En el año 2008, la encuesta de Discapacidad, Autonomía Personal y Situaciones de Dependencia (EDAD), tercera y última hasta la fecha realizada por el Instituto Nacional de Estadística al respecto, calculaba que en España el número de personas con discapacidad (desde ahora p.c.d.) alcanza los 3,8 millones, lo que supone el 8,5% de la población. Por afectar a un número tan importante de nuestros conciudadanos el dato merece ser tenido en cuenta, tanto social como eclesialmente. Con estos datos no se puede mantener por más tiempo invisible una realidad tan habitual en la sociedad.
Existen distintas visiones, variadas maneras de ubicar a la p.c.d. en la familia, en la comunidad (término usado ambiguamente a propósito).
La p.c.d. como castigo. ¡Cuántos padres y madres se confrontan con Dios y le piden cuentas! “¿Por qué a mí?” Y entre otras hay dos tipos de respuesta: o se piensa que Dios ha castigado a esa familia o se le da la espalda a Dios: “Ya no quiero saber nada más de ti”.
Las p.c.d. aportan inicialmente una gran sorpresa y muy frecuentemente un sufrimiento. Sorpresa porque todo padre desea tener el hijo o la hija más guapa, inteligente y dotada. Sufrimiento porque en la medida en que el hijo se aleja de la “normalidad” aflora por un lado la expectativa frustrada y por otro la dificultad de afrontar a un hijo que no sigue los criterios normales de crecimiento, de salud, de relación con el medio,… A todo ello hay que añadir la reacción del medio social en el que nace la p.c.d., muy frecuentemente poco estimulante para los padres por la incapacidad para asumir lo inesperado.
La p.c.d. como adorno. En algunas realidades, especialmente eclesiales, la p.c.d. sirve para adornar la escenografía litúrgica. Se le pone un vestido de monaguillo, se le sienta en un banco lateral (bien visible) y ahí queda todo. Al final se le da un beso y hasta la próxima.
La p.c.d. como un apéndice ineludible e irremediable. Es el caso de muchas familias: su hijo está ahí y se le sobrelleva. A veces hasta un límite y entonces llega la crisis y ruptura conyugal en la cual es la mujer quien habitualmente se queda con el problema de afrontar a una persona que no sigue los parámetros más frecuentes de crecimiento y de comportamiento.
La p.c.d. como alguien normal. ¿Qué es lo normal? Es el caso opuesto a los anteriores. Es el “aquí no pasa nada”, o el “ya se curará”. Tarde o temprano la evidencia se impondrá.
La p.c.d. como alguien a integrar dada su discapacidad. En la sociedad española es ésta una opción que tomó cuerpo con las leyes educativas de los años 80. Se afronta a la p.c.d. ofreciéndole los recursos específicos necesarios para que ella progrese en los diversos campos de su vida integrándose en la medida de lo posible con el grupo normal de su propia edad. El resultado fue muy alentador en los primeros años aunque el final de la escolarización obligatoria marcó un muro que aumentó el desaliento de los padres. Por dos motivos: porque los demás adolescentes descubrían nuevos intereses vitales en los que las p.c.d. ya no tenían lugar y porque los sistemas educativos y laborales no tenían hueco para esas personas: ahí se acababa la integración. Mención aparte merece la Ley General de derechos de las p.c.d. y de su inclusión social de finales de 2013, que supuso un paso adelante legislativo para satisfacer los derechos de las p.c.d. pero que sigue estando muy por delante de la percepción social de la situación, lo que cuestiona su desarrollo.
Hay que reconocer que este último enfoque integrador ha ayudado para que los estudiosos ahonden en la manera de poner a las p.c.d. en el corazón de la comunidad. En este campo, desde los años 90 se están desarrollando por parte de algunos colectivos, tanto sociales como eclesiales, procesos de desarrollo de un nuevo concepto: la inclusión social, que pretende dar respuesta a la diversidad en la sociedad tratando a todas las personas con equidad; no existen personas especiales sino diferentes. En la plena inclusión se defienden los derechos de todas las personas y se fomenta la calidad de vida, luchando por una sociedad más justa y solidaria en la que no haya excluidos. En cristiano: por el Reino de hijos de un mismo Padre y hermanos en el hermano mayor: Jesucristo.
La persona con discapacidad, don y reto para la Comunidad y la Iglesia
Hay aún otra manera de mirar las cosas: ver a la p.c.d. como una persona amada por Dios tal como es, y por tanto como un don para la comunidad y la Iglesia. Todos hemos sido testigos de intentos fallidos de regalo: o porque “ya lo tengo”, o porque se afirma con el lenguaje no verbal que “esto no me va”, etc. Y es que un regalo sólo lo es si es vivido así por el destinatario del mismo. A aquella familia que vive su hijo como un castigo del cielo no se le puede decir “¡Qué suerte! Dios te ha regalado un hijo con discapacidad”. Una p.c.d. es un regalo cuando su entorno lo acoge como tal.
Evidentemente, poder mirar a una p.c.d. y ver en ella un regalo, una oportunidad de enriquecimiento para los que la rodeamos, exige unos ojos nuevos, distintos a los habituales en la sociedad. Pide tener el corazón lleno de otros valores diferentes a los que hoy más se propugnan en la sociedad de consumo, individualismo egoísta, culto a la imagen, al cuerpo, insensibilidad ante los demás, indiferencia globalizada,… Y esos valores se cuelan en todos los corazones pues todos formamos parte de esa sociedad.
Una p.c.d., además de un misterio como cualquier persona, es un reto para todos. En primer lugar para ella misma: necesita asumir su condición de persona, con sus límites y sus riquezas, encontrarse consigo misma, con el misterio que se encierra en ella, con Dios mismo,… Ella tiene, como cualquier persona, hambre y sed de eternidad, de sentido de vida, de ser feliz. En cuanto persona, y especialmente por su debilidad, es destinataria privilegiada de la llamada al seguimiento de Jesús. Él mismo ejerció un amor preferencial hacia los más débiles y frágiles. Además, es un reto también para quienes la rodean: ciertamente nos obliga a situarnos ante ella sabiendo que los recursos de nuestras relaciones sociales ya no nos valen. Necesitamos descubrir la manera de relacionarnos con el otro y descubrir no tanto los límites (que muy posiblemente sean lo primero que constatamos) cuanto sus cualidades, habilidades, dones,…
Cuando surge esa mirada, que en mucho es puro regalo de Dios, la p.c.d. se convierte en un verdadero privilegio para la comunidad. Su corazón, no exento de luchas morales interiores, expresa con total franqueza sus sentimientos derribando así tantas barreras sociales que dificultan la convivencia; de tal modo que el hijo con discapacidad se torna en apoyo a sus propios padres al permitirles descubrir tras la fragilidad el torrente de belleza interior que en él se encierra. Desde ahí, muchos padres y madres se vuelven a su vez en puntos de apoyo y de ayuda para otros padres hundidos en la zozobra, el sufrimiento y la dificultad cotidiana.
La p.c.d. muestra a su propio contexto que existe un universo diferente al de la competición, el dinero y el éxito; la persona débil y frágil nos invita a un mundo de ternura y fidelidad, de escucha y de fe. Su sola presencia es una llamada al encuentro con Jesucristo sufriente, vivo en el más débil y pequeño, el mismo que trasforma a la p.c.d. en su interior aunque él no lo pueda ni sepa expresar. Su afecto sin acepción de personas, su capacidad de vivir la gratuidad en lo más pequeño y sencillo de la vida, su sonrisa clara, sus gestos de cercanía,… son caminos de encuentro con Jesucristo Resucitado. Su humildad y su trasparencia disponen con suma facilidad al otro al gozo compartido. Su capacidad y naturalidad en encajar las dificultades de la vida como puedan ser el fallecimiento de sus padres, su fe profunda y su esperanza diaria, su fidelidad a la relación con Dios y sus múltiples, sorprendentes e inesperadas manifestaciones de amistad con Jesús,… son auténticos anuncios proféticos del verdadero encuentro con Jesús. En ellos se cumplen plenamente las primeras palabras de la Evangelii Gaudium: “La alegría del evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento”.
En la Iglesia existen movimientos cuyo eje central es la p.c.d. Así, hay movimientos de personas con discapacidad sensorial, sea visual (CECO), auditiva,…; también con discapacidad en su movilidad,… Otras, como la Fraternidad Cristiana de Enfermos y Personas con Discapacidad (Frater) acogen en su seno a todo tipo de personas afectadas por alguna enfermedad o discapacidad. Por último hay organizaciones centradas en el mundo de la enfermedad que están abiertas a la presencia de la discapacidad entre sus miembros (Hospitalidad de Lourdes,…). Igualmente hay familias religiosas que trabajan carismáticamente el mundo de la discapacidad y por tanto con un planteamiento pastoral: San Juan de Dios, Camilos, Franciscanos de la Cruz Blanca, Hospitalarias,…
En Fe y Luz el corazón de las comunidades es la p.c.d. intelectual más o menos aguda, de cualquier edad. En este movimiento, la p.c.d. encuentra un lugar donde vivir la fe sin paternalismos. Los demás miembros de la comunidad -sus familiares o los que no lo son (llamados amigos)– no son voluntarios ni monitores: son hermanos en Jesús. La comunidad intenta favorecer la experiencia personal de encuentro y amistad con Jesús en todos sus miembros ofreciendo a cada uno los medios más adecuados para crecer en intimidad con Jesús a través de la vida comunitaria y en su misión de testificar el evangelio. En la comunidad Fe y Luz se busca crear lazos de amistad mediante el sencillo estar con el otro, compartiendo las inquietudes y los gozos del cada día, fomentando el mutuo ánimo y apoyo de unos hacia los otros,… Por medio de la amistad, hecha de ternura y fidelidad, cada uno llega a ser signo del amor de Dios hacia el otro.
De la amistad fiel surge la alegría de saberse llamados todos, personal y comunitariamente, por Jesús y así se descubre la alianza que une a los distintos miembros de la comunidad: esa alegría se expresa de muy variadas y sorprendentes formas, generalmente envolventes y portadoras de mensajes evangélicos y testificantes del tesoro encontrado en el encuentro con Jesús y compartido con los demás.
Un último apunte: la p.c.d. tiene una cualidad excepcional y especialmente relevante en un mundo como el actual tan cargado de violencia, fobias y conflictos. Fe y Luz está arraigada en las diferentes tradiciones cristianas: católicos, ortodoxos, protestantes, anglicanos,… Existen comunidades interconfesionales. En la llamada que el Espíritu nos hace a recomponer la unidad en Él, las p.c.d. están jugando un papel sumamente importante. Fe y Luz experimenta que la persona débil y con una discapacidad mental es fuente de unidad en la sociedad, en la Iglesia y entre las iglesias.
San Pablo dice: “Los miembros del cuerpo que se consideran más débiles son indispensables, y a los que consideramos menos nobles los rodeamos de más honor” (1 Cor 12, 22-23). Y también: “Lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar lo poderoso. Aún más, ha escogido la gente baja del mundo, lo despreciable, lo que no cuenta, para anular a lo que cuenta” (1 Co 1, 27-28). Es un privilegio poder tener en las comunidades cristianas p.c.d.; cada una de ellas es una gracia, un regalo, un instrumento de Dios que nos invita a asumir las opciones de un Dios que se abajó y a enriquecer la comunión y potenciar la misión evangelizadora: hacer posible que cada hombre y cada mujer se encuentren con el Dios de Jesucristo. Y en esto la Iglesia tiene mucho que aprender de nuestros hermanos dotados de capacidades inferiores a lo normal pero que generalmente van acompañadas de otras especiales a la hora de construir el Reino de hijos y hermanos. Ellos ya son bienaventurados: por pobres, por mansos, por misericordiosos, por su limpieza de corazón. Ellos traen el Reino a nuestra historia.
Por MIGUEL REYES ELENA
Comments