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UN NUEVO CONSENSO SOBRE EL VALOR DE LA FAMILIA

La promoción de la familia tiene credibilidad si usa los métodos de la familiaridad. Sería contradictorio querer más presencia de la familia en la vida pública y no aplicar sus valores a las formas de fomentar esa perspectiva. Así, la cuestión de la familia no es sólo un tema a defender en la vida pública sino que propone un método. Por eso, si defendemos la familia, deberíamos hacerlo respetando, poniendo en práctica sus principios.

Efectivamente, la causa de la familia no solamente busca una mejor política específica ni sólo que sea un aspecto tenido en cuenta transversalmente. No, el valor de la familia tiene mayor alcance: es la propia forma de la cultura pública la que debía ser más familiar. No olvidemos que una de las inflexiones de la Historia se hizo bajo el lema de la fraternidad.

Estamos de acuerdo en que quien aboga por la familia debe buscar las condiciones de fraternidad en que hacerlo. Sin embargo, hay la tentación de que las ideas o creencias no sólo se pongan por encima de la fraternidad sino que las estrategias que se usen corrompan la fraternidad. Y si no se siente fraternalmente al otro, entonces estamos ante un juego de puro poder. En el momento en que la causa de la familia pivota sobre un juego de poder, pierde credibilidad y se convierte en una cuestión meramente ideológica. Se apela al peso de la tradición, al poder de las mayorías morales, a los derechos de las minorías, al voto de castigo pero en el fondo lo táctico ha degradado la causa.

Si en materia de familia o de vida no nos podemos sentar con el otro a hablar fraternalmente es que algo se ha hecho muy insuficientemente. Es cierto que al otro lado puede haber intolerancia, doctrinalismo, cerrazón, mala intención o incluso que esté buscando el modo de destruirte. Seguramente es lo mismo que ese otro lado ve en ti. Cuando se quiebra la fraternidad en las relaciones, entonces todo se dirige a estigmatizar más al otro, a autodefenderse con teorías paranoides y justificar que el propio fracaso se debe a una conspiración.

La clave de quien defiende el valor de la familia en la vida pública es sostener y cultivar el modo de la fraternidad en las relaciones públicas. Cuando se rompe la comensalidad, entonces la causa está perdida –incluso aunque momentáneamente se gane desde un punto de vista político o legislativo-. Los esfuerzos deben ir dirigidos a restituir lo que el Papa Francisco llama la “cultura del encuentro”.

Las estrategias basadas en la advocacy del poder han resultado derrotadas en todos los países en que las cuestiones de familia y vida se han planteado. Ello no se debe sólo al avance de lo que Juan Pablo II llamaba la “cultura de la muerte” o el papa Francisco denomina la “cultura del descarte”. Se debe a que la cuestión de la familia requiere un planteamiento que sea respetuoso con la familiaridad que propugna. El mensaje no es sólo que la familia debe ser respetada en sus derechos sino que la humanidad es una familia y que de la familia emerge un modo de proceder que humaniza la vida pública. Existe lo que Pablo VI llamó una “sociología de Nazaret”. Uno de sus principios es la fraternidad como sustrato de la ciudadanía. Por encima de con-ciudadanos, todos somos hermanos. Esto significa que lo personal es superior a lo político. Significa que ante todo cuando estás hablando con alguien es una persona única, con un rostro único y que hay que tratar fraternalmente. Te preocupa la causa que defiendes pero también te preocupa él. Si uno lo estigmatiza, lo caricaturiza o le hace sentirse minusvalorado o tratado como un criminal, entonces el diálogo se rompe.

Lo que nunca se debe perder en cualquier campaña es el diálogo. Porque entonces dará igual lo que digas, hagas o la justicia de lo que defiendas: al otro lado no habrá nadie para escucharte. Se convierten en campañas para los ya convencidos, para inflamar a quienes ya son partidarios, pero no logran sensibilizar a los otros.

Democracia sentimental

Respecto a la familia, las personas deciden no en función del régimen fiscal o de conveniencias sino desde su sentir. Es clave cómo las personas se sientan respecto al matrimonio y sus formas institucionales.

Cuando hablamos de democracia sentimental nos referimos a que la razón pública se forma procesando los sentimientos y emociones de la sociedad y la opinión pública. La democracia no es compatible con cualquier tipo de sentimiento sino que requiere unos sentimientos muy concretos; plurales pero convergentes. El consenso es el sentir juntos.

El consenso no está hecho de partidas jurídicas, experimentos científicos ni de sentencias de lógica abstracta sino que –aunque usa todos esos medios- principalmente consiste en un sentir profundo ante algo. El consenso crea paz, alegría, satisfacción, confianza o esperanza alrededor de una decisión –incluso aunque no es la que idealmente uno quisiera-.

El modo de sentir la familia y el matrimonio es la principal causa del apoyo social a la desinstitucionalización familiar, la relativización de estructuras antropológicas como el género o la legitimación de la desestructuración conyugal. No opera principalmente una ideología sino una reacción emocional frente a la tradición y las instituciones que median. Esa dimensión del sentir corresponde más a la dimensión de la belleza que a posiciones morales. Sinceramente no creemos que alguien decida cohabitar con su pareja o formar una pareja de hecho registrada en un organismo de la Administración porque moralmente le parezca una opción superior. Tampoco lo hace por indolencia o para no atarse al otro. En nuestra experiencia, lo que lleva a que alguien no opte por el matrimonio es cómo sienten dicha institución, qué sentimientos y emociones le suscitan.

Una institución no es una máquina de represión ni un controlador. Esa visión patologizadora se debe a unas ciencias sociales encerradas en una visión conflictualista de la realidad e hiperfocalizada en el poder. La vida social va mucho más allá del poder. El poder ni siquiera es el centro de lo social sino que lo es el amor. Las ciencias sociales están atrapadas por la idea, redes y contraculturas del poder. Una institución en realidad es un medio de compartir un modo de valorar, sentir y obrar. Es la forma de sentir las instituciones lo que ha penetrado de forma letal en el mundo de la familia. Por otra parte, el neoliberalismo desregula la vida, los vínculos y las responsabilidades. Ambos movimientos combinados ha herido dramáticamente la capacidad de las comunidades para transmitir su espíritu y soporte a la siguiente generación.

El problema de la familia es cómo parte de la opinión pública la siente; cómo siente el ser varón y mujer, cómo siente la conyugalidad y el matrimonio, cómo siente el amor. Es decir, que es un asunto del orden estético: cómo se contempla con el corazón la familia.

Esto conecta con la primera cuestión que habíamos abordado. Si al defender la familia se rompe la fraternidad y la familiaridad entre las partes en discordia, entonces eso corrompe el modo de sentir al otro y su causa. Cuando la defensa de la familia comienza por la recomposición de la confianza, la comensalidad y hasta la fraternidad en la estima y trato del otro, entonces está interviniendo en el modo de sentir del otro.

Gran parte de los problemas que enfrenta la propuesta cristiana de familia procede de cómo mucha gente siente a la Iglesia en su gestión de los asuntos de familia. Hay heridas profundas que hacen supurar rencor y desconfianza. Nadie va a mover su posición sin previamente restaurar la fraternidad. Las posiciones están demasiado ideologizadas y es muy fácil descartar y despreciar al otro. La agresividad de la advocacy profamilia corrompe los principios de la propia causa que defiende.

Restaurar la cultura del encuentro

Para impulsar un nuevo consenso de familia es necesario restaurar la cultura de encuentro. Lograrlo, ya comienza a introducir de nuevo el valor de lo familiar en la vida pública. Conseguir sentarnos de nuevo alrededor de la mesa genera un principio de hogar. Quienes se sientan no son representantes, negociadores, profesionales, activistas ni poderosos sino personas singulares con una historia propia.

Buscar el nuevo consenso de familia desde la sociología de Nazaret nos obliga a relacionarnos desde esa unicidad de las personas, escuchar a fondo, tratar de salvar la proposición del prójimo haciendo la mejor interpretación posible –como recomendaba Ignacio de Loyola-, empatizar con su historia, comprender, valorar. Y requiere mucha presencia. Y esto no es táctico: hay un interés genuino por el otro. Sólo tanto cuanto se logre relacionarse entre personas –no entre cargos ni negociadores- reales con historias reales, la familiaridad se abrirá paso.

Un hogar no se sostiene porque los miembros realicen sus funciones sino en un estar compartido, abundante e incondicional. De igual modo, para confraternizar con aquellos a los que quieres proponer el modelo cristiano de familia, es necesario estar tiempo en sus ambientes y lugares, compartir muchas otras cosas en las que sí se converge.

Quizás la desafección respecto a la propuesta cristiana de familia parte de una separación previa. Al no convivir cotidianamente con personas con posiciones diferentes, es difícil impostar la fraternidad. Eso es resultado de un bajo reconocimiento de la pluralidad en nuestros entornos y en la propia comunidad cristiana. Si se quiere tener conocimiento interno de la experiencia y sentir de parejas de hecho no hace falta irse lejos de las parroquias y espacios cristianos comunes, donde entre un cuarto y un tercio de las familias viven de dicha forma.

Otro factor que ha creado esa separación previa ha sido la estigmatización que en espacios de Iglesia se ha hecho de los cristianos en partidos, movimientos, organizaciones o incluso estilos estéticos que no se correspondían con el estándar que se planteaba como normal –ni siquiera mayoritario sino idóneo a la luz de determinadas ideas-. Eso ha llevado a que se fracture el propio suelo de la propia casa eclesial. Algunas prácticas en la Iglesia han convertido las diversidades en divergencias o incluso ausencias.

Una causa universal

Tanto cuanto se perciba la familia como una causa que el cristianismo pretende monopolizar, ésta será diana de oscuros sentimientos de suspicacia. Evidentemente la propuesta cristiana sobre familia no quiere ser condescendiente con otras propuestas de familia ni minusvalorar a quienes buscan el amor y formar a sus hijos para el bien. Por el contrario, la Exhortación Apostólica Amoris Laetitia manifiesta estima y gratitud, no importando la religión, pueblo, ideología o estilo del que proceda (no.77). El cristianismo no propone para el conjunto de la comunidad política un modo peculiar de ser familia sino que la familia sea lo que antropológicamente es, que su institucionalización y valor sea fiel a la condición humana. Evidentemente la Iglesia propone que Jesús nutra la vida interna de las familias y no deja de compartir la plenitud humana que conlleva. Pero sabe bien la pluralidad política, cultural y social del conjunto de la sociedad. Para todos comparte su Fe pero propone un consenso no para hacer familia religiosamente sino para hacer antropológicamente familia. Jesús desvela el misterio de la condición humana y humanizar la familia es siempre revelar el misterio de Jesús.

Se ha abierto otro ciclo que propicia un nuevo consenso de familia. Es enorme el fracaso de las estrategias que han puesto confianza en el poder de la institucionalización y en institucionalizar su poder. Quizás hay que pasar de las estrategias a la pastoral, que es donde realmente la Iglesia encuentra su ser con los otros. La Alegría del amor ha supuesto el giro radical que solicitaban los obispos del mundo en los dos sínodos universales celebrados en 2014 y 2015. De hecho, esa Exhortación Apostólica es el documento eclesial sobre familia más colegiado de la historia con todos los obispos del mundo.

Pero no sólo la Iglesia ha abierto otro modo de relación con la sociedad y la gente en materia de familia, sino que hay cambios sustantivos en otros ámbitos. Uno importante procede de la reformulación del Estado de Bienestar. Se propone un modelo llamado la sociedad de los cuidados donde la familia cumple un rol crucial. La propuesta de la sociedad de los cuidados procede de entornos muy plurales que convergen en que es necesario un nuevo contrato social basado en la primacía de las redes, comunidades y familias; las políticas de sentido, la personalización, el desarrollo integral y las lógicas colaborativas. Poco a poco se va conformando la alternativa desde posiciones de izquierda creativa, el movimiento ecologista, el feminismo, las comunidades digitales y también sintoniza con las propuestas de la doctrina social de la Iglesia y la espiritualidad del cuidado.

Pero sobre todo ese nuevo consenso se basa en una constatación que sigue persistente en toda la sociedad: la familia es la institución más valorada, la que más confianza sigue generando y la urdimbre de sentido para las personas. Es la institución más universal, originaria e imprescindible de la humanidad. Sin familia no habría solidaridad ni democracia. El hombre se hizo hombre gracias a la familia; es una estructura constitutiva de la condición humana. Esa constante antropológica y social juega siempre a favor del valor de la familia. Podrá ocultarse, revestirse o prohibirse pero una y otra vez persistirá bajo toda condición y volverá a resurgir.

Hay una gran oportunidad para un nuevo consenso sobre el valor de la familia y que buena parte de la sociedad la sienta de un modo más positivo. Pero para eso necesitamos otra forma de compartirlo en la sociedad: restaurar la fraternidad de la sociología de Nazaret.

Por FERNANDO VIDAL

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