Como cualquier actividad humana, la ciencia puede ser un arma de doble filo. A pesar de los indudables beneficios que los avances en la ciencia y en la tecnología nos han traído, hay una creciente preocupación acerca de los posibles peligros de tales avances si no van acompañados de una evaluación ética y de una responsabilidad moral por parte de los científicos.
Dos ponentes en el reciente congreso Naturaleza Humana 2.0: Web, Antropotecnias, Naturalización de la Espiritualidad demostraron que el progreso científico no tiene por qué estar reñido con la ética y que puede contribuir positivamente a nuestra humanización.
El doctor Manuel Serrano Marugán, del Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas, explicó que el proceso de envejecimiento está estrechamente relacionado con el desarrollo de enfermedades degenerativas. Durante la mayor parte de la historia humana, la expectativa de vida fue tan corta que las enfermedades degenerativas eran muy poco frecuentes y los seres humanos solían morir de hambre, de violencia o de frío. Hoy en día, en cambio, como consecuencia del aumento progresivo en la longevidad humana, dichas enfermedades degenerativas representan la principal causa de mortalidad y tienen un impacto devastador sobre el bienestar de mucha gente mayor. Si fuera posible retrasar o revertir el envejecimiento, en teoría esas enfermedades disminuirían. Ahora sabemos que el envejecimiento está en parte, determinado genéticamente.
En 1993 el investigador norteamericano Tom Johnson descubrió una alteración genética que alargaba la longevidad en un gusano. El gen en cuestión, PI3K, ha sido muy conservado durante la evolución y está presente en todos los animales multicelulares, incluidos nosotros mismos En todos los animales en los que se ha reducido la actividad de este gen o la actividad de la cadena de proteínas activadas por este gen mediante manipulaciones farmacológicas, se ha alargado la longevidad. Dichos tratamientos son capaces no solamente de retrasar el envejecimiento de estos animales, sino de prolongar su juventud y estado de buena salud. Estos animales no solamente viven más, sino viven mejor. Otros experimentos realizados en animales genéticamente alterados han demostrado que se puede incluso revertir muchos de los efectos del envejecimiento, un hallazgo que refuta la idea generalizada de que el envejecimiento es fundamentalmente irreversible.
Estudios epidemiológicos han demostrado que diabéticos tratados con metformina tienen una incidencia menor de cáncer y otras enfermedades degenerativas. Si se administra este mismo fármaco a varios animales, incluyendo gusanos, ratones o ciertos peces, las vidas de estos animales se prolongan. Tradicionalmente, la comunidad médica no ha reconocido el envejecimiento como una enfermedad, pero la FDA acaba de aprobar un ensayo clínico investigando el posible efecto de la metformina sobre el envejecimiento humano. A veces criticamos a los médicos, probablemente injustamente, por intentar prolongar la vida humana a toda costa, incluso a costa del sufrimiento. Si las investigaciones acerca del envejecimiento estuvieran dirigidas a la extensión de la expectativa de vida humana independientemente de su calidad, esta crítica quizá tendría algún fundamento. Sin embargo, la estrecha relación entre los mecanismos celulares responsables del envejecimiento y las enfermedades degenerativas abre la posibilidad de alargar una vida humana de buena calidad, algo que representaría un avance humanizador importante.
Una ciencia realmente humanizadora tiene que ser ética y tiene que respetar el mandato de Kant de nunca tratar a otros seres humanos meramente como medios, sino como fines en sí mismos. La posibilidad de emplear células madre embrionarias obtenidas de embriones humanos sobrantes de procesos de fertilización in vitro para tratar muchas enfermedades humanas importantes suscitó mucha esperanza y optimismo, pero al mismo tiempo generó muchas controversias éticas. Dichas células son pluripotentes; quiere decir que pueden teóricamente convertirse en células maduras de cualquier órgano humano. Sin embargo, solo se pueden obtener dichas células mediante la destrucción de embriones humanos y, tras debates éticos muy intensos, se decidió declarar un moratorio sobre la generación de este tipo de célula humana. También existen células madre en adultos que son responsables de la renovación constante de tejidos como nuestra piel, nuestra sangre, o la capa interna de nuestro tracto digestivo.
El potencial uso terapéutico de estas células evitaría los problemas éticos asociados al uso de células madre embrionarias. Sin embargo, con la excepción de las células mesenquimales, que se encuentran en la grasa o el tejido adiposo, las células madre adultas son muy difíciles de obtener. Además, a diferencia de las células madre embrionarias, estas células no son pluripotentes y, por lo tanto, su potencial de generar células maduras de varios órganos es más limitado. Por ejemplo, no se puede generar neuronas o células del corazón de las células mesenquimales; solamente se puede generar cartílago o grasa. Debido al moratorio sobre la generación de más líneas de células embrionarias y las limitaciones de las células madre adultas, hubo una necesidad de investigar otras alternativas.
En 2006, el doctor Yamanaka publicó un artículo en el que demostró que se puede convertir cualquier célula adulta en una célula madre pluripotente (iPS o células madre inducidas) mediante la introducción en ellas de cuatro genes. Ya no hace falta destruir embriones humanos para obtener células madre capaces de convertirse en las células maduras de cualquier órgano. Mediante el proceso descrito por este investigador Japonés, se puede convertir células obtenidas, por ejemplo, de la piel o la sangre de un adulto, en células madre pluripotentes. Luego, teóricamente, se puede animar en vitro a estas células a diferenciarse y transformarse en las células maduras que uno necesita para el objetivo terapéutico en cuestión. De esta manera se puede generar, por ejemplo, neuronas dopaminérgicos que se puede inyectar en pacientes que padecen la enfermedad de Parkinson para, al menos, ralentizar y paliar su enfermedad, o cardiomiocitos, que se puede inyectar en el corazón de un paciente que ha sufrido un infarto para mejorar su función cardíaca. Las células madre inducidas no son capaces de generar un ser humano completo y esta tecnología evita completamente los problemas éticos asociados al uso de células madre embrionarias. El tema de las células madre es un ejemplo de cómo las aportaciones de filósofos y expertos en la bioética pueden alertar a la comunidad científica sobre las implicaciones éticas de su trabajo y cómo una estrecha y fructífera colaboración entre científicos y filósofos puede fomentar unos avances científicos éticos y realmente humanizadores. Un posible factor detrás de la reciente crisis económica es la tendencia por parte del neoliberalismo de conceder una autonomía quizás excesiva a los mercados financieros, basada en una visión antropológica reduccionista y algo simplista que considera al ser humano como esencialmente egoísta. Los defensores de esta idea a menudo citan al respecto las palabras del escocés Adam Smith, el fundador de la ciencia de la economía: “No es la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero la que nos procura el alimento, sino la consideración de su propio interés”. Sin embargo, en realidad, Smith, que era catedrático de la Filosofía Moral en la Universidad de Glasgow, tenía una visión del hombre mucho más matizada y sofisticada. Basándose en sus observaciones empíricas de la sociedad y los comportamientos humanos, postuló que los seres humanos poseemos una capacidad innata de identificarnos con las emociones y experiencias de los demás.
En su libro Teoría de los Sentimientos Morales dijo: “Por más egoísta que quiera suponerse al hombre, hay algunos elementos en su naturaleza que lo hacen interesarse en la suerte de los otros, de tal modo que la felicidad de éstos le es necesaria, aunque de ella nada obtenga, a no ser el placer de presenciarla”. Según Smith, lo que él llamó la simpatía es la fundación moral de la sociedad civil. De hecho, si pensamos en la época de la prehistoria, habría sido difícil que una especie como la nuestra hubiera sobrevivido si no fuéramos capaces de colaborar en la caza de animales grandes y potencialmente peligrosos. Parece más lógico que la selección natural del proceso evolutivo hubiera premiado de alguna manera facultades que facilitaran la cooperación e interacción entre los seres humanos. Ahora, resulta que muchos estudios neurocientíficos han confirmado la intuición de pensadores como Adam Smith acerca de la naturaleza humana y nos ofrecen una interpretación más humanizadora de nuestra forma de ser.
En otra presentación, el doctor Giacomo Rizzolatti, el descubridor de las neuronas espejo, explicó que este sistema neuronal se activa no solamente cuando realizamos una acción o experimentamos una emoción, sino cuando otra persona realiza una acción o experimenta una emoción. Mediante esta actividad neuronal somos capaces de entender directamente, sin tener que pasar por un proceso lógico de inferencia, las acciones y sentimientos de los otros. Las investigaciones neurobiológicas realizadas en monos y seres humanos demuestran claramente que hay una base neurológica de la empatía, una facultad que nos permite no solamente entender lo que otras personas sienten, sino literalmente sentir lo que ellos sienten.
Por supuesto, el ser humano es un resultado no solamente de su genética o de sus estructuras neuronales, sino de las influencias culturales. El reto es, a través de la educación y la cultura, reforzar nuestra capacidad empática natural, una capacidad que nos humaniza y que nos ennoblece como especie.
Por THOMAS SHEEHAN
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