OPINIÓN

NACER OTRA VEZ

Una vez más el terror del DAES ha dejado su huella en Europa. De su presencia en otras partes del planeta, ya ni llevamos la cuenta; es el balance de un fanatismo que se esconde tras el nombre de Dios y que se alimenta con armas, con el miedo de poblaciones enteras, con la perplejidad del sinsentido de jóvenes nacidos y educados en nuestros países occidentales. Al contemplar el horror causado por las explosiones he tomado conciencia de que un nuevo sentimiento quería emerger en medio del dolor y del rechazo que la barbarie me estaba produciendo. La arbitrariedad del atentado me hacía sentir que quienes no habíamos perecido en él estábamos viviendo un nuevo nacimiento. Porque bien podría haber sido de otra manera, ¡somos tan iguales a los que han dejado de vivir! Personas que utilizan el metro cada mañana, niños que con sus familias se disponen a emprender un viaje, mujeres, hombres, gentes de toda condición que no llegan a su destino al ser tomados por sorpresa en medio de un ritmo de la más pura cotidianidad. ¿Por que ellos y no yo? Tengo palabra, se me ha regalado la vida otra vez.

Percibo que, junto al grito de condena y los deseos de seguridad y protección, emergen tímidamente otros todavía confusos, carentes de perfiles. ¿Sabremos darles cauce o quedarán anegados por las expresiones de los medios de comunicación y de las redes sociales, que se hacen portavoces de las interpretaciones de los deseos colectivos? Porque el movimiento colectivo se aglutina ahora entorno a los culpables materiales de los hechos, a encontrarlos, a castigarlos, a identificar a otros potenciales terroristas.  Hay una única dirección: el cerco a los culpables. Se trata de incrementar la seguridad de los que hemos quedado, de restaurar un orden roto.

No cabe duda de que estos movimientos generan unidad. “Todos somos Charlie”, decíamos tras los atentados de París, Y seguimos gritando la unidad ahora en Bruselas y cuando sucedieron los terribles sucesos de un viernes por la noche entre gentes despreocupadas y ajenas a la proximidad de la muerte y del horror. Pero la unidad ante los culpables del orden roto, expresado en condena y en rechazo, no es el único escenario a contemplar. La complejidad de la situación está demandando no perder de vista otros escenarios que son parte de la misma trama, que siguen presentes y que hasta ayer nos resultaban prioritarios.

Los cientos de miles de refugiados siguen ahí, están ante nuestros ojos con imágenes estremecedoras. Comparten con nosotros la experiencia de haber vuelto a la vida. Ellos también habían vuelto a nacer cuando consiguieron salir de los territorios en los que la guerra y la violencia institucionalizada son los señores indiscutibles de ellos. Creían haberse librado del efecto mortífero de las bombas y de las armas;  creían haber penetrado en una tierra donde el orden va acorde a las necesidades de la vida. Habían buscado otro nacimiento fuera de sus tierras en la creencia de que los hombres y mujeres que iban a encontrarse les iban a reconocer por el hecho mismo de ser hombres, ¿o quizás esperaban que pudiéramos reconocerlos como hijos de un mismo Dios al que nos dirigimos con distintos nombres?  Ellos no sabían que Europa se había negado a reconocer sus raíces cristianas y que ya solo nos queda poder reconocerles como miembros de una especie común. Pero ahora ellos acaban de aprender que esta invocación puede tornarse en su contra, porque nuestras declaraciones ven en ellos a rivales que amenazan nuestra forma de vida. Nuestro bienestar ha dejado de estar seguro. Ellos, que habían conseguido unir a muchas gentes en Europa frente al terror que les expulsaba de sus tierras, son ahora blanco de las alambradas, los muros y las tiendas de campaña permeables al agua y al barro.

Y no es que todas las voces se hayan apagado, las hay. Y querríamos la nuestra estuviera entre ellas, que mantienen su palabra y su canto para seguir diciendo que estas gentes que han tenido el valor de alejarse de sus tierras y de sus casas para que las bombas y el terror no les borren para siempre de la faz del planeta son hermanos con los que compartir los bienes de la tierra y los logrados con el esfuerzo común por generaciones de hombres y de mujeres a los que se nos hace difícil acompasar el progreso material y la estatura moral.

Ya que los crueles atentados nos siguen despertando a la realidad del odio y la violencia, tomemos conciencia también de que compartimos con tantos refugiados la experiencia de volver a nacer. Ojalá nos sirva de revulsivo para mirar la violencia que nos envuelve desde perspectivas de reparación en las que hagamos prevalecer el amor sobre el odio, el bien sobre el mal. Porque nacer siendo vieja no es fácil, la fragilidad del primer nacimiento se viste ahora con otros ropajes, pero no por eso deja de estar presente. Ahora estamos introducidos en un mundo donde lo políticamente correcto parece marcar la dirección de los deseos individuales. Algunos de los estudiosos de estos temas habla precisamente de como el deseo es humano y no un mero apetito animal, por estar mediado por otro deseo, por el deseo de alguien, sea individual o colectivo. Y esto de tal manera que la identificación nos lleve a realizar acciones que no hubiéramos imaginado con anterioridad. Un amigo de Jesús de Nazaret, como era Pedro, es capaz de negarle por no tomar distancia del deseo colectivo del gentío que buscaba su muerte…

Me pregunto si el deseo colectivo que emerge tras los atentados terroristas que se producen en nuestras sociedades occidentales, va más  allá del rechazo, del castigo, de la respuesta de poner violencia a la violencia, del rechazo a la comunidad cultural o religiosa a la que pertenecen los terroristas suicidas. Me pregunto si somos capaces de escuchar los secos que nacen del fondo de los escritos vacíos de sentido de los jóvenes capaces de realizar estas acciones.

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