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LAS ESCRITURAS DEL YO Y LOS ALGORITMOS

¿Es viejo hablar de escrituras del yo? ¿Son los diarios, confesiones, autobiografías, etc., meros juegos estéticos que nada aportan al conocimiento?  Desde luego estas preguntas no pueden dejarse de lado ante lo que dicen las nuevas ciencias de la vida y los trepidantes avances tecnológicos. Estamos en un momento en que se dice que los algoritmos pueden decir quiénes somos. Algunos científicos afirman que incluso mejor que nosotros mismos. Y entonces ¿qué necesidad hay de seguir escribiendo sobre el yo? En el reciente best-seller titulado Homo Deus. Breve historia del mañana, de Yuval Noah Harari, aparece formulada la pregunta: ¿qué es el yo?  Y se responde  que los descubrimientos de la inteligencia artificial consideran que sus análisis pueden llegar a ser claves para su definición. Existen estudios que concluyen que el cálculo del algoritmo permite un conocimiento superior al de la pareja o persona con la que se convive y, por supuesto, mejor que como uno mismo: “Un algoritmo externo puede teóricamente conocerme mucho mejor que lo que yo nunca me conoceré. Un algoritmo que supervisa cada uno de los sistemas que componen mi cuerpo y mi cerebro puede saber exactamente quién soy, qué siento y qué deseo. Una vez desarrollado, dicho algoritmo puede sustituir al votante, al cliente y al espectador. Entonces el algoritmo será quien mejor sepa lo que le conviene, el algoritmo siempre tendrá la razón y la belleza estará en los cálculos del algoritmo” (p. 360). La validez del algoritmo para el conocimiento es una de las cuestiones más incisivas y urgente de la cultura actual: ¿Puedo quedar reducido a un algoritmo?, ¿es esa la verdad y la belleza de mí mismo? Harari inserta su juicio en una evolución histórica, marcada por los lugares en los que encuentra una cultura su apoyo y sentido: “En el siglo XVIII, el humanismo dejó de lado a Dios al pasar de una visión del mundo teocéntrica a una visión del mundo homocéntrica. En el siglo XXI, el dataísmo podría dejar de lado a los humanos al pasar de una visión del mundo homocéntrica a una visión del mundo datacéntrica” (p. 423).

Según esto, se podría pensar que las escrituras del yo son innecesarias. La cuantificación de nuestros likes, la colección de nuestras compras por Amazon, de nuestras búsquedas en Google, o el análisis de las fotos que subimos en Instagram, además de los tuits que seguimos son ya materias suficientes para establecer quiénes somos. Pero hay algunas cosas que no soluciona el procesador de nuestro algoritmo, o lo hace solo numéricamente, y es conceder unidad a cada uno de los fragmentos de la vida. No creo que el cómputo matemático dé el valor justo a cada una de las imágenes subidas o pueda considerar que la repetición de algo sea lo que uno prefiera; aunque se me podría objetar que ya hay máquinas que miden las emociones, la adrenalina que desprende nuestro cuerpo ante una situación de miedo o las endorfinas que produce algo que nos resulta placentero. También estos cálculos biológicos podrán decir mucho de nosotros.

Desde luego, estos estudios ponen de manifiesto el deseo de llegar a clarificar lo que nos es más querido y más cercano, existe una necesidad de saber qué somos. A esta sed  se responde de muchas maneras, el problema es saber cuál es la más adecuada. Y, desde luego, las escrituras del yo son un intento por responder a esta demanda. Son las obras que se inscriben en los géneros que los anglosajones llaman Life Writing y que queremos traducir por Bio literatura. Incluye las biografías, las autobiografías, las memorias, los cuadernos, los carnets, los diarios, los dietarios, las confesiones y las cartas. Todos estos modos literarios hablan de la vida y del intento por encontrar su sentido, la unidad entre las partes.  Se busca a través de la escritura al consignar los cambios, el desarrollo y el crecimiento a lo largo del tiempo de la vida. De algunas de estas formas, solo la sutil e irreductible conciencia que se tiene de las partes es lo que marca la diferencia con los resultados del algoritmo. De esta diferencia, nace todavía una pregunta: ¿llegará el algoritmo a enmendar la conciencia del yo? Esa pregunta está en la base de todos los hallazgos de la inteligencia artificial. Mientras tanto, lo que está pasando es que se escriben, compran y leen más libros de Life writing y se inician más blogs cada día en la red donde se escribe sobre quién es uno y cómo percibe las cosas. ¿Es este incremento señal del deseo de no quedar definido por unos resultados matemáticos?, ¿se trata de una tentativa por poner de nuevo en el centro la persona, es decir, eso que define al yo como autoconciencia del cosmos y de la realidad? Y si es así, ¿qué es lo específico de las escrituras del yo que las hace insustituibles?

María Zambrano, en una conferencia que pronunció en 1943, hablaba de la confesión como el género propio de los tiempos de crisis, como el nuestro: “La confesión surge de ciertas situaciones en que la vida ha llegado al extremo de confusión y de dispersión. Cosa que puede suceder por obra de circunstancias individuales, pero más todavía, históricas. Precisamente cuando el hombre ha sido demasiado humillado, cuando se ha cerrado en el rencor, cuando sólo siente sobre si “el peso de la existencia”, necesita entonces que su propia vida se revele. Y para lograrlo, ejecuta el doble movimiento propio de la confesión: “el de la huida de sí, y el de buscar algo que le sostenga y aclare” (La confesión 29). La filósofa sitúa la causa de esta vuelta a los géneros que tienen al yo por protagonista, en esos momentos en que la verdad ha dejado de enamorar a la vida, y así surgen formas que buscan hallar la unidad desde la dispersión. Podría estar aquí la respuesta a este reconocimiento de esos libros que confiesan, cuentan al día, anotan lo que han vivido, se autobiografían o hacen memoria de lo experimentado personalmente. Desde esta hipótesis se puede pensar en qué es lo que aportan y si eso es algo distinto a lo que analizan los cálculos numéricos de los algoritmos. Y me atrevo a señalar, aun siendo este un pensamiento en proceso, que hay tres rasgos de las escrituras del yo que los hacen deseables y únicos. Primero, una cuestión temporal, la confesión es una escritura que nace de un yo que apunta lo que piensa, ama y padece en el presente, mientras el algoritmo realiza el cómputo y el análisis de las reacciones a posteriori. Segundo, que no se concibe la escritura sin un tú al que se destina. Tercero, que consisten en una conciencia presente de lo que pasa.

La escritura del diario tiene su origen en el yo, en el de quien escribe, en el diarista que piensa y siente y que no quiere dejar de pasar el instante en el que las cosas han tenido una incidencia en él, ya sea porque le han herido de manera particular o porque quiere retener su belleza. Frente a este tiempo del yo, el algoritmo debe recomponer lo que ya ha pasado, tiene que reconstruir los fragmentos.  El diario nace del yo que ya está unido y desde esa unidad escribe, nos invita a entrar en ese tiempo del yo. En tiempos de confusión como los nuestros, una época en la que parece que podamos descansar en los likes que clicamos, nacen voces que se dicen y exponen en las páginas de los diarios o en la composición de un blog. Decía Laura Ferrero en el ABC Cultural (7 de mayo de 2016) comentando la obra de los grandes diaristas en España: “En tiempos de incertidumbre, los puntos de referencia son más necesarios que nunca y, en este marco, cuando leemos autobiografías o memorias asistimos al proceso de búsqueda de un lugar en el mundo”. Es un lugar que expresa la vida pasando y que invita a los lectores a entrar.

Es así, los yoes libres que se exponen son un punto de referencia, y en ese sentido, sigo citando a Ferrero porque descubre esta paradoja del diario que siendo escrituras del yo, reclaman intensamente a un tú. Entramos con ella en el segundo rasgo que anunciaba: “En las páginas de los diarios ajenos, en esas piezas que nos proporcionan la ventana indiscreta de la vida de los otros, el lector bucea en otro yo para encontrar un tú. Mirarnos en el espejo de los demás nos proporciona si no un camino, al menos consuelo”. El lector busca ese yo que espolee el propio, del mismo modo que el escritor no se entiende sin ese interlocutor, de otro modo, no publicaría el diario. Así testimonia Carmen Martín Gaite como se escribe para alguien: “Necesito que estés tú oyendo, que sea para ti, si no, no se engrasa el engranaje” (1983). Zambrano da un paso más cuando habla de la necesidad de que estos textos nacen con la necesidad de actualizarse: “La confesión es ejecutiva en algún otro sentido; alcanza algo que quiere transmitir, cuando leemos una confesión auténtica sentimos repetirse aquello en nosotros mismos” (La confesión 30).

El tercer rasgo del diario es que consisten en las notas tomadas al hilo de lo que sugieren los acontecimientos durante un periodo de tiempo –normalmente están fechados-, son todos ellos testimonio de lo que no se quiso o no se quiere perder de lo vivido. Como dice uno de los maestros de nuestra escritura actual, José Jiménez Lozano: “La verdad es que, por lo menos si tienes este oficio de escribir, lo que haces es asomarte a muchas ventanas que dan a mil mundos: al mundo de la realidad y al de lo imaginado, a un jardín bajo las estrellas de un cielo negro y profundo en el que puedes sorprender al unicornio, o a una tumba y al infierno de la bruticie humana que está ahí, a la vuelta de la esquina y tiene mil escalones hacia abajo, e infinitos círculos de horror”(Segundo abecedario, 1992). El escritor de diarios se asoma, a través de muchas ventanas y manifiesta, a través de su escritura, que existe con una conciencia sobre el mundo que quiere compartir y para ello, para sacar lo mejor de los acontecimientos, es decir la conciencia que se tuvo de ellos, hay muchas perspectivas.

Y solo me queda –no hay espacio para más-  animar a esta especie de rebeldía del yo que constituye la lectura de un diario. Se ha dicho que la escritura del yo no tiene una presencia en nuestra literatura, cosa que parece que es de poco fundamento cuando nuestra literatura moderna cuenta con un diario excepcional, escrito por una mujer, que, dicho sea de paso, tenía dos cerebros. Estoy hablando del Libro de la vida, de Teresa de Jesús. Desde entonces, muchos hombres y mujeres españolas han querido hacer de su vida una confesión, tomar nota de los días que pasan y referir las marcas que dejan en la existencia. Y para los que vivimos en este siglo XXI recomiendo con fervor los diarios de Andrés Trapiello, hermosos y vitales, y los cuadernos de José Jiménez Lozano, lúcidos y descubridores. Recomendaciones para aquellos que no hayan renunciado a su condición de sujetos únicos e irrepetibles, o en palabras de Zambrano: “La confesión es el lenguaje de alguien que no ha borrado su condición de sujeto, es el lenguaje del sujeto en cuanto tal (…) son sencillamente sus conatos de ser. Es un acto en el que el sujeto se revela a sí mismo, por horror a ser a medias y en confusión” (La confesión, 29).

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