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TURBULENCIAS Y MUDANZAS DEL BIENESTAR

Sostiene el libanés Amin Maaluf (2009), que hemos entrado en el siglo XXI sin brújula, con una especie de desajuste intelectual, financiero, climático, geopolítico y ético. Todas las metas se han oscurecido; primero fue el socialismo que se hizo irreconocible tras la guerra fría; y ahora es el Estado de Bienestar el que está sometido a cautela tras la crisis financiera mundial y la apoteosis de la globalización neoliberal. El bienestar, que ha sido el andamio institucional, que despertó grandes, expectativas en los países occidentales y en la vida de las personas, se tambalea en cada uno de los subsistemas sociales. La confianza en un bienestar generalizado deja de ser una meta alcanzable en una sociedad del desempleo; se deslegitima el Estado de Bienestar cuando se realiza en una sola parte de la humanidad; y se disuelven las formas de vida, estilos y valores que sostenían la sociedad del bienestar. Y se abren alternativas económicas, oportunidades políticas y expectativas culturales que apuntan a otro modo de vivir, aspiran a una distinta calidad de vida, y pretender otra forma de accionar.

La economía del bienestar. Abandonar una economía del bienestar centrada en la acumulación del capital y en los beneficios individuales no es una tarea fácil aunque es necesaria. Ir a más y a mejor, que fue el motor del desarrollo, ni es posible ni es deseable. La revolución ecológica ha mostrado los límites de un crecimiento que destruye las condiciones de vida, y las generaciones jóvenes perciben que ya no alcanzarán el bienestar de sus padres. El principio de maximización del bienestar por el cual se cambia de casa, de coche o de móvil para lograr uno más potente y con mayores servicios, rodea la vida de artefactos pero no produce la felicidad prometida sino que hace a unos dependientes de objetos en los que se invierte la energía del deseo y obliga a correr siempre más veloces y competir sin descanso; y a otros expulsa, descarta y mata.

Hay otra economía orientada a reproducir y sostener la vida misma; para lo cual somete las prácticas económicas a criterios éticos, el bienestar a la justicia, el crecimiento a la redistribución, el progreso a la igualdad. Las alternativas a la economía del bienestar están más atentas al bien común, al valor real de las cosas, a las personas y a las culturas, a los intereses y necesidades de los pobres; se colocan decididamente al servicio de la vida.

La política del Bienestar. Se ha convulsionado, igualmente, la política del bienestar cuyo emblema mayor ha sido el Estado de Bienestar. La preocupación por la defensa de la nación, la propiedad privada y la seguridad ciudadana, que dio origen al nacimiento del Estado moderno, se amplió a la protección de situaciones de necesidad mediante un sistema público igualitario y redistribuidor que provocó la alegría de su primer diseñador Beverige al ver que el presidente de la Cámara de los Lores y el último minero de Gales eran atendidos en el mismo hospital. Lo que nació como un pacto solidario con la orfandad, la viudedad, la discapacidad o la enfermedad que apremiaban a los ciudadanos y a las administraciones públicas tras la segunda guerra mundial, se tambalea hoy en forma de recortes sociales, negación de los derechos sociales o corrupción del espacio social.

Se cuestiona la pretensión del Estado de ser el único y principal actor que sustituye la familia, en cuyo espacio se producen la mayor parte de los cuidados a lo largo de la vida, y las organizaciones sociales que canalizan las reservas de generosidad. Esta des-familiarización y des-socialización convierten al Estado en el sustituto de la Providencia del que se espera que no cubra sólo la enfermedad sino también las cosechas del campo. Las alternativas más acreditadas son aquellas que no debilitan la responsabilidad personal, la familia, las asociaciones altruistas sino que empoderan a los ciudadanos y a las comunidades locales, y proponen la pluralidad de actores en la gestión de los riesgos sociales y la colaboración y complementariedad entre ellos. En consecuencia, mientras los supuestos a proteger por el Estado de Bienestar eran considerados problemas individuales, las alternativas, por el contrario, consideran el origen y la resolución del bienestar como un proyecto colectivo y comunitario.

Los bienes a proteger por el Estado eran garantizados como derechos que pueden exigirse ante la autoridad, lo que desincentiva la responsabilidad personal y familiar, y como han denunciado sus detractores, alienta la inactividad. Con este pretextos, las políticas pro-bienestar ha ido perdiendo aquel impulso solidario y redistributivo para pasar a estar condicionado al mérito “tienes derecho si te lo mereces”, al territorio “tienes derecho si eres nacional”, a la cotización “tienes derecho si has cotizado previamente”, al presupuesto “tienes derecho si hay recursos económicos”. El bienestar protegido deja de ser un derecho colectivo para convertirse en un incentivo individual y las exigencias de justicia en graciables y selectivas. De este modo, las políticas pro-bienestar sitúan los intereses de los privilegiados en el centro de todas las preocupaciones sociales, políticas y culturales. No interesa el sufrimiento de los perdedores, sino el bienestar de los acomodados. Se gobierna para las clases medias y se atiende a sus aspiraciones antes que a los derechos de los que están pero situados, como se ha escenificado en la crisis actual más interesada en salvar a los bancos que en universalizar la protección o erradicar la pobreza. Las alternativas más acreditadas son aquellas que hermanan los derechos y los deberes en la producción de los bienes comunes y en la protección de todo ciudadano según sus necesidades, cualquiera sea su raza, su mérito, su contribución, su origen o su estatus.

Finalmente, las políticas pro-bienestar se tambalean al pretender gobernar expectativas y problemas mundiales con recursos y estructuras locales. La era planetaria desborda las instituciones nacionales y hace imposible implantar el bienestar en un solo país ya que acabará construyéndose sobre el malestar de otros, como percibió el bengali Tagore al denunciar que “durante más de un siglo hemos sido arrastrados por el próspero Occidente detrás de su carro, ahogados por el polvo, ensordecidos por el ruido, humillados por nuestra propia falta de medios y abrumados por la velocidad. Accedimos a admitir que la marcha de este carro era el progreso, y que el progreso era la civilización. Si alguna vez nos aventurábamos a preguntar progreso hacia qué y progreso para quién, se consideraba que abrigar ese tipo de dudas acerca del carácter absoluto del progreso era un rasgo excéntrico y ridículamente oriental. Recientemente, hemos comenzado a percibir una voz que nos advierte que hemos de tener en cuenta no sólo la perfección científica del carro, sino la profundidad de las fosas que surcan su camino”. Las mejores alternativas apuntan hacia la universalización e integralidad, hacia una humanidad construida con lazos de solidaridad y pertenencia a la única familia humana y respetuosa con la casa común de la tierra.

La cultura del bienestar. El bienestar individual presta atención a las utilidades y bienes tangibles e ignora otros aspectos básicos como los bienes relacionales, la comunicación, la participación, la experiencia interior, la paz o la justicia social. El bienestarismo como cultura clausura la mirada y hace invisible todo aquello que puede cuestionar la propia satisfacción y esconde la muerte, en los tanatorios, oculta el sufrimiento en las clínicas del dolor, y concentra la exclusión en algunos barrios invisibles. Clausura, asimismo, los oídos para no escuchar los clamores que molestan a una sociedad satisfecha. Sin ojos ni oídos, se consagra el individualismo posesivo que ahoga los sentimientos pro-sociales y las preguntas del para qué, del por qué y del para quién. Y la cultura de la satisfacción ignora y devalúa la entrega a los demás, y en nombre de la calidad de vida intenta eliminar el dolor y la vertiente dolorosa de la vida a través de algún tipo de analgésico.

En lugar de llegar la pregunta por el sentido, llega el fármaco que al identificar la salud con el bienestar, se olvida que una vida auténticamente humana exige muchas veces lucha, renuncia, sacrifico, entrega abnegada, experiencias que no dan bienestar ni siquiera es sano: es el bienestar que produce la alimentación excesiva, el uso indebido de drogas, el olvido del sufrimiento de los débiles que escamotean la vertiente dolorosa de la realidad. De este modo, la cultura del bienestar ha producido la idolatría de la salud, que se declara el valor supremo por encima de la paz, de la solidaridad o de la justicia; el cuidado de la salud se convierte en el único objetivo que de manera obsesiva llena los gimnasios, se somete a regímenes despiadados con chequeos, masajes y saunas; se convierte la salud en mercancía y artefacto, que puede ser fabricada, adquirida y comprada como un bien de consumo; de modo que saludable es lo que produce bienestar y perverso es lo que causa malestar.

La idolatría de la salud se construye de espaldas al bien común, y se sostiene sobre el consumo de lo superfluo. Cuando alguien está molesto con la familia o siente el escalofrío de la soledad personal o simplemente tiene un dolor de cabeza, se va de compras. “Estaba tan mal que me fui de compras” se oye con frecuencia en los grandes almacenes. Y allí se busca estar a solas con la mercancía; de modo que se logra un mayor silencio en los grandes almacenes que en las catedrales.

Las alternativas más acreditadas son aquellas que ponen en entredicho los grandes mitos de la era moderna: el mito del desarrollismo, que postula el crecimiento continuo e ilimitado de las economías, el mito del bienestar, que confunde la felicidad humana con los patrones de consumo habituales en los países industrializados, y el mito del mercado a cuyo altar se han sacrificado no sólo la tierra sino también prácticas económicas más humanas.

El bienestar, que presuntamente causaba la posesión de cosas, empieza a dejar paso al gozo del encuentro fraternal, a la alegría de la acción gratuita, al contacto con la naturaleza, al disfrute del arte, al gozo de la contemplación orante. Los bienes a futuro están ya no estarán en el acopio de objetos superfluos y en su exhibición, sino en el disfrute de bienes aparentemente muy básicos, pero escasos, como el tiempo, el espacio, la tranquilidad, el entorno saludable, o la armonía.

En la época del consumo desenfrenado, lo escaso, lo raro, lo caro y lo codiciado, no son los automóviles ni los relojes de pulsera de oro, tampoco las cajas de champán o los perfumes -cosas que pueden comprarse en cualquier esquina-, sino las condiciones de vida elementales como la tranquilidad, el agua pura, el silencio o el suficiente espacio.

Gozar con poco y valorar lo pequeño y simple para quedar disponible a otras posibilidades que ofrece la vida será el auténtico lujo del futuro. La sobriedad, como estilo de vida, al decir del Papa Francisco en Laudato, si, “es liberadora ya que al disminuir las necesidades insatisfechas, reducen el cansancio y la obsesión”.

La ideología del bienestar nos vuelve superficiales, agresivos y consumistas desenfrenados a costa de quienes quedan excluidos de los bienes básicos de justicia.

Por JOAQUÍN GARCÍA ROCA

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