El padre de Francis Scott Fitzgerald murió a comienzos de 1931. El autor de El gran Gatsby se apresuró a dejar Europa y viajar a su funeral en Maryland. Recibió una nota de pésame de Ernest Hemingway: “Querido Scott. Lamento que hayas hecho un viaje a Estados Unidos por un asunto tan triste. Pero espero leer tu relato en un libro, entre dos tapas duras, en vez de hacerlo en el Post. Recuerda que nosotros, los escritores, tenemos únicamente un padre y una madre que se nos mueran. No eches a perder un material literario tan bueno”.
La anécdota define a Hemingway, que puede caernos mal por su respuesta hosca y fanfarrona. Como si cualquier circunstancia fuera buena para alardear de su presunta dureza, de la condición de escritor y de los especiales asuntos con los que se trabaja. Sin embargo, equivocado o no en su sentido de la oportunidad, tenía razón: Scott dilapidó gran parte no ya de su talento, que también, sino de su vivencia, en muchos relatos populares extraordinariamente bien pagados. El autor de Fiesta le estaba diciendo: vale, lo has hecho con todo o casi todo, te has ido dispersando en entregas comerciales. Pero no lo hagas con esto. Esto es otra cosa. Estamos hablando de tu padre.
Cuando hace dos años coincidieron en las mesas de novedades poéticas tres libros referidos al duelo por el padre recordé las palabras de Hemingway. Eran El silencio de los peces, de Jacobo Llano (Visor), Carta al padre, de Jesús Aguado (Colección Vandalia, Fundación José Manuel Lara) y Padre, de Juan Vicente Piqueras (Renacimiento). Tres poetas con obra sólida -más conocidos Aguado y Piqueras que Jacobo Llano, un auténtico descubrimiento-, abordaban en 2016 la pérdida del padre. Recordé títulos ligeramente anteriores: Parque infantil, del hispano-peruano Martín Rodríguez-Gaona (Pre-Textos, 2006), Conciencia de clase, de David Mayor (Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2014) y Crónica natural, de Andrés Barba (Visor, 2015). A algunos de estos libros yo había tenido acceso antes de que se publicaran, en su versión manuscrita. Otros los recibí muy pronto. Ya entonces pensé en la posibilidad de ponerlos a dialogar entre sí, porque cada uno de ellos era y es una respuesta a aquella misiva de Hemingway a Fitzgerald. Y también porque entre todos ellos -hablamos de libros editados en un margen de diez años, de 2006 a 2016- hay un cierto aire de época afectiva, un espacio común de lirismo filial.
Por eso creo que cuanto subrayo en cada libro podría aplicarse a los otros, con los debidos matices. En orden cronológico, el primero sería Parque infantil, de Martín Rodríguez-Gaona (Pre-Textos, 2006). Aquí se recupera no sólo una infancia, sino el Perú de los finales setenta. La figura de El Gato -apodo popular del padre, poeta secreto, cuyos poemas se anexan en la coda del libro, a modo de diálogo entre los poemas del padre y los del hijo- hace evocar los ídolos de entonces, la cancha como escenario en el que representar los héroes –“Eso era fútbol”- en la sombra crucial y redentora del padre.
Presente en su anterior título, 31 poemas (Pre-Textos, 2013), es Conciencia de clase (Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2014) el libro en que David Mayor se enfrenta a la pérdida del padre de manera rotunda, pormenorizada, con una textura filosófica del recuerdo y una honda parquedad que eriza la lectura. Sus poemas dividen la vida entre los hombres con los que el poeta atacaría Troya, o la defendería, y los que no. David Mayor está con los partidarios de lo humano a toda piel: su padre en el tiempo.
Resultará por fuerza algo más narrativo Crónica natural, del novelista Andrés Barba (Visor, 2015), que sin embargo fue en la poesía donde encontró el nervio de expresión para su duelo. Con tono y forma entre la fractura y el recogimiento en el discurso confesional intimista, elude el derrame discursivo con la lengua vernácula entre un hijo y su padre. Carta al padre, de Jesús Aguado (Colección Vandalia, Fundación José Manuel Lara, 2016), con título kafkiano, arma un diálogo con el padre muerto. No hay ajuste de cuentas, sino emoción y terapéutica valentía desnuda. El silencio de los peces, de Jacobo Llano (Visor, 2016) es conmovedor desde su tensión metafórica, es belleza y verdad. El proceso de devastación del viejo cuerpo supone la unión definitiva entre un hijo y su padre: tomar la merienda juntos se convierte en una eucaristía, por lo que no se dice, de su amor silencioso.
En el sobrecogedor poema Belial, la habitación del hospital se convierte en un terrible campo de batalla en el que el padre moribundo se levanta desde la muerte para ahuyentar al ángel demoniaco que se cierne no sobre él, sino sobre su hijo. Y el conmovedor Padre, de Juan Vicente Piqueras (Renacimiento, 2016), es el padre unido a un territorio abandonado, a la naturaleza más fecundadora, los ritos de la tierra y del trabajo, los olivos, la vid, el olvido final de un hombre que fue Homero.
Ahora, al escribir y volver a esa Ítaca del padre, todos estos hombres son Ulises.
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