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¿ESTÁ LA SOCIEDAD NECESITADA DE FILOSOFÍA?

La filosofía, bien entendida y bien comunicada, hace aportaciones de gran valor a la vida de las personas y a la regeneración social. Nos ilumina sobre la naturaleza humana y el sentido de la vida, así como sobre el bien y la justicia, sobre la belleza y la  verdad, sobre el conocimiento y las formas correctas de razonar, sobre el mundo natural y sobre Dios, al tiempo que añade criterio y libertad a nuestra acción. Nuestra sociedad está necesitada de filosofía, sí, aunque no de cualquier filosofía. Del mismo modo, habría que decir también que la filosofía académica está necesitada de sociedad, o sea, de más contacto con la sociedad. Y sin embargo, no podemos negar que se está produciendo un cierto distanciamiento, uno de cuyos síntomas es la reducción paulatina de las horas de filosofía en la enseñanza media.

Sería muy fácil culpar de ello solo a una sociedad llena de ruido y de furia, en la cual los umbrales de atención se han reducido a escala piscícola y el sosiego para razonar se ha visto reemplazado por el fragor de las consignas virales. Pero antes de hacerlo, los filósofos deberíamos barrer nuestra propia casa. Si la filosofía es percibida como abstrusa e inútil, quizá es porque en buena parte se ha vuelto abstrusa e inútil, e incluso peligrosa a ratos.

Una porción importante de la filosofía académica ha llegado a ser perfectamente impertinente para la vida de las personas, pues trata cuestiones que solo se plantean en el seno de cada escuela de pensamiento; son problemas técnicos internos, a veces meros enredos intrascendentes. Es muy natural que no interesen a nadie que esté fuera de la escuela en cuestión, sea filósofo o no. Esta deriva genera incomunicación -cuando no desprecio mutuo- incluso entre las propias escuelas filosóficas contemporáneas; cuánto más entre la filosofía y la sociedad.

Ortega ya criticó en su día la barbarie del especialismo. No es que la especialización sea mala; no lo será mientras no degenere en especialismo. Pero la tendencia a la especialización ha de ser atemperada por una mirada integradora. Pues bien, la filosofía, que está llamada a ejercer esa mirada, se muestra a veces ella misma como un avispero de subespecialidades y de escuelas mutuamente incomunicadas y cada vez más aisladas de la sociedad. Por no hablar del factor pedantería: algunos filósofos solo se sienten a gusto despachando en lenguas foráneas o muertas, cuando no directamente en filosofiqués. Cualquier cosa con tal de evitar el humilde idioma del común.

Fue Ortega también quien habló de la claridad como cortesía del filósofo. Es cierto que una parte de la filosofía contemporánea es descortés, por abstrusa. Pero la oscuridad no es una propiedad necesaria de la filosofía. Existen magníficos ejemplos históricos de comunicación filosófica clara y exitosa. Dicha comunicación se ha ejercido tradicionalmente a través de cauces literarios, mediáticos y escolares.

Muchos filósofos saben comunicarse con la sociedad mediante diálogos, ensayos, novelas, obras de teatro o poemas de alta calidad literaria. Entre nosotros cabría mencionar, por poner tan solo un ejemplo, la obra de Unamuno. Y a ello habría que añadir la profunda carga filosófica que encontramos en numerosos literatos y cineastas. La nómina sería inacabable. A título simplemente ilustrativo, permítaseme evocar las figuras de Antonio Machado y de Wislawa Szymborska en literatura, las de Woody Allen y Terrence Malick en cine.

También se ha dado una valiosa tradición de filosofía en prensa, especialmente en España. Los ya citados Ortega y Unamuno transmitieron buena parte de su obra filosófica a través de los periódicos de la época, en artículos de gran difusión. También Julián Marías fue capaz de plasmar sus ideas filosóficas en diversos géneros periodísticos. En nuestros días, los influyentes artículos de prensa de pensadores como Adela Cortina o Fernando Savater cuentan con numerosos lectores. Recordemos, de paso, que las conferencias de Ortega llenaban teatros y que actualmente las de Savater atraen audiencias masivas.

También la radio ha servido de cauce para la expresión filosófica. El caso paradigmático es el famoso debate sobre la existencia de Dios que mantuvieron en 1948 Bertrand Russell y Frederick Copleston a través de BBC radio. Y en televisión hemos visto piezas de comunicación filosófica de gran valor. Actualmente está en emisión, a través de BBC radio y televisión, el programa titulado The Global Philosopher. Lo conduce el prestigioso filósofo estadounidense Michael Sandel.

Incluso Internet puede ser un ámbito acogedor para la filosofía si se sabe emplear con tiento. Existen blogs de contenido filosófico que concitan un apreciable seguimiento. Y ni siquiera hay razones para que la filosofía sea ajena al género más apresurado y compacto del tweet, tan próximo al aforismo y al filosofema.

El otro gran cauce de comunicación social de lo filosófico es el sistema educativo. Desde hace algo más de una década se ha ido restringiendo en nuestro país el lugar de la filosofía en la enseñanza media, sea para hacer hueco a ciertos mensajes ideológicos, sea para satisfacer una concepción meramente instrumental de la educación. Esta desestabilización ha tenido también efectos negativos en las facultades de filosofía. La resistencia frente a estos procesos, procedente tanto del gremio filosófico como de diversos sectores sociales, ha permitido que se mantenga al menos un modesto espacio para la enseñanza de la filosofía.

En resumen, la comunicación social de la filosofía se enfrenta a varios obstáculos, algunos de ellos relacionados con tendencias sociales recientes y otros con la propia forma de hacer filosofía, pero ninguno es insalvable, como atestiguan los muchos casos de éxito, tanto históricos como actuales. Varios ejemplos han sido traídos para confirmar que la filosofía sí interesa a la sociedad, que si puede ser comunicada con éxito, que no es necesariamente abstrusa. Hace falta, eso sí, atención a los problemas reales y esfuerzo en la claridad expositiva. Cuando se pierden de vista estas dos guías, la filosofía se va aislando en un academicismo estéril, y la sociedad va prescindiendo de ella.

Queda todavía pendiente la cuestión de la utilidad. Podría darse el caso de que la filosofía, aunque comunicable, resultase finalmente inútil para la vida de las personas. Es verdad que la filosofía puede ser entendida como un fin en sí misma, y en este sentido no necesita justificarse por su utilidad, pues no es un medio. Las preguntas filosóficas que nos hacemos todos desde niños, y las respuestas que tanteamos, forman parte de una existencia lúcida. En este sentido, la filosofía no es una actividad profesional exclusiva de unos pocos, sino una actividad humana que todos estamos llamados a practicar. Una vida sin ella resultaría inevitablemente más pobre. La filosofía académica puede, eso sí, fomentar esta actividad humana y mejorar su calidad. Y esta es quizá la principal utilidad de la filosofía académica, que se pone, así, al servicio de la vida humana.

Intuimos ya que hay dos formas de entender la filosofía académica: de abajo arriba o de arriba a abajo. Algunos filósofos razonan a partir de la experiencia cotidiana y de la opinión común, a partir de la natural actitud filosófica de todo ser humano. Tratan de elevar el conocimiento, desde ahí, hacia una mayor claridad. Parten, por así decirlo, del sentido común, lo revisan y reforman, lo mejoran y critican, sin llegar nunca a traicionar las bases de la naturaleza humana. Se apoyan en las tradiciones sapienciales, y las respetan, pero sin hacerse esclavos de las mismas. Y finalmente ponen, con talante realista, sus hallazgos filosóficos al servicio de una vida mejor para las personas y las sociedades. Quizá el paradigma de esta forma de hacer filosofía lo encontremos en Aristóteles y, en general, en la tradición aristotélica. Por otro lado, el estereotipo de Platón puede ilustrar la estirpe de los pensadores descendentes, los que parten de las alturas de la Razón abstracta, construyen en ese plano un entramado conceptual perfecto -una especie de jaula dorada y vacía- y lo dejan caer con violencia sobre el mundo de la vida.

La primera forma de hacer filosofía es, efectivamente, utilísima para la vida humana, la otra resulta irrelevante en el mejor de los casos, peligrosa en el peor de ellos, como la historia nos enseña. La primera apela a la actitud socrática, a la prudencia aristotélica, a la humildad intelectual o docta ignorancia, al falibilismo contemporáneo, al reconocimiento de los propios límites y de la riqueza inabarcable de lo real. La segunda opera desde el orgullo y el sueño de la Razón.

Permítaseme ilustrar esta dicotomía mediante dos textos actuales, y juzgue el lector cuál de ellos corresponde a cada una de las dos formas de hacer filosofía: “No considero que el conflicto entre la posición que he adoptado y tan ampliamente aceptadas opiniones sobre la santidad de la vida infantil –escribe Peter Singer- sea motivo para abandonar mi posición […] Nada de todo eso demuestra que la matanza de un niño sea tan mala como la de un adulto (inocente) […] Las razones para no matar personas no son válidas para los recién nacidos” (Ética práctica, Ariel, 1984, pp. 156-7).

Quizá el mejor comentario que se pueda hacer a las afirmaciones de Singer consista en ponerlas al lado de algunos textos de Hans Jonas: “El arquetipo clásico de toda responsabilidad [es] la de los padres por el hijo […], el recién nacido, cuyo mero respirar dirige un irreplicable ‘debes’ al mundo que lo rodea: que lo acoja en su seno. Mira y sabrás” (El principio de responsabilidad, Herder, 1995, pp. 215-216).

Preguntémonos de nuevo, ¿está la sociedad necesitada de filosofía? Y la respuesta tendrá que ser: sí, pero no de cualquier filosofía. Ninguna sociedad necesita filosofías descendentes de las que desprecian la sabiduría común e intentan imponer sus esquemas abstractos sobre -¿contra?- el mundo de la vida.

Nuestra sociedad, en cambio, sí necesita más filosofía ascendente, porque mejora nuestra vida en lo personal y en lo social, contribuye a la búsqueda del sentido, integra saberes y haceres, nos hace algo más libres y lúcidos respecto de las tecnologías y de las ideologías, ayuda a entender qué es el bien y la belleza y la verdad y está abierta a un diálogo respetuoso con otros muchos ámbitos de la vida humana.

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