un irlandés que trabaja en Estados Unidos. Una expresión nítida de la universalidad del lenguaje de la ciencia que no distingue entre varones y mujeres, ni de raza o de nacionalidad. Es, simplemente, un quehacer humano.
Este hecho nos confronta con una realidad muchas veces olvidada y otras tantas ignorada. La investigación es una actividad humana orientada a lograr finalidades concretas. Algo a simple vista obvio, pero que escondido en algunos tópicos, prejuicios o, sencillamente, desconocimiento colocan la actividad investigadora y a quienes a ella se dedican fuera de la dinámica de las búsquedas de una sociedad más desarro-llada, más justa y más humana.
Las consecuencias que se siguen de esta concepción estrecha se nos vienen rápidamente a la mente: falta de reconocimiento social, que deriva en poco estimulo para que los jóvenes se entusiasmen por el estudio como camino que les puede conducir a participar en ese tipo de actividad. Y que lleva consigo la poca asignación de recursos privados y públicos para invertir en trabajos lentos y esforzados. Porque la investigación es una actividad de tiempos largos, más largos que los años de una legislatura, lo que hace que muchos políticos miopes no se arriesguen a invertir en algo que será cosechado fuera de su tiempo de mandato.
Y es que los frutos de la investigación tienen que ver con las finalidades de la misma. Si la finalidad es generar nuevas armas de guerra, todos perdemos algo de alma en la operación, si la finalidad es engañar con el software de los motores de coches de una determinada marca del mercado, los beneficiarios son unos pocos y los perjudicados muchos; pero si, como en este caso, los beneficiarios son poblaciones enteras en riesgo de contraer una enfermedad, los beneficiarios somos todos, es la humanidad la que enriquece su patrimonio de luchar contra la enfermedad.
Desde los comienzos de la llamada ciencia moderna se hizo patente que el tipo de explicación que aquella proporcio-naba posibilitaba la predicción de nuevos fenómenos en condiciones determinadas. Pronto se vio la emergencia de un nuevo poder, el de proponer finalidades, transformaciones concretas de la Naturaleza, que la nueva ciencia podía predecir cómo sucederían en determinadas condiciones. Desde entonces, el progreso se convirtió en la tarjeta visa de la ciencia, todo estaba justificado, todo era progreso.
De este sueño no despertaron en el siglo XX las guerras y el deterioro de la Naturaleza provocado por logros tecnocientíficos orientados a la mera ganancia económica o a fines de estrategia política. Pero eso mismo nos sacó del letargo de creer que la investigación es una actividad neutra, que sus fines tienen el mismo valor porque todos se orientan a generar nuevos conocimientos. Al despertar vimos que los fines los ponemos los humanos y que unos son más aceptables que otros, que algunos son muy buenos y otros condenables. Este premio Nobel de medicina lo ha puesto de manifiesto.
El desarrollo de la investigación requiere inversiones económicas y formación de personas. Requiere entusiasmar e incentivar a las jóvenes generaciones para que imagi-nen avances y cambios que ellos mismos pueden protagonizar uniendo su esfuerzo al de otros que antes que ellos y junto a ellos se han propuesto disminuir el sufrimiento, ge-nerar mejores condiciones de vida y hacer realidad lo que sólo fueron sueños.
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