OPINIÓN

EL PODER DE LA PERSUASIÓN

En el último año, muchos españoles nos venimos preguntando cuál es el bien que nuestros líderes políticos intentan ofrecernos a los ciudadanos de este país, pues tan difícil es de encontrar, o tan difícil les resulta a ellos reconocerlo como tal. Y me venía al recuerdo una pregunta que hace Sócrates al gran sofista Gorgias, cuando trataba de identificar el bien que estos perseguían con su arte de la retórica. “¿Cuál ese bien?”, preguntaba el primero. Y el segundo respondía: “El poder persuadir mediante sus discursos  a los jueces del tribunal, a los senadores en el Senado y al pueblo en las Asambleas, en una palabra, convencer a todos los que componen cualquier clase de reunión política”.

Pero, por lo que va sucediendo, pareciera que a  los ciudadanos nos persuaden discursos muy diferentes que transcurren por senderos solo esporádicamente transitados por la verdad o la justicia; porque quienes los hacen se acusan entre sí de mentir, de falta de honestidad,…; de tantas cosas, que nos preguntamos: ¿quién dice verdad?, ¿les importa realmente que sus palabras sean soportadas por hechos reconocibles?, ¿saben conjugar el sentido de justicia y la capacidad para discernir los caminos a seguir en un tiempo de inclemencia? Hay déficit público y paro mientras los parlamentarios reciben sueldos suculentos sin tomarse realmente en serio el trabajo que se les ha encomendado. Un estado de cosas que nos hace conscientes de que el bien al que aspiramos, en este proceso interminable, no lo podemos reducir  a sentirnos y sabernos persuadidos por palabras.

¿Qué encierra ese poder de la persuasión? ¿Cómo somos persuadidos? Quienes se dedican al oficio de persuadir deberían ser expertos al menos en dos actividades y han de tener el arte de saber fundirlas en una sola cuando se dirigen al público al que comunican sus mensajes. Por un lado, han de saber convencer con argumentos, es decir, han de dirigirse al entendimiento, apelar a la razón, saber utilizar los conceptos y diferenciar las paradojas de las contradicciones. Y, junto a ello, tienen que ser maestros en agradar a quien escucha, o sea, han de generar en sus oyentes la ilusión de que sus deseos más profundos van a quedar satisfechos, sus frustraciones van a encontrar cauces para transformarse en logros, algunos valores en alza van a ser subvertidos.

Pues, como sabiamente decía Pascal, las opiniones entran en el alma por dos ventanas, la del entendimiento y la de la voluntad. Y si a esto añadimos que los seres humanos somos más inclinados a creer, no por la demostración sino por el agrado, como bellamente pinta el Bosco o como afirman filósofos y prueban científicos, se hace muy difícil hacer discursos con el fin de convencer, que se sustenten en argumentos sólidos para la razón. Si la ventana del agrado está cerrada, la persuasión encuentra mucha dificultad para penetrar por la sola entrada del entendimiento. Pues, esa obrera cualificada que es la retórica, cuando se pone al servicio de la mera persuasión, sabe muy bien lo que tiene que evitar: no afinar ni en contenidos que resistan el contraste con los hechos, ni en la validez lógica de los argumentos, ni toparse con preguntas sobre lo justo. Llegamos así, lo sabemos bien en la España que vivimos, donde encontrar una pradera en la que encontrar fuentes donde la mayoría reconozca que puede beber de esa agua sin poner en riesgo su salud moral y política, se hace especialmente difícil.

Quizás a los líderes sí se les puede pedir que se sometan al esfuerzo de buscar cómo arrojar luz sobre cómo han persuadido a su electorado halagando sus oídos con lo que les agrada y demonizando lo que supuestamente les resultará letal. Se les puede pedir que contribuyan a reconducirlos hacia algunos lugares en los que la razón posibilite la argamasa adecuada para hacerlos asumibles por un amplio espectro de la población.

Precisamos de una ronda nocturna con luces de candil, en la que los perfiles que el sol hace impenetrables a los ojos cuando se busca un manantial, resulten en la noche formas abiertas a otros sentidos que perciben la humedad y reconocen el manantial con agua suficiente. Necesitamos ese ejercicio de responsabilidad al que los electores tenemos derecho.

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