Es la del último Premio Princesa de Asturias de las Letras, Adam Zagajewski. Quienes no leemos una lengua difícil como es el polaco tenemos que agradecer la traducción de sus ensayos y de su poesía que en estos años han venido ofreciendo algunas editoriales españolas. Mi interés nació al encontrar unas páginas que, como pocas, reflejan el sentir de los desplazados a otro lugar y otra cultura. Ese no estar del todo en ninguno de las Dos ciudades (es el título del libro) que seguramente comparten millares de hombres y mujeres que en nuestros días padecen el desarraigo de otros éxodos.
Con ocasión de la entrega del Premio, que suele implicar reconocimiento a una literatura con trasfondo de humanidad, hemos podido oír de cerca esta voz que llega del este europeo después de cruzar otras ciudades y hasta océanos. Una voz que coincide con el ritmo pausado de su poesía y la prosa de unos ensayos que quieren ser respetuosos con un mundo herido. Que no renuncian a preguntar por una totalidad/vida espiritual/misterio de los que existe, términos que se encuentran a la hora de expresar lo difícilmente expresable, y superar la fragmentación y el reduccionismo impuestos al saber y hasta al imaginar por regímenes como el que el autor conoció en su país durante decenios.
En este libro, como en otros que reúnen ensayos y poemas, se encuentra –se ha dicho– una “biografía poética”. En unas páginas han quedado impresiones, recorridos y rincones de ciudades para nosotros más familiares: Paris, Nueva York, Florencia, Berlín… pero sobre todo cuelgan retazos de un tiempo lento, de un ambiente y una mentalidad que son historia y cultura de las regiones del este y del sureste, que forman parte del territorio y la memoria de Europa, aunque hayan conocido una separación de hierro.
Como otras tantas familias, la del autor fue obligada a abandonar Lvov por los soviéticos y se instaló en 1946 en Gliwice, una pequeña ciudad más al oeste de Polonia donde hizo sus estudios secundarios. En Cracovia, en la Universidad Jagelónica, cursó psicología y filosofía. Allí enseñó, se inscribió en grupos poéticos y en organizaciones críticas con el régimen. Y publicó poemas y artículos en algunas revistas hasta verse obligado a salir por disentir del falseamiento de la verdad y el ahogo de libertades por obra de una ideología a la que no ha ahorrado críticas. Las autoridades comunistas prohibieron la publicación de sus obras y, tras el paso por Houston, en 1982 se estableció en Paris, ciudad sobre la que nos ha dejado algunas anotaciones que dan idea de una mirada propia. Regresó a Cracovia en 2002, es miembro de la Asociación de Escritores Polacos y dirige talleres de poesía en la de Cracovia. Sus obras han sido traducidas a varios idiomas y ha recibido importantes premios entre los que se encuentra el que más ha dado a conocer su nombre entre nosotros.
Su escritura, poética también en páginas de prosa, y su poesía, no es sólo exponente de la rebeldía de un disidente sino testimonio prolongado de una búsqueda de verdad, la belleza y la libertad. Y un canto de amor a la vida, tantas veces insignificante y herida, que se ve amenazada por la gran Historia. Alvaro de la Rica, que no duda en reconocer en sus páginas “un poliedro con lo mejor de la civilización” por el conocimiento de obras y autores que deja entrever, aunque lejos de cualquier alarde de erudición, trascribe esta autopresentación: “Me rebelo justamente contra ese hachazo, contra la reducción de la realidad, contra la instauración de una franja estrecha para la vida humana y para el arte, una franja donde no hay lugar ni para el héroe, ni para el santo”. Con este añadido: ”Si la cotidianeidad es bella es porque también percibimos en ella el suave temblor de posibles acontecimientos heroicos, extraordinarios y misteriosos”.
Anteriormente, Claudio Magris –un escritor de modos semejantes a los de Zagajewski– dedicaba a esta actitud de permanente apertura un párrafo en El Danubio: “Sea cual sea la opinión o la fe profesada por los hombres, lo que les distingue sobre todo es la presencia o la ausencia, en su pensamiento y en su persona, de esa otra cosa, su sensación de habitar un mundo acabado y agotado en sí mismo o bien incompleto y abierto a otras cosas”. En el caso de Zagajewski (como en el del propio Magris) hay una contemplación de la cotidianidad que apunta a algo que está más allá de sí misma, una inquietud que no descansa, un aceptar otros puntos de vista sin perder nunca la libertad interior (a la que a veces llama su “soledad”. Dejando atrás el nihilismo y el materialismo, que conoció de cerca, lejos también de cualquier dogmatismo (incluso el del catolicismo convencional de la Polonia de su infancia y juventud, aunque admire el fondo cristiano y sus valores), se limita a aceptar la realidad, a prestarle atención y a no cerrar el horizonte ni las preguntas.
La literatura que llega desde el Este nos suele aportar mucho de lo que desconocemos. Nos descubre regiones de las que, todo lo más, sabemos el nombre y en ellas la huella profunda de avatares que han vivido: caída del imperio austro-húngaro, dos guerras mundiales, cambio de fronteras, dominaciones como la del régimen soviético, el aislamiento tras un “telón de acero”, la emigración obligada, la resistencia o la lucha por la libertad. Y el testimonio de años de pobreza, sufrimiento y humillación. Todo esto ha dejado marcas que duran en el modo de ser, vivir y pensar de esa “otra Europa”. Y autores como el que comentamos nos invitan a preguntarnos por valores que necesitamos para sobrevivir y que quizá hunden raíces en lo sagrado, como se ha preguntado Claude Gillebaud, el periodista que confiesa haber vuelto a la fe después de un recorrido en el que pudo asomarse a tragedias de nuestro tiempo.
En Dos ciudades Zagajewski refleja lo que pasa por la imaginación y el sentir de un polaco hijo de desplazados dentro de su propio país. Aun mediada por la traducción, su escritura es admirable en su acierto, su vocabulario, su modo indirecto de decir, sus descripciones… Son páginas a releer las que dedica al paseo con su abuelo en el que uno y otro ven ciudades distintas: el anciano, la amada e idealizada Lvov; el niño la grisura y el realismo plano de Gliwice. O las dedicadas a Cracovia, con la tristeza del antiguo barrio judío de Kasimieritz y sus “casa huérfana”. Y Trenes, el conmovedor alegato ante Dios de una pequeña nación deportada así, imagen incrustada en la memoria polaca que dura a pesar del silencio.
Se ha subrayado con razón que Zagajewski, como otros más, levantó la voz contra el totalitarismo y la dictadura, algo muy a tener en cuenta, pero se ha mostrado siempre como defensor de las libertades en nombre de la individualidad de cada ser humano, tema de fondo en muchas de sus reflexiones. De ahí que se lo considere “un disidente de los disidentes”, porque al precio de la soledad sostiene que “la poesía está en otra parte, más allá de las inmediatas luchas partidistas, e incluso más allá de la rebelión –aun la más justificada– contra la tiranía”. Mantiene también –las afirmaciones se repiten en sus páginas– que verdad y sentido estético no han de disociarse. Como no han de dejar de perseguir el misterio de la humanidad y de la vida. Dotado de una nativa sensibilidad para con la naturaleza y el arte, esa búsqueda no le consiente aceptar el esteticismo. Como tampoco las múltiples lecturas y la variedad de lugares conocidos que asoman en sus comentarios y descripciones le dejen parecer un erudito.
En Dos ciudades (1986, traducido en 2005) y también en los sucesivos En La belleza ajena, y en Solidaridad y soledad anota recuerdos entreverados con reflexiones sobre el existir diario de gentes obligadas a vivir sin sus raíces y en un espacio acotado por el régimen totalitario. Los que pasean por Gliwice (o Cracovia) son “inmigrantes que, no obstante, nunca habían abandonado su país”. De esa experiencia del desarraigo hablan páginas en las que aflora una mirada piadosa para con las debilidades. Y en las que no faltan ni la ironía ni la crítica de los asimilados, de los que se adaptan, a quienes de algún modo se exculpa al reconocer la capacidad de convertir la vida en algo plano y gris que manifestó un partido de vigilantes y burócratas. De ahí que conmueva la nostalgia de los ancianos doblados por la humillación, la dignidad de los venidos a menos, que han padecido el desplazamiento y el desarraigo y ahora subsisten en medio de penurias. Las dos ciudades representan, además de dos trazados muy distintos, dos universos en los que se agolpan sentimientos, historia y cultura bien diversos. Zagajewski plasma la dualidad que tantos emigrantes experimentan y padecen en un silencio al que estas páginas del poeta nos asoman. Así esta Canción del emigrado:
En ciudades ajenas venimos al mundo
y las llamamos patria, mas breve es
el tiempo concedido para admirar sus muros y sus torres.
Caminamos de este a oeste, ante nosotros rueda
el gran aro del sol
ardiente, a través del cual, como en el circo,
salta ágilmente un león domado. En ciudades extrañas
contemplamos las obras de viejos maestros
y, sin asombro, en añejos cuadros vemos
nuestros propios rostros. Habíamos existido
antes, e incluso conocíamos el sufrimiento,
nos faltaban tan sólo las palabras. En la iglesia
ortodoxa de París los últimos rusos blancos,
encanecidos, rezan a Dios, varios lustros
más joven que ellos y, como ellos,
impotente. En ciudades ajenas
permaneceremos, como los árboles, como las piedras.
Otros libros, ya traducidos, merecen también un comentario. Porque los temas se prolongan con la misma coherencia y la misma voluntad de atender a la realidad viva y vivida. Sirva de complemente este Autorretrato:
Entre ordenador, lápiz y máquina de escribir
se me pasa la mitad del día. Algún día se convertirá en medio siglo.
Vivo en ciudades ajenas y a veces converso
con gente ajena sobre cosas que me son ajenas.
Escucho mucha música: Bach, Mahler, Chopin, Shostakovich.
En la música encuentro la fuerza, la debilidad y el dolor, los tres elementos.
El cuarto no tiene nombre.
Leo a poetas vivos y muertos, aprendo de ellos
tenacidad, fe y orgullo. Intento comprender
a los grandes filósofos -la mayoría de las veces consigo
captar tan sólo jirones de sus valiosos pensamientos.
Me gusta dar largos paseos por las calles de París
y mirar a mis prójimos, animados por la envidia,
la ira o el deseo; observar la moneda de plata
que pasa de mano en mano y lentamente pierde
su forma redonda (se borra el perfil del emperador).
A mi lado crecen árboles que no expresan nada,
salvo su verde perfección indiferente (…)
Me encanta contemplar el rostro de mi mujer.
Cada semana, el domingo, llamo a mi padre.
Rafael Narbona ha escrito en una recensión reciente: “Zagajewski es el poeta de la libertad y la soledad. Solidaridad y soledad es un brote de exasperada belleza, que nos enseña a mirar el mundo. Solidaridad y soledad es un acto de fe en la palabra. La palabra es lo único que nos queda cuando se apaga el bullicio de la vida. La palabra es lo más precioso y lo más precario. Por eso, es humana, dolorosamente humana”.
Esos y otros valores se pueden reconocer en la prosa y los versos de un poeta que nos ha salido al encuentro y que seguramente va a quedarse por la calidad con que ejerce un oficio que tiene mucho de inspiración y otro tanto de amor a la humanidad humilde y digna.
Comments