En la presentación de los resultados que ha hecho este mes de marzo el secretario general de la OCDE, Ángel Gurría, hay un dato que, a mi juicio, sobresale: el paro juvenil está próximo al 43%, o si se prefiere, alcanza una cifra que es superior al doble de la tasa de desempleo. Como se puede comprobar en los datos de este organismo, la proporción no es significativamente diferente de la que ha venido siendo en la última década pero, no por ello, la cifra deja de ser un escándalo.
La situación afecta a todos, también a los jóvenes con formación universitaria, como hemos mostrado en Critica más de una vez, evidenciando la necesidad de emigrar a otros países para encontrar un empleo o compitiendo muy duramente con formación de excelencia para lograr becas o contratos precarios. Pero los dramas mayores los viven los jóvenes que no tienen tanta formación y las familias de éstos. Una vez más, todos los caminos llevan a Roma, y en esta cuestión, Roma es la educación, la escuela.
Los datos de abandono escolar son escalofriantes. La tasa de abandono escolar en España es de un 20% cuando la media en la UE es de un 11%. ¿Qué nos pasa? La sociedad ha ido generando espacios por iniciativa de grupos y entidades sensibles a esta realidad, donde algunos jóvenes retoman un asegunda oportunidad de formación que les abre al mundo del trabajo. Conozco desde dentro el esfuerzo, la creatividad y la dedicación que esto supone. Pero no nos confundamos. Estos ejemplos son luciérnagas que, en la noche, indican el camino a seguir, pero no son la solución a un problema cuya magnitud está clamando por unos modelos nuevos y flexibles en la educación formal. Cada nueva ley ha ofrecido propuestas que buscaban ser válidas y adecuados a la realidad de su momento y siempre ha habido profesores que han ofrecido lo mejor de su creatividad y bienhacer. El presente reclama algo nuevo, que aúne voluntades y que recupere las vocaciones de los que se sienten con ganas de ser maestros y no solo profesionales de la enseñanza.
Hubo un tiempo, no lejano, en que hablábamos de la generación ni, ni. Esa generación nos llevó al 15M y hoy una buena parte de ellos han encontrado su acomodo en la política y en sus currícula aparece la palabra activista en la casilla de la profesión. De la calidad de las propuestas y de los argumentos que escuchamos en los Parlamentos y en los demás foros políticos no podemos inferir que la cuestión esté en vías de encontrar una solución. El pacto educativo sigue sin ver horizontes de viabilidad, el desánimo de los docentes va en aumento, y no es menor en los alumnos la falta de motivación, el desinterés por la cultura escrita, la dificultad de ponerse de acuerdo en una jerarquía de valores entre unos y otros, la intolerancia, el miedo a la diversidad… Junto a todo ello, son importantes los problemas en el interior de las aulas por comportamientos violentos o carentes de respeto de unos jóvenes para con otros, para con docentes y otro personal del centro. Todo ello no hace augurar que hayamos acertado, no ya en las metodologías de enseñanza, sino en ofrecer los ámbitos de valores humanos y cívicos donde construir una verdadera cultura de encuentro.
Pero nos engañaríamos si la solución del problema lo buscamos únicamente en la escuela. El fracaso escolar hace sonar todas las alarmas de otro ámbito, la familia, víctima sufriente de la crisis y de la precariedad del empleo que se viene creando. No hay tiempo para acompañar a los hijos, y cuando lo hay, el ánimo no está en el mejor momento para ofrecer estímulos a los más jóvenes.
Los medios de comunicación y las redes, son además muy importantes, pero la escuela y la familia son los catalizadores de una tragedia anunciada, cuyas señales están empezando a golpear a las puertas de nuestra sociedad con señales que no queremos ver ni nos atrevemos a descifrar.
Todos estamos invitados, no solo la escuela y la familia a generar ambientes que posibiliten a los niños, adolescentes y jóvenes el desarrollo en cada cual de esa zona de humanidad que reconoce en el otro a alguien a quien respetar, con quien colaborar, con quien disentir con argumentos, a quien, llegado el momento, saber perdonar. ¿Nos despertaremos del sueño?
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