La Fundación Banco de Santander en su colección Cuadernos de obra fundamental publica el epistolario de dos grandes escritoras: Carmen Laforet y Elena Fortún, seudónimo literario de Encarnación Aragoneses, titulado Carmen Laforet & Elena Fortún. De corazón y alma (1947-1952). Las cartas iluminan de modo elocuente los últimos años de vida de Elena Fortún, la última parte ingresada en el sanatorio Puig de Olena, de Centellas (Barcelona) por un cáncer de pulmón y tuberculosis. Y también esos cruciales años de la vida de Carmen Laforet, en los que experimentó una conversión religiosa, que más tarde trasladaría a su novela La mujer nueva.
Son 46 cartas. Su contenido refleja la amistad que unió a estas dos escritoras, que apenas se vieron personalmente, pero que llegaron a una gran admiración y afecto humano y espiritual. Encarnación Aragoneses tenía 59 años y Carmen Laforet 26. Las dos escritoras pertenecían a dos épocas distintas, pero manifiestan una especial comunión de espíritu. Hablamos de las cartas más relevantes.
Una conversación sobre Dios: Lilí Álvarez y Elena Fortún
A partir de la carta número 20 del epistolario, comienza a aparecer con frecuencia la conversación sobre Dios:
“He conocido estos días a una persona que ha influido en mi vida de manera muy extraña y muy buena. Me ha hecho pensar en Dios, ¿sabes? Yo siempre he sentido una fe muy ingenua que no solo no iba acompañada al razonamiento, sino que se separaba de él por completo… Y sigo teniéndola. Pero no me había preocupado nunca de esta parte espiritual de la vida y de la salvación y la alegría que hay en ella”.1
La fe de Laforet, antes de antes de su encuentro con Elia María González-Álvarez y López-Chicheri, conocida como Lilí Álvarez, era una fe sentimental, poco razonada y formada: un sentimiento, más que una convicción. Y continúa:
“… no es ningún espíritu seráfico ni mucho menos, sino alguien que ha vivido y ha sufrido y que vive plenamente aún, y que ha podido encontrar la alegría y la paz en el sentimiento de amor de Dios… Y lo que me parece más extraño, en su sujeción a las reglas de la Iglesia, de una manera absoluta. Tanto me ha impresionado, que me he dedicado estos días a leer libros religiosos. Yo no sé por qué he pensado tan poco hasta ahora en el cristianismo y en la alegría que puede dar y en el amor que cabe dentro de él, sublimando las pasiones que uno tiene”.2
Elena Fortún le informa de lo mal que va su salud y le dice:
“Me alegra mucho que hayas encontrado una persona que te haya hecho pensar en Dios y en la salvación. En realidad, tu fe sencilla y sin razonamiento es la verdadera. La razón no tiene casi nada que hacer en lo eterno. Yo leo ahora muchos libros de religión que me prestan las monjitas. Algunos son insoportables, melíferos, llenos de superlativos que a mí me producen un efecto nauseabundo, pero hay otros verdaderamente interesantes”.3
Esta reflexión de Elena Fortún corresponde, si he interpretado bien sus sentimientos, a un rechazo a determinadas palabras y actitudes poco seculares, melosas, ñoñas, cursis, que abundaban en esa época –y en otras– y que a no pocos santos les producía igual rechazo, sin que esto significara un desprecio a la fe; es más bien una actitud que dicta el sentido común y la sensibilidad humana bien formada.4
La importancia de la formación teológica
Y Elena Fortún no rechaza la razón como modo de llegar a Dios, pues le ayudan los libros que dan razón de la fe, sólidos y escritos con talento teológico y literario:
“…hay otros verdaderamente interesantes: S. Agustín, S. Francisco de Sales –Introducción a la vida devota–, Santa Teresa, a la que adoro porque sabía más psico-análisis que Freud”.5
Después de unas reflexiones sobre los libros, comenta lo que le decía Carmen en su carta, y resalta la importancia de unas convicciones firmes para la conciencia:
“Sí, querida mía, aunque te parezca extraño es preciso pertenecer a una religión y sujetarse a sus dogmas. De otra manera, no hay nada estable en la conciencia”.6
La búsqueda de la alegría interior en las dificultades de la vida y en el dolor
Otra carta de Carmen Laforet, de 19 de octubre de 1951, se refiere a una actitud ante la vida:
“Dices que encuentras que ella (Fernanda Regidor) coge valientemente la vida… ¿qué es el valor? ¡Cualquiera sabe! (…) Sé que al fin el dejarse ir, el coger la vida, lleva a la destrucción. Sé también que la renuncia, muchas veces, lleva a otro estado de alma más sereno, más puro (…) Yo no me desparramo (…) porque creo que un cierto podarse interiormente es algo muy bueno para uno”.7
Le contesta Elena Fortún el 30 de octubre:
“Tú, Carmen mía, tienes un espíritu maduro que me asombra. (…) Tienes razón, el dejarse ir, lo que llaman vivir la vida, las lleva a la destrucción. Ese saber renunciar, ese podar los pequeños y grandes deseos es ir hacia un estado de pureza que es el camino del reino de Dios”.8
Elena Fortún cuenta sus sufrimientos físicos, que casi la ahogan y presiente su muerte cercana. No le habían contado el detalle de su diagnóstico: un cáncer de pulmón con metástasis, que avanzaba inexorablemente. El 1 de noviembre le contesta Carmen Laforet apenada por sus sufrimientos y continúa con el argumento del crecimiento por el dolor:
“En mi vida siempre encontré motivos para renunciar a algo. (…) Los seres, en algunos momentos de nuestra vida podemos encontrarnos copados, encerrados, angustiados…, entonces, si uno tiene vitalidad, necesita escapar. Solo hay dos escapes. Uno por abajo… y otro, por arriba… Es más fácil en apariencia el primero, pero lleva siempre, después del éxtasis, a la muerte del alma, poco a poco… El otro es tan difícil que uno a veces cree que no puede seguirlo, pero una vez que lo consigue, o al menos cuando lo intenta, siente por dentro lo que tú llamas la Gracia, la alegría de vivir…, no la alegría de un momento, sino la de siempre”.9
“¡Qué difícil es aprender a vivir! Dios se ocupa de mí, como un padre”
Elena Fortún le contesta el 20 de noviembre de 1951. Las cartas son cada vez más densas y profundas, más personales, a medida que la amistad entre las dos se hace más honda. Elena reflexiona sobre su vida, hace examen de conciencia y ve las luces y las sombras:
“Tus cartas me hacen mucho bien. ¡Qué difícil es aprender a vivir! Algunas personas nacen sabiendo, otras no aprenden nunca, (…) vamos aprendiendo a través de la vida. Tú, muy pronto, yo cuando se me iba acabando. ¡Qué bien eso de que hay que podarnos! Yo no lo he sabido y he dejado crecer ese árbol de deseos como ha querido. Algunas de sus ramas han dado frutos venenosos. ¡Bien lo he pagado! (…) Pero Dios se ocupa de mí, como un padre (…) Me gustaría contarte toda mi vida, ¡tan larga, tan azarosa y tan inútil! (…) porque hemos podido vivir mejor, hemos podido emplearla mejor para nosotros y para los demás (…) El cura viejecito que viene a confesarme me asegura que Dios me ha perdonado y que estos remordimientos me los da el diablo que no quiere mi paz…”.10
“Me ha sucedido algo maravilloso. Y no sé por qué a mí. ¡A mí!”
Pocas semanas después, Carmen Laforet, le cuenta una experiencia sobrenatural:
“Me ha sucedido algo milagroso, inexplicable, imposible de comprender para quien no lo haya sentido y que sin embargo tengo absolutamente la obligación de contar a los que quiero… Y a todos, a todo el que quiera oírlo. Sé que no se puede comprender porque yo no lo comprendo. Y no sé por qué a mí, a mí me ha sucedido. ¡A mí! (…) ha sido tan extraordinario, tan maravilloso que nunca sabré encontrar palabra para expresarlo”.11
El 16 de diciembre fue a buscar a Lilí a una iglesia, hablaron y se despidieron:
“…Me despedí, y al volver a mi casa, andando, sin saber cómo, Elena, sin que pueda explicártelo nunca, me di cuenta de que mi visión del mundo estaba cambiada totalmente. Elena, cuando no se tiene esto puede uno ver un milagro con los ojos del cuerpo y no creer en él; pero cuando uno siente dentro, dentro de uno, el milagro más maravilloso, la transformación radical del ser, el mundo del misterio es solo lo verdadero. Dios me ha cogido por los cabellos y me ha sumergido en su misma Esencia. Ya no es que no haya dificultad para creer, para entender lo inexpresable… Es que no se puede no creer”.12
Y continúa relatando las consecuencias de esta iluminación interior:
“Rezo el credo por la calle sin darme cuenta. Cada una de sus palabras son luz. Elena, la Gracia tal como la he recibido es la felicidad más completa que existe. Jamás, jamás se puede sospechar una cosa así. (…) No existe ni una tentación…, solo un temor desesperado de perder esta sensación de Dios que sabes que te ha venido así, que se te ha dado por un misterio, por una elección indescifrable a la que tu mérito es ajeno por completo. Mientras tengas esto estás salvada…, perderlo debe ser el mayor horror. Toda mi vida tiende a conservarlo. Todos los sufrimientos, todo lo que pueda sucederme no es nada si tengo esto (…). No se puede comprender. No se puede imaginar nunca lo que esto es… La Virgen y los santos y los dogmas todos de la Iglesia se acercan a uno, están dentro de uno. No puedo desear otra cosa en la vida que el que los que yo quiero tengan esta sensación infinita… y todos, todos los hombres, Elena”.
Continúa con una reflexión sobre la libre elección de Dios a algunas personas:
“Pero no se sabe por qué este milagro inexpresable viene y nos penetra y por qué precisamente algunos son elegidos (…) Es una llamada, una hoguera, un deslumbramiento, una claridad de maravilla. Es como si abrieran dentro de nosotros las puertas de la Eternidad. Nunca lo podré decir, pero lo tengo que decir. Es verdad, todo es verdad, todo es verdad. La verdad me ha traspasado, me ha cambiado en una hora, en unos minutos de mi vida. Es verdad, Elena… ¡Y esa verdad ha venido a mí! (…) ¿Por qué Él me ha cogido? Una hora antes ni lo sospechaba. Todo lo que creía entender ¡qué absolutamente velado estaba para mí, hasta que Dios quiso, hasta el momento fijado desde toda la Eternidad en que Dios quiso!”.13
Y concluye con las consecuencias inmediatas de esta iluminación en su vida:
“Estoy en las manos de Dios. Nada le puedo pedir; nada más que no me abandone otra vez, y sí, que dé su Gracia a todos, que dé su Gracia…, otra cosa no sé decir ni pedir. Naturalmente he confesado y comulgado. (…) Quiero a mi marido, a mis hijas con un amor nuevo y maravilloso, y a todos los hombres solo porque pueden ser salvados (…) Mi vida ha cambiado mucho. (…) Ahora sé lo que tengo que hacer. Sé también que muchas veces me parecerá duro, pero que en el fondo esa alegría de haber sentido esta llamada de Dios me sostiene…”.14
“Yo he pedido mucho su Gracia y ¡te la ha dado!”
Elena Fortún le contesta en seguida el 29de diciembre de 1951, llena de gozo por la gracia que ha recibido su amiga, y cargada con grandes dolores por la enfermedad:
“El milagro es divino. Yo he pedido mucho su Gracia y te la ha dado. No te importe si alguna vez parece que te falta. Cuando la ha dado una vez vuelve siempre”.15
Una conclusión del epistolario
Este epistolario es un testimonio de la belleza de la amistad y el bien que hace al ser humano. Es también una historia de cómo la escritura y el intercambio epistolar ayuda a reflejar el estado de los espíritus, los sentimientos. Contemplamos un crescendo de intimidad espiritual en el que cada una cuenta a la otra sus problemas, sus penas y dolores, sus alegrías e ilusiones, sus afanes y sus búsquedas… crescendo que alcanza su cénit cuando comienzan a rezar una por la otra y empiezan una conversación sobre Dios. Las dos, por medio de sus cartas han crecido en su amistad: de una admiración literaria a una amistad espiritual. Y en esta subida, alcanzan cumbres bellísimas en expresión literaria y en hondura de reflexión sobre los grandes temas del hombre: sentido de la vida, alegría, dolor, enfermedad, muerte, encuentro con Dios… Podemos concluir también que esa amistad cambió para siempre a la joven madre que era Carmen Laforet. Y consoló en sus últimos años de vida y en su dura enfermedad a Encarnación Aragoneses.
BIBLIOGRAFÍA
1. Ibídem. Pag. 75.
2. Ibídem. Pag. 76.
3. Ibídem. Pag. 79.
4. Un ejemplo de esa reacción es este texto de San Josemaría Escrivá, referida al culto litúrgico: “… lo han hecho dulzón y suave. (…) Bambalinas y teloncillos de teatro provinciano. Floripondios de papel y trapo. Imágenes relamidas, de pastaflora. (…) Cacharros feísimos (…) Apenas se ve la cruz entre la baraúnda de nubes de algodón y docenas de velas de procedencia química. Cánticos de opereta. (…) Hijos, volvamos a la sencillez de los primeros cristianos… (…). Arte serio, lleno de grave majestad”. Ed. crítico-histórica de Camino preparada por RODRÍGUEZ, Pedro. Ed. Rialp. Madrid, 2002. Pag. 671.
5. Ibídem. Pag. 79-80.
6. Ibídem. Pag. 80.
7. Ibídem. Pag. 95.
8. Ibídem. Pag. 102
9. Ibídem. Pag. 104.
10. Ibídem. Pag. 111.
11. Ibídem. Pag. 119.
12. Ibídem. Pag. 120.
13. Ibídem. Pag. 120.
14. Ibídem. Pag. 121.
15. Ibídem. Pag. 123.
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