Todas las obras de arte tienen un denominador común y es que solo pueden serlo una vez han sido vividas por la persona que las contempla, escucha o lee. Sólo sentirlas las transforma.
Un libro sólo puede ser una obra de literatura cuando ha sido leído por muchas personas que lo han disfrutado y se han emocionado leyéndolo. Un cuadro solo puede ser una obra de arte después de ser expuesto y contemplado por muchas personas a las que ha despertado sensaciones especiales.
Una escultura solo puede aspirar a ser arte cuando ha sido contemplada desde todos los puntos de vista posibles, cuando la luz la ha bañado y ha conmovido al espectador. De igual manera sucede con la música, que pude provocar desde llanto a sonrisas y puede motivarnos o relajarnos.
La arquitectura no es ajena a esta cualidad pero con la salvedad de que necesita ser habitada, ser vivida y lo es durante 24 horas los 7 días de la semana. Vivimos en obras de arquitectura, trabajamos en ellas, disfrutamos en ellas, paseamos por ellas, leemos en ellas, lloramos, reímos, disfrutamos, sentimos al fin dentro de ellas.
Por esto , quienes hacemos arquitectura tenemos una gran responsabilidad y al mismo tiempo un gran derecho. La responsabilidad de pensar en quien la habite, quien la use, la responsabilidad de cuidar cada detalle que hará especial la experiencia de cada persona en su relación con la arquitectura, la responsabilidad de poner todo nuestro esfuerzo, nuestro conocimiento y experiencia para que la arquitectura sea posible.
Y al mismo tiempo tenemos el derecho de reivindicar el nombre de arquitecto y su profesión como agentes de transformación dentro de la sociedad a la que servimos. El día en que dejamos de ejercer ese derecho perdimos parte de nuestra credibilidad como autores, como creadores de pensamiento materializado, de ideas que se pueden tocar, de lugares que permanecen en nuestra memoria desde la infancia y forman parte de nuestro patrimonio afectivo; ese día, perdimos al fin la capacidad de ilusionar a los demás con nuestro trabajo y por tanto, ilusionarnos a nosotros mismos.
A diario millones de personas usan los mercados, los teatros, los colegios, los hospitales, las torres de oficinas, los polideportivos. Cada mañana y cada noche miles de millones de personas salen de sus casas y regresan a ellas. La arquitectura les cobija, les permite relacionarse, les ofrece un lugar donde encontrarse, donde disfrutar o donde aprender. Por ver, tocar y sentir la arquitectura millones de personas viajan cada año de un lado al otro del mundo: las Pirámides, el Coliseo o el Foro Romano, e Partenon y los templos griegos, el Taj-Mahal, los palacios franceses, las catedrales o los castillos…
En nuestra aldea global suceden cosas todos los días y de alguna forma u otra todo nos afecta. Cada cambio genera nuevos escenarios para la gran mayoría. Vivimos momentos de grandes cambios: cambios políticos y migratorios, cambios de modelo económico y cambio climático. Nuestras ciudades están en continuo cambio como consecuencia de nuestra vida en continua transformación.
Los arquitectos también vivimos esos cambios y sufrimos sus consecuencias, pero además, tenemos la capacidad y la responsabilidad de generar soluciones en forma de lugares , de espacios con identidad que permitan a los demás vivir mejor, relacionarse mejor y crecer mejor. Tenemos la capacidad de dar un paso al frente y liderar una nueva forma de hacer la ciudad, de hacer que los demás vean en nuestras obras algo más que un conjunto de elementos constructivos y de instalaciones que funcionan con un propósito.
Por eso, cuando en medio de este cambio continuo, una obra terminada consigue provocar esa reacción que invita a la sociedad a trascender el gesto de su autor y hacer suya esa plaza, la biblioteca, un parque, el paseo o su propia casa entonces está siendo algo más que una mera construcción. Está siendo arquitectura, está siendo semilla, y los que la hacemos no podemos imaginar más noble tarea que poner al servicio de la sociedad todo nuestro conocimiento y creatividad para ayudarla a crecer y a hacerla mejor.
Sin embargo, corren malos tiempos para hacer arquitectura. No porque no sea necesaria, que lo es y más que nunca, si no porque los que hemos de hacerla, pues para ello nos preparamos durante años estudiando proyectos, historia del arte, teoría de la composición, análisis de formas, matemáticas, física, estructuras, construcción, tecnología del proyecto y muchas cosas más, o sea, los arquitectos hemos perdido en buena medida nuestra identidad y nos estamos haciendo transparentes para la sociedad que nos necesita pero no nos encuentra.
Hemos adquirido una sólida formación universitaria que combina sensibilidad y eficacia, humanidades y tecnología–, estética y rendimiento. Pocas formaciones universitarias son tan completas. Pero igualmente pocas carreras se han alejado tanto de las necesidades reales de la sociedad.
Transformar la sociedad no es tarea de un día ni de una persona, es un trabajo continuo, un trabajo de todos y para todos y los arquitectos hemos de recuperar el liderazgo como agentes de transformación que nunca debimos perder a pesar de la crisis financiera, de la crisis de identidad y de la crisis del modelo profesional que estamos viviendo, a pesar de todo. Porque en la esencia de la arquitectura está la transformación y sólo recuperando la esencia podremos reconstruir la identidad que hemos ido perdiendo.
Por PEDRO REDONDO
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