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ZAHA HADID, HA MUERTO UNA DIVA

La comunidad internacional está en shock por la repentina muerte de la ganadora del Pritzker Zaha Hadid (1950-2016). Esta arquitecta angloiraquí nacida en Bagdad falleció inesperadamente en Miami a los 65 años. Quizá sólo entonces el gran público empezó a conocer su obra pionera y admirar su lugar único en un mundo de estrellas dominado por hombres. Fue la primera mujer en recibir el premio Nobel de la arquitectura, el prestigioso Pritzker, en 2004, hasta que Kazuyo Sejima lo ganó en 2010 junto con Ryue Nishizawa. Diga lo que se diga, Hadid era una visionaria, una atrevida y una luchadora, como hay pocos en el universo arquitectónico de hoy. En Europa la conocemos sobre todo por su puente-pabellón para la Exposición Internacional en Zaragoza (2008), su museo MAXXI en Roma (2009), su museo Riverside en Glasgow (2011), el Centro Acuático de Londres (2012) y, actualmente en construcción, su estación de trenes de Afragola en Nápoles.

Su obra innovadora se caracteriza por la curva y por sus formas futuristas, como si sus edificios fuesen testigos, visitantes, recién llegados de un mundo distinto, diferente, nuevo, inquietante y aterrador y a la vez fascinante, atrayente y enigmático. Como si estos testigos de una mente creativa y transgresora anunciaran un mundo nuevo, definitivamente humano, pero nuevo, de una novedad insólita e inesperada, tan inadvertida como lo fue su propia muerte.

Hadid llegó a crear un lenguaje propio, poético, lírico y sensual, algo inédito en medio de la solidez y virilidad que suele propagar nuestro entorno urbanístico. Su obra llegó como brisa fresca a una racionalidad rectangular: consiguió llevar nuestra imaginación hacia horizontes inimaginados e inimaginables, como olas, ecos fluidos, inacabados de un mundo radicalmente nuevo pero no alejado, no totalmente desconocido.

Hay que decir que la función museística de muchos de sus edificios se presta para una visión futurista, antiséptica de las películas de ciencia ficción. Es cierto que en algunos detalles, comprobado en Zaragoza y en Roma, las grandes líneas y las grandes ideas dejan de encajar perfectamente, resultando en unas goteras que siempre manchan la tarjeta de visita de cualquier arquitecto estrella, pero que no quitan la razón a la visión amplia del papel de utopista y visionario que cualquier arquitecto debe mantener en nuestra sociedad. Además, en Roma, uno se queda con la incómoda sensación de haberse perdido entre las líneas del paisaje futurístico, pero, de todos modos, esto podría haber sido la intención de la arquitecta. Tiene un concepto de la arquitectura como paisaje, flujo, río, corriente siempre inacabado, siempre en movimiento. Es su concepto, que ha podido elaborar en papel y en imaginación durante años antes de plasmarlo en un edificio concreto, construido. Desde entonces hasta su muerte repentina no ha parado de construir y diseñar, porque parece conectar con la mente de muchos de nuestros contemporáneos.

Hadid era pensadora, soñadora de grandes líneas y amplios espacios blancos, metálicos, curvados, fluidos, para acoger a masas de personas, a flujos de humanidad. Hadid creó para la humanidad, para hacer soñar la humanidad. Habló de un mundo nuevo, posible, acogedor. A su manera. Podríamos no estar de acuerdo con su manera, no gustarnos su estilo, pero de todos modos habrá que admitir y reconocer en ella a una de las grandes mentes de la contemporaneidad que han formado nuestra imaginación colectiva, apelando a nuestra capacidad de soñar y de jugar. Porque su obra tiene también algo de juego, mantiene algo de asombro infantil, de lúdico, que denuncia la seriedad de nuestro día a día. Hadid, y cada una de sus obras, toma el pelo a nuestro andar solipsista, autoreferenciado, que se toma tan en serio.

Hasta ahora, he alabado la novedad, la imaginación, el aspecto visionario, futurista y lúdico de la arquitectura de la dama Zaha Hadid. Igualmente se podrían alabar sus joyas, porque también triunfó como diseñadora. Pero con todo esto no he hablado de la dimensión religiosa de su obra. En efecto, toda su obra es puramente secular y se mantiene alejada de cualquier religión o religiosidad. Esto no quiere decir que su obra no tenga, hablando con Tillich y Rahner, una dimensión implícitamente religiosa o espiritual, que es legítimo resaltar sin patética necesidad de cristianizarla, sin deplorable recuperación eisegética. Es decir, sin hacer una mala interpretación desde los presupuestos o agenda del intérprete, leyendo en la obra lo que no hay o lo que no puede haber. En efecto, aquí me muevo en el terreno movedizo de la interpretación, como corresponde al filósofo y al teólogo. Se nos pide ir más allá de una mera descripción o presentación de la obra de un artista, al cual uno tiene fácil acceso en cualquier periódico o revista más o menos especializados, aunque siempre lo mejor sería tener acceso directo a una de sus obras para formar su propio juicio. Efectivamente, el lector ha de juzgar por sí mismo si las reflexiones que siguen apuntan a cierta verdad compartida.

Por lo tanto, con cautela me atrevería a decir que muchos de los valores indudables de la obra de Hadid, como son la novedad, el aspecto lúdico, la dimensión futurista e imaginativa, pertenecen, en clave cristiana, al campo de la escatología: una escatología que permite imaginar y soñar un mundo mejor, humano, no dislocado del nuestro, pero ya mostrando que tal mundo es posible. Es, seguramente, atrevido hacer tal salto. Sólo indico que ambas propuestas van en la misma dirección: no son ciertamente idénticas, pero se compaginan bien. Sobre esta base hemos de salvaguardar el mensaje estrictamente cristológico de la escatología cristiana, o sea, mostrar a la vez la continuidad del mensaje esperanzado de Hadid con la esperanza típicamente cristiana pero a la vez indicar sus límites. Es un ejercicio de aproximación, de percibir a Dios en todo, no de crítica ni de relativización o recuperación. Es un ejercicio de reconocimiento teológico, de reconocer las semillas del Logos en nuestra cultura ambiente. El mensaje cristiano es de todos los tiempos: también, como no, encuentra su humus, su terreno, en la contemporaneidad.

La obra de Hadid puede figurar como emblemática de nuestra mentalidad contemporánea por su insaciable afán de novedad: si Oscar Niemeyer era el vanguardista del siglo XX, Zaha Hadid lo es ciertamente del siglo XXI. Ambos compartían el mismo talento para criticar (lee: hacer avanzar) su tiempo con lenguaje de su tiempo y experimentar buscando incesantemente la sensualidad lúdica, lúcida y líquida de materiales sólidos, robustos y recalcitrantes como el hormigón y el acero. Su obra se sitúa en los límites de lo posible. Buscó los límites de todo: nada más postmoderno que este afán de superar los límites. Podría haber algo perverso en tal búsqueda titánica, como si la mente humana superara todo por sus propias fuerzas. Sabemos bien que no es así. Cualquier obra cultural, literaria o arquitectónica más aún cuando pertenece al ambiente público, tiene el deber político de ir en contra de este afán alienante que aleja al ser humano de su humanidad. Si la obra de Hadid alimentara tal afán postmoderno sin aportar ninguna buena nueva, deberíamos descartarla como otro intento, experimento interesante pero fallido desde el punto de vista del concreto universal durable que vale para todos los tiempos, aun enraizado en y perteneciendo claramente a una época concreta, como son las pirámides de Egipto, las catedrales góticas o la Sagrada Familia de Gaudí.

Los edificios de Hadid desafían el triángulo clásico de valores arquitectónicos, que Marcus Vitruvius Pollio puso por escrito de una vez por todas: utilitas, firmitas, venustas. Toda obra arquitectónica tiene que llegar a un equilibrio que es a la vez funcional, sólido y hermoso, o sea, tiene que ser práctica, segura y estética. Hadid ha llevado al límite este triángulo, encontrando hermosura en curvas ondulantes, casi orgánicas que diluyen una división sistemática entre puerta, columna, techo y pared: a veces, el edificio ya no parece estar al servicio del individuo humano sino de una mente desencarnada, venida de otro tiempo, de más allá. Uno queda siempre con una impresión que descoloca, o sea, que el edificio no haya encontrado su sitio adecuado, queriendo salir de sus confines limitados, apenas ajustándose en su entorno, clamando liberación y libertad.

Zaha Hadid es otra de estas historias exitosas de ambición tan queridas por nuestra cultura occidental, de alguien que ha logrado su puesto en el panteón dorado, edulcorado y adorado, solo por sus propios méritos: cuento de hadas para nuestra sociedad autosuficiente que triunfa por sus propios esfuerzos. Es cierto, esta dama combativa se conoce sobre todo desde su estación de bomberos en Vitra (1993): antes, su obra era de papel, imaginativa y utópica. En sus últimos años, ha mostrado que este sueño es realizable.

Nuestra cultura necesita soñar. Nuestra sociedad, atrapada en las garras del monstruo poliédrico llamado dinero, ya no sabe soñar. Está necesitada de imaginación escatológica, de alimentar su esperanza colectiva. Nuestro entorno urbanístico tiene un poder tremendo pero silencioso sobre nuestro bienestar o malestar, tanto que ni siquiera nos damos cuenta. Por ejemplo, no hay que ser un romántico para saber el bien que hacen los parques en las ciudades, a todo nivel: social, cultural, familiar, personal y profesional. En este sentido, los edificios de Hadid son más que edificios que albergan y protegen: son mensajes apodícticos a nuestra imaginación. Curvas dramáticas, cinematográficas, casi operísticas que desbordan todo concepto de edificio, de una abrumadora personalidad en medio de un aburrimiento mudo.

Es el pensador francés Paul Valéry quien observó que algunos edificios, muy raros, muy exquisitos, cantan mientras que la mayoría está muda, aunque algunos pocos parecen hablar: maravillosa metáfora para describir un aura arquitectónica, una atmósfera que desborda y incluye, atrae e influye en nosotros. En este sentido, unos edificios tienen más poder atmosférico que otros: tienen más personalidad. Unos son meramente interesantes, apelando a nuestra mente – Valéry dijo que estos edificios hablan. Es cierto, nos dicen algo, un mensaje concreto, conceptual, que se puede separar de su soporte como el de una señal de tráfico o los apuntes de una asignatura: una vez captado el mensaje, se puede descartar el mensajero. No obstante, en materia de formación, de Bildung, se trata de mucho más. En efecto, otros edificios, cada uno único en su especie, van más allá del hablar: cantan, apelando a nuestra imaginación y a nuestra sensibilidad. Nos llega un mensaje, menos conceptual, menos fácil de atrapar por una lógica racional, que ya no se puede separar de su soporte, que es imprescindible para poder captar –mejor dicho: dejarse captar– por el mensaje, que ya no es un simple mensaje conceptual sino un mensaje de simplicidad sensual, siempre paradójica, siempre compleja y completa.

Por cierto, no hay que olvidar nunca que se trata de una metáfora: cualquier edificio es físicamente silencioso, pero no todo silencio es meramente ausencia de ruido. Además, para que un edificio cante, o para que seamos capaces de captar su mensaje, tenemos que ser conscientes de que se trata de una relación que va más allá del sentido utilitarista y consumista. No se trata de objetos a nuestra disposición, sino de objetos que reúnen en sí, entorno a sí mismos, valores más allá de lo útil y de lo inútil, más allá del bien y del mal. Una obra humana como un edificio nunca habla o canta por sí mismo sino siempre para nosotros. El concepto del hablar, cantar o estar mudo, siempre implica un sujeto capaz, disponible, abierto para escuchar. Por lo tanto, la relación está siempre influida también por el sujeto-oyente y su capacidad o disponibilidad de escucha (concepto amplio que va más allá de la visión hegemónica).

Pongamos un ejemplo para aclarar esta metáfora valeriana. Hay monumentos conocidos, como el Lincoln Memorial en Washington D.C., el monumento a Vittorio Emanuele en la piazza Venezia en Roma y el Valle de los Caídos cerca del Escorial, que tienen un mensaje claro, como el de alabar a un líder político, aunque este mensaje recibirá acogida distinta, si no opuesta, dependiendo de quien escucha, de su nacionalidad y de sus intereses políticos. Además, estos monumentos cantan este mensaje de una manera indisociable de su soporte, causando reacciones vivas (más allá de lo meramente visual y conceptual) en el sujeto-oyente. Este mismo efecto, en mayor o menor grado, lo tiene cualquier edificio, en una gradación que va de cero (edificios mudos) hasta la máxima densidad e, incluso podríamos decir, personalidad (edificios que cantan y, por lo tanto, encantan). En este sentido, se podría entender que el Guggenheim de Bilbao, la Alhambra de Granada y la Sagrada Familia en Barcelona son edificios que ‘cantan’, aunque tengan un canto que sea en cada caso muy distinto y distinguido, y cada vez indisociable del soporte material y del sujeto-oyente.

Para muchos críticos de su obra, Hadid representa lo peor de la postmodernidad: un afán incansable de lo novedoso e inédito, de una expresividad individual donde la forma lo predomina sobre la función, la estética sobre la funcionalidad, con un estatus de celebridad que hace que cada gobierno local y municipal parece necesitar su Hadid, su Calatrava y suFoster para poder existir en el mapa contemporáneo. Como visionaria, no siempre cuidaba los ‘detalles’ de sus obras, o de la condición de sus obreros, detalles que no son detalles para arquitectos con sensibilidad detallista como un Peter Zumthor o un Luis Barragán, por ejemplo y/o por antonomasia. Ellos, hasta en los detalles, hasta en las fibras de la materia, se muestran fieles a la materia, conformándose con ella sin conformarse: es como si escucharan el susurro de la materia y solamente siguieran su fundamental orientación en una colaboración inédita con la naturaleza. Para poder entender su arquitectura, hay que vivirla, no mirar fotografías de su obra – esto es siempre un excelente punto de partida, desgraciadamente pasado por alto la mayoría de las veces. Sólo miradas expertas, ejercitadas, transitadas por la experiencia arquitectónica, siempre sinestética, saben leer reducciones fotográficas en su debida dimensionalidad múltiple, completa e íntegra.

En este sentido, en esta comparación, Hadid resulta mucho más racional, conceptual, mentalista. Quizá diseñaba más para la visión que para la piel, un sentido arquitectónico un tanto olvidado, desapercibido, pero que se despierta en cada visita al Alhambra, a cualquier obra de Zumthor o a cualquier claustro cisterciense, donde la piedra, la ruda piedra, nos dice algo más allá de la iconografía de sus capiteles que apela a la mente. Lo que la materia es capaz de transmitir, sobre todo la materia organizada, construida, erigida por una imaginación humana, es una religiosidad mucho más fina, delicada, pero más común también, más universal, más implícita, difícilmente recogida en palabras.

Por contraste, cualquiera que haya visitado uno de los logros emblemáticos de Hadid, siente que allí estamos en otro universo, distinto, novedoso, nada natural. Es como si la naturaleza con su concreta materialidad se hubieran difuminado, abstraído, escapado, estilizado y destilado. Hadid ha creado un universo diferente, menos o más humano, según nuestro punto de vista, de grandes líneas y no tanto de detalles, de sensualidad formal y no tanto material, de formas fluidas y no tanto sensibles. Es legítima tal opción.

A nosotros queda la tarea de entender las diferencias, de saborear los caminos distintos para llegar a una experiencia semejante, la de ser llevado más allá del materialismo de lo aquí y ahora, sin salir del aquí y ahora: es la paradoja buscada, una y otra vez, por la mejor arquitectura de todos los tiempos. Una paradoja que llamo escatológica, porque sabe hablar del más allá, y aun más, sabe transportar al más allá, sin salir del más acá. Es, lo habréis notado, la misma paradoja que busca cualquier forma de arte que merece tal nombre. Si esta paradoja pierde uno de sus polos, o sea, si solamente nos llevara al más allá, olvidándose del más acá, sería un engaño momentáneo, un engaño entretenido que buscamos en los fines de semana, en los cines, en los lugares de ocio, para no tener que pensar en la laboriosa monotonía del día a día. En este extremo, el arte sería, en efecto, un engaño. Por otro lado, si un edificio solamente fuera funcional y materialista, ofreciendo un techo sin apelar a la imaginación, no saldría del más acá. La mayoría de nuestro entorno urbanístico es así de básico, y no pasa nada: son los edificios mudos, en la categorización de Valéry. Frente a estos edificios, está claro que la obra de Hadid y de cualquier arquitecto digno de este nombre va mucho más allá y apela al ser humano en su integralidad y a la humanidad entera: cuerpo y alma, con sus necesidades corporales, materiales, físicas y psíquicas, sociales, culturales, imaginativas y religiosas (en sentido amplio y/o concreto).

La obra de Hadid, tanto la imaginada como la realizada, nos deja con la pregunta que cada uno debe responder por sí mismo: ¿Sus edificios pertenecen a un mundo imaginario solipsista que sólo ella era capaz de entender? O ¿también están enraízados en nuestro mundo, con capacidad de llevarnos más allá, sin dejar de enraízarnos en nuestro mundo concreto y de hacernos amar más este mundo concreto en que vivimos? En otras palabras, ¿son capaces de fomentar nuestro deseo de encarnarnos en este mundo concreto para llevarlo más allá de sí mismo, pero no sin él? Porque si es así, entonces coincidimos en algo del sueño cristiano para nuestro mundo, sueño de esperanza escatológica que sabe rezar como si todo dependiera sólo de Dios a la vez que actuar como si todo dependiera sólo de nosotros mismos.

Finalmente, su historia nos ayuda también a tener muy claro el papel limitado pero esencial de la dimensión humanista del arquitecto. Es capaz de ayudar a la construcción de un mundo mejor, no una construcción egocéntrica en honor a uno mismo sino al de una humanidad en progreso hacia un futuro mejor, que no olvida los detalles, que busca en los límites, en las fronteras, en los márgenes un espacio para vivir para todos: crea espacios para la imaginación y para el cuerpo, tanto individual como social. Ésta es la humanidad que buscamos, y si el arquitecto está de verdad llamado a hacer de este mundo un mundo mejor, tiene que incluir este mensaje, tiene que cantar en todas las fibras de su ser y de su obra este mensaje, esta buena nueva de esperanza. Si esta visión nos lleva adelante, hacia un mundo mejor, ya no importa si tal mensaje es explícitamente cristiano o no – aunque, lo sabían tanto Rahner como Tillich, ayuda fuertemente tener a mano algunas obras explícitamente cristianas para poder reconocer en las implícitas o anónimas una intuición que apunta en la misma dirección, o sea, para poder valorar y apreciar sus límites y sus fuerzas en un mundo que, a menudo, apunta a otra dirección.

Por BERT DAELEMANS

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