Hoy en día crece de manera evidente el interés por el estudio de los objetos con los que nos relacionamos día a día y casi sin darnos cuenta. Forman una parte importante del Patrimonio Cultural. Son elementos que hablan de nosotros mismos, de nuestra vida, de nuestro tiempo o del de nuestros antepasados. A ello han contribuido, sin duda, las investigaciones y publicaciones que se vienen realizando desde finales del siglo pasado como Historia de la vida privada (Ariès y Duby), Historia de las mujeres en Occidente (Duby y Perrot), o la edición de libros como La Historia del mundo en 100 objetos, de Neil McGregor, director del British Museum, cuyo contenido alcanzó en el Reino Unido, durante unos meses del año 2010, índices de audiencia muy notables en la BBC, pues durante un cuarto de hora se relataba en un programa de radio una parte de la historia de la humanidad a través de una pieza de la colección de dicha institución. Lo cual, por una parte, es indicativo de la importancia del conocimiento de la historia a través del concepto noventayochista de la intrahistoria, que alude a la importancia de lo cotidiano y, por otra, de que las creaciones del hombre para cubrir sus necesidades, su ocio, o para embellecer su entorno, son también huellas del pasado. Pues bien, muchos de esos objetos forman parte del conjunto de lo que conocemos como artes decorativas, artes industriales y objetos de diseño.
El término artes decorativas o artes aplicadas, alude a aquellas piezas dotadas de contenido o aspecto artístico, cuya creación atiende tanto a la forma como a la función. Tradicionalmente esta terminología se utilizaba para las creaciones destinadas fundamentalmente al embellecimiento y ornato, o para objetos de uso cotidiano, para distinguirlas de las Bellas Artes, cuando a menudo es difícil establecer la línea divisoria entre ambas. En cualquier caso, son siempre vestigios que evidencian que el sentido de la estética ha acompañado al hombre desde los tiempos más remotos y de que sus creaciones son una llamada de atención de una visión no puramente arqueológica, sino de que ya en las civilizaciones más antiguas existía una idea de diseño y un sentido de la armonía y el gusto en los usos de la vida diaria.
Indudablemente, los fondos de colección de los grandes museos de artes decorativas y diseño nos enseñan a ver la belleza de los objetos que nos rodean y que, muchas veces, son fruto de la creatividad de grandes artistas. Al tiempo que nos muestran la evolución del gusto de cada época, traslucen quien marcaba la moda y cuáles eran las preferencias en materia de estética. En España contamos con colecciones tan relevantes como las del Museo Nacional de Artes Decorativas, el Museo del Prado, el Museo Nacional de Cerámica González Martí, el Museo Arqueológico Nacional o la Fundación Lázaro Galdiano, entre otros muchos.
En nuestro país la afición por la vida refinada se inició en los reinados de Juan II y Enrique IV, y el lujo y la ostentación se acentuaron en el último cuarto del siglo XV, quizás por influencia del Ducado de Borgoña. Durante el reinado de los Reyes Católicos numerosos nobles e hidalgos establecieron su vivienda en las ciudades contribuyendo a la prolongación del arte gótico, mientras se incrementaba la presencia de la incipiente burguesía, los gremios y las cofradías de los oficios. Fueron estos sectores, todavía minoritarios, los responsables de la producción de objetos de artes decorativas. El carácter itinerante de la corte real generó algunos rasgos específicos, como el incremento de los tejidos que adornaban, aislaban del frío y la humedad, o distribuían el espacio. Tapices, cortinas, reposteros y alfombras eran versátiles y cómodos para el transporte. Del mismo modo, las arcas, arquetas, sillas, mesas y bancos, representativos de importantes logros técnicos; o en la orfebrería, las piezas de ajuar doméstico y objetos religiosos de plata y oro, combinados con esmaltes y piedras preciosas, como cálices y cruces procesionales.
Por otra parte, el hombre renacentista en su afán por conocer, mantuvo un tipo de vida errante que facilitó la internacionalización de las formas. De tal manera que, durante el reinado de los monarcas españoles de la casa de Austria, los miembros de la corte y las élites de la cultura y el arte ampliaron su horizonte vital, profesional, cultural y artístico. Por primera vez se intentó llevar una vida doméstica ordenada y, en general, las artes decorativas reflejaron el avance del vocabulario renacentista en todos los ámbitos, no sólo en los que dependían de un mecenas ilustrado, sino también en los representativos del gusto popular y mayoritario, como las creaciones cerámicas.
El siglo XVIII inició una serie de reformas que fueron, como hasta entonces, un asunto de la corte. Se trabajó en políticas mercantilistas de protección y fomento de la industria, la artesanía y el comercio nacionales durante el reinado de la nueva dinastía de los Borbón. En esta época formaban parte del panorama europeo las manufacturas organizadas en torno a las cortes de reyes y príncipes, debido a su iniciativa para atender al equipamiento de las residencias reales. Felipe V impulsó la creación de las Reales Fábricas, como la de Tapices o la de Paños de Guadalajara, la Real Fábrica de Vidrios y Cristales de La Granja y la de Cerámica de Alcora, entre otras creadas en tiempo de sus sucesores.. El escaparate de sus producciones estaba en los Sitios Reales de Madrid, que tenían como modelo a Versalles. Mediante estas instituciones se introdujeron nuevas técnicas de fabricación, al tiempo que se trataba de adaptar las producciones españolas al gusto de Europa y conseguir productos nacionales reactivando algunos sectores económicos en decadencia e impulsando otros nuevos. Con ello se evitaría importar productos suntuarios del exterior con la esperanza de encontrar su hueco en los mercados extranjeros. De todos modos, no faltaban los encargos de piezas de importancia a las manufacturas francesas para salones de la monarquía y la alta nobleza.
Indudablemente esto suponía el fomento de las artes decorativas, que vivieron una etapa de auge y se alcanzaron logros tan importantes como la sustitución de la loza y el vidrio por la porcelana y el cristal, respectivamente, además de la creación de nuevos objetos desconocidos hasta entonces.
En el siglo XIX la Revolución Industrial y la inauguración de la grandes exposiciones universales, trajo como consecuencia la utilización del término artes industriales para las producciones de la industria, distinguiéndolas así de las artes decorativas o suntuarias. Esto se unía al nacimiento de los primeros museos que custodiaban objetos que ponían el arte al servicio de lo útil (vajillas, muebles, jarrones, tejidos, joyas, etc.) vinculados a las escuelas de artes y oficios. Todo ello contribuyó al interés cada vez más generalizado de la sociedad por este tipo de objetos, e incluso los historiadores del arte se sintieron atraídos por su trayectoria.
En el siglo XX, se producía el nacimiento del diseño industrial, término que designa aquellas creaciones en las que interviene la máquina y la producción seriada. Se forjó, en cierta medida, gracias a las actividades de la Escuela Bauhaus y del movimiento De Stijl, que hicieron de la unión de arte e industria, cultura y técnica, un empeño pedagógico. La consolidación de la revolución industrial modificaba esquemas de comportamiento social, de los espacios domésticos y urbanos, y de los hábitos de consumo. Todo ello, al tiempo que la llegada de las vanguardias ponía fin a la jerarquización de los géneros pictóricos y extendía ampliamente el concepto de arte, junto al rechazo absoluto de lo académico e historicista. Artistas, arquitectos, diseñadores, movimientos e instituciones reivindicaron el establecimiento de relaciones entre el diseño y la producción industrial, como la Bauhaus que elevó los oficios a la categoría de las bellas artes con el fin de acabar con la separación entre artista y artesano.
Ya en pleno siglo XXI, en un mundo globalizado, el diseño ha llegado a ser, por cotidiano, incluso imperceptible, si bien como señala Philip Rawson, “es el medio por el que ordenamos nuestro entorno, remodelando los materiales naturales para satisfacer nuestras necesidades y lograr nuestros propósitos”. Vivimos en un mundo ya radicalmente distinto al siglo anterior, en el que la demanda y el consumo son de tal magnitud que los esquemas por los que se guiaban los artistas y diseñadores del siglo XX ha quedado atrás, y los objetos del pasado vuelven a ser, sin problema, fuente de inspiración…, o no. Realmente merecería la pena un esfuerzo por implementar de una manera clara este tipo de contenidos en los planes de estudios, todavía escasos en nuestros curricula, pues sigue siendo una asignatura pendiente en la formación de nuestros alumnos.
Durante el curso pasado y lo que va de año, hemos podido contemplar en Madrid exposiciones de gran importancia como Art Déco (Fundación Juan March), Arte transparente (Museo del Prado), Max Bill (Fundación Juan March), Alvar Aalto. Arquitectura orgánica, arte y diseño o Miró y el objeto, ambas en CaixaForum. Además, el Museo el Prado mantiene la itinerancia de la exposición Los objetos hablan, sobre piezas protagonistas de la pintura y claves para la correcta lectura de la obra. Pero no sólo, sino que al tiempo potencia las investigaciones en esta dirección, por ejemplo en la publicación de El vidrio en la pintura del Museo Nacional del Prado (2012) y prepara un espacio propio para el conjunto Tesoro del Delfín. Todo esto es motivo de felicitación: dejemos hablar a los objetos, que nos cuenten su historia, que es la nuestra.
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