CINE

VESTIR Y BRINDAR POR EL CINE: MODA Y GALA EN EL CELULOIDE

Leopardi en el delicioso Diálogo de la Moda y de la Muerte, hace a las dos hermanas, hijas de la Caducidad. Y, como hija de la misma madre, la Moda le cuenta a la Muerte que, queriendo aumentar su reino en la tierra la ha ayudado en sus ocupaciones a sus espaldas, introduciendo en la sociedad usos “que abaten el cuerpo en mil modos y acortan la vida” e “impuesto en el mundo tales órdenes y costumbres que la propia vida, tanto en lo referente al cuerpo como al ánimo, más está muerta que viva”.1 

A pesar de los reproches que le hace el romántico autor de los Cantos, un árbitro de la elegancia en la Italia del siglo XIX –ahí lo atestigua su retrato, pintado por Ferrazzi–, la Muerte terminó por admitir que necesitaba asesoramiento de su coqueta hermana, como lo muestra Fredric March vestido por Edith Head y Travis Banton en La muerte de vacaciones (Death Takes a Holiday, 1934), de Mitchell Leisen, y Brad Pitt en su remake, ¿Conoces a Joe Black? (Meet Joe Black, 1998), de Martin Brest, vestido con un elegante traje diseñado por Aude Bronson-Howard y David C. Robinson.

Gilles Lipovetsky en su último libro, El esteticismo del mundo: vivir en la edad del capitalismo artístico, que aparecerá a lo largo de este año, señala que la sociedad del consumo ha incorporado la lógica de la moda y se ha transformado en hipermodernidad en la que la consigna es el cambio permanente; habría que hablar ya de fast fashion como una renovación incesante impulsada por H&M, Inditex, Primark, Benetton, C&A, etc. Para el autor de El imperio de lo efímero, la moda está en el corazón del funcionamiento del mundo.2 La moda lo baña todo: hoy se habla de estilos de vida y de tendencias para referirse a la gastronomía, el deporte, las nuevas tecnologías, los smartphones, etc.

El filósofo Jean Baudrillard habla de magia calculada, de una adaptación cotidiana e incesante a la lógica silenciosa y espectacular de la moda y que es, al mismo tiempo, una frustración.3  Pretty Woman (Pretty Woman, 1990), La boda de mi mejor amigo (My Best Friend Wedding, 1997), ¿En qué piensan las mujeres? (What Women Want, 2000), El diario de Bridget Jones (Bridget Jone’s Diary, 2001) –y su continuación El diario de Bridget Jones: Sobreviviré (Bridget Jones: The Edge of Reason, 2004)–, La cosa más dulce (The Sweetest Thing, 2002) o 27 vestidos (27 Dresses, 2008) nos muestran en varias escenas el dinámico ejercicio del probador. Esta iconografía de la mujer que quiere mantenerse al día de los dictados de la moda batallando por estar a la última ha sido satirizada, bajo el disfraz de una comedia amable, por la serie de televisión de HBO Sexo en Nueva York y las dos películas dirigidas por Michael Patrick King en 2008 y 2010, en la que salvo una de sus protagonistas, hay más Nueva York que sexo… y muchos desencuentros entre hombres y mujeres. King había dirigido antes otra serie, Will & Grace (1998-2006), sobre una pareja modélica –a la moda– compuesta por una diseñadora de interiores (Debra Messing, que después protagonizó en esa línea de neoyorquina moderna El día de la boda, de Clare Kilner) y un abogado muy cool (Eric McCormack). Muy guapos los dos y residentes en el Upper West Side de Manhattan, el barrio de los liberales cultos y de inquietudes artísticas, como no podía ser de otro modo.

Es frecuente en toda película que preste un mínimo de atención al vestuario, que lo cuide de forma atenta, ver brindar a los protagonistas con una copa. La bebida también acompaña al vestido en estas emblemáticas escenas de celuloide. Entre copas de Cointreau, whisky, coñac, Martini y cóctel de champán vivieron los inciertos días de su triángulo amoroso, ocultándose de la Gestapo en el Café de Rick tres personajes que sabían que los malos tragos de la vida se ayudaban a pasar mejor con un cóctel: Ilsa Lund (Ingrid Bergman), el checo y líder de la resistencia Victor Laszlo (Paul Henreid) y Rick Blaine (Humphrey Bogart), clientes del garito de Casablanca (1942). La decisión final que toma el cínico propietario del concurrido local sin duda nace bajo el signo del combinado: acogerse al idealismo por el que se rigió en el pasado y dejar al margen su propia felicidad. La película se basa en una obra de teatro antinazi y pro-resistencia francesa, nunca estrenada y en la que los destilados juegan constituyen el mejor catalizadorpara desatar las emociones, Everybody Comes to Rick’s (1940), escrita al alimón por Murray Burnett y Joan Alison.

En la redacción del guión trabajaron a varias manos los míticos gemelos Julius J. y Philip G. Epstein y Howard Koch, quienes decidieron que, aunque Rick nunca bebiese con clientes en su estratégico Rick’s Café, en aras del amor hiciera la salvedad con Ilsa, con la que compartió una copa de cóctel de champagne –champán, un chorrito de brandy, una cucharadita de azúcar, dos o tres gotas de angostura y una guinda–. Carácter y bebida van asociados en el cine clásico. La veterana Margo Channing (Bette Davis) paladea una copa de Gibson en la oscarizada Eva al desnudo (1950), de Joseph L. Mankiewicz, para soportar a la arribista Eva Harrington (Anne Baxter) en medio de la fiesta, antes de exclamar la mítica frase “Abróchense los cinturones. Va ser una noche movidita”. El Gibson es un coctel valiente que lleva ginebra, un vermut seco, hielo y se adorna con una traslúcida cebolleta. Más sofisticada y elegante es la copa clásica que pedía James Bond, el espía británico al Servicio Secreto de Su Majestad, “un Martini con vodka, mezclado, no agitado” cuando quería disfrutar de un buen combinado antes de pasar a la acción. Los ingredientes que proporcionaban el arrojo y la energía necesarios al agente secreto eran: vodka, vermut seco… y la consabida aceituna. Como paradigma de la coctelería de celuloide destaca Cocktail (1988), basada en la novela de Heywood Gould, quien adaptó su propia obra a la cinta dirigida por Roger Donaldson, cuenta las noches de Brian Flanagan (Tom Cruise), un joven camarero que para costearse los estudios prepara en un conocido local neoyorquino deliciosos cócteles, como el daiquiri, elaborado a partir de ron blanco y zumo de limón criollo o lima; o el Red Eye, variante del Bloody Mary donde se sustituye el vodka por cerveza, y que en la película Brian combina con zumo de tomate y huevo crudo y sazona con varias especias.

El vino también ha constituido el telón de fondo del subgénero de las sagas familiares estadounidenses. La filoxera y la Ley seca que llegó en enero de en 1919 con la prohibición de la XVIII Enmienda de la Constitución y que dio orden de arrancar y destruir todos los viñedos –algunas pequeñas bodegas continuaron haciendo mosto, vino sacramental y vino de mesa– asoló los vinos de California, hasta que en 1933 la prohibición fue derogada. Hasta 1960 más de un centenar de familias se esforzaron en recuperar la industria del vino en California cultivando vinos dulces con otros exquisitos. Precisamente la acción de Esta tierra es mía (1959), de Henry King, adaptación de novela de Alice Tisdale Hobart, tiene lugar en los años 20. En el Valle de Napa, Philippe Rambeau (Claude Rains), viticultor francés, difiere de la política vinícola de nieto John (Rock Hudson), empeñado en producir alcohol clandestino. El patriarca, en cambio, quiere vender uva para el vino de misa o como uva pasa, tal y como marca la ley. En Un paseo por las nubes (1995), de Alfonso Arau, Paul (Keanu Reeves), un soldado estadounidense, tras regresar de la II Guerra Mundial, se enamora de Victoria (Aitana Sánchez-Gijón) una mexicana cuya familia es propietaria de uno de estos viñedos de la Baja California. Por último, Entre copas (2004), de Alexander Payne, basada en la novela Sideways (2004), de Rex Pickett, constituye en esa línea el mejor escaparate vinícola de la región californiana a través del relato de dos amigos que emprenden un viaje, a modo de despedida de soltero: uno aspira a paladear el perfecto Pinot y el otro se conforma con un económico Merlot. Sobre la competencia del competitivo negocio de los viñedos destaca Guerra de vinos (2008), de Randall Miller.

Los vinos italianos también han inspirado notables filmes. En El secreto de Santa Victoria (1969), de Stanley Kramer y con guión de William Rose y Ben Maddow, cuenta cómo un tranquilo pueblo del norte de Italia, Santa Victoria, célebre por su exquisito vino, es ocupado por un batallón del III Reich, cerca del final de la Segunda Guerra Mundial, con el fin de requisar un millar de botellas de vino, hurto que el nuevo alcalde, Bombolini (Anthony Quinn), un verdadero borrachín, pretende evitar ordenando un plan para esconder las botellas antes de la inminente llegada de los alemanes. También regada con muchos caldos italianos está Bajo el sol de la Toscana (2003), de Audrey Wells, a partir de la novela homónima de Frances Mayes, sobre una escritora estadounidense que vive en San Francisco y cuyo divorcio la lleva a comprar la villa Bramasole (“que anhela el sol”), en la Toscana, y decide comprarla.

Sin movernos de Europa, la seducción de la campiña francesa se ha convertido en un clásico. Frenck Kiss (1995), de Lawrence Kasdan, con guión de Adam Brooks, contiene uno de los diálogos más sabrosos en torno a una cata de vinos del sur de Francia: “Es un vino intenso con un toque de sofisticación y carente de pretensiones… En realidad sólo estaba hablando de mí misma”, afirma Kate (Meg Ryan) a lo que Luc (Kevin Kline) le responde: “No te equivocas: el vino es como la gente. El vino tiene todas las influencias en la vida a su alrededor, las absorbe y llega a su personalidad”. La película alcanzó tanto éxito que Beth Roberts publicó ese mismo año la novela. También ha explorado los vinos de la región gala Ridley Scott en Un buen año (2006) a través del personaje del corredor de bolsa londinense que hereda un viñedo galo cuya uva produce un vino que alcanza en el mercado negro un precio desorbitado; es la excelente adaptación de Un año en Provenza, novela autobiográfica del publicitario inglés Peter Mayle, quien convirtió su vida en la Provenza en una formidable aventura literaria y de placeres gastronómicos, ferias y restaurantes recónditos.

Incluso Alemania ha sido el escenario de otra cinta, esta vez española, sobre la buena vida: Bon appétit (2010), de David Pinillos, en la que Daniel (Unax Ugalde), un joven chef español, acaba de conseguir trabajo en el restaurante de Thomas Wackerle, en Zurich, donde se enamora de Hanna (Nora Tschirner) la sumiller del restaurante, y juntos exploran el apasionante universo del sentido del gusto. También el vino encandiló a Woody Allen en Vicky Cristina Barcelona (2008), en la que Juan Antonio (Javier Bardem) seduce a Cristina (Scarlett Johansson) invitándola a probar un blanco de Rioja y los tintos del Bierzo y el Priorat, en un papel de experto connoisseur que casi repitió junto a Julia Roberts en Come, reza, ama (2010), de Ryan Murphy, basada en el best seller de Elizabeth Gilbert. En cualquier caso, la película de Allen es una apetecible propuesta para que el espectador paladee los vinos patrios.

Vivir y beber de cine podría considerarse una grata consigna, un buen consejo para navegar por un mundo cada vez más complicado. El cine y el vino emergen en nuestro imaginario envueltos en elegancia y gusto, una escena que nos inspiró seguramente el cine… ¿O fue al revés? En cualquier caso y para disfrutar de las películas que nos hicieron soñar y alzar nuestras copas, quede aquí el homenaje a la mágica convergencia de los mundos de la moda y el cine bajo la mirada cómplice de la cultura.

BIBLIOGRAFÍA

1. Leopardi, Giacomo, ‘Diálogo de la Moda y de la Muerte’, trad. de Antonio Colinas, Madrid, Taurus, 2013, págs. 16-17.

2. Lipovetsky, Gilles, ‘El imperio de lo efímero. La moda y su destino en las sociedades modernas’, trad. de Felipe Hernández y Carmen López, Barcelona, Anagrama, 1990.

3. Baudrillard, Jean, ‘La sociedad de consumo. Sus mitos, sus estructuras’, trad. de Alcira Bixio, Madrid, Siglo XXI, 2009, pág. 209.

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