Rafael Soler reina en el Café Comercial, porque su escritura es de este mundo. Lo hace desde su mesa, la que ha ocupado siempre: tras pasar la puerta giratoria, entrando a la izquierda, junto a la ventana. Un lugar perfecto para ver sin ser visto. Para estar al acecho y mirarse al espejo en los ojos que llegan. Rafael Soler, poeta y novelista que publicó, en los gloriosos 80, dos novelas en Cátedra -entre otras- y fue accésit del Premio Adonáis, despliega abrazos oceánicos antes de conocerte, con calado y verdad. Porque pertenece a esa honda estirpe de escritores que leen a sus compañeros con deseo de fulgor y hacen del encuentro y su escenografía una época. Nos encontramos para esta entrevista en su espacio, en este Café Comercial que estuvo a punto de desaparecer y ahora ha renacido exquisitamente en las manos de su hijo Caleb. Hablamos de la escritura, los 80, su silencio editorial de 25 años y su nueva novela, El último gin-tonic.
Joaquín Pérez Azaústre: ¿Cómo estás?
Rafael Soler: Pues mira: en estos momentos, Café Comercial, junto a la ventana, con un gin-tonic que siempre es el penúltimo… La palabra sería feliz.
J. P. A.: Ya que estamos en el Comercial, ¿qué sentido das al encuentro literario?
R. S.: Aunque no lo parezca, soy bastante sociópata. Como escritor necesito el silencio. Yo escribo caminando, pero no camino solo: me acompañan mis personajes. Luego hay un momento en que te sientas, te recoges. En ese sentido, el literario, es bueno intercambiar experiencias. Pero yo estoy más por la celebración. Creo que los escritores, cuando nos encontramos, hablamos de proyectos, lo que estamos haciendo y lo que querríamos hacer.
J. P. A.: Acabas de publicar una novela, El último gin-tonic, tras un silencio de 25 años. ¿Cómo te llevas con el joven novelista que fuiste?
R. S.: Nunca abandoné la escritura de novelas. Después de Barranco, tras haber contado cuatro historias intensas, del 79 al 81, hubo un largo paréntesis en el que el poeta pidió espacio. Antes de El grito ya había escrito cuatro novelas que no se publicaron, pero me ayudaron a crecer, novelas que disfruté mucho escribiendo. En el 85 el contador de historias se dio un respiro. Las cosas no habían ido mal y el narrador me pedía descansar. Entonces el poeta cogió los mandos y durante años fue acompañándome a la hora de escribir. Pero el novelista seguía ahí. Durante el período que estuve desaparecido editorialmente escribí dos novelas y mucha poesía. Cuando regresé en 2009 con mi libro de poemas Maneras de volver esas novelas de acompañamiento se quedaron atrás. Disfruté con ellas, especialmente con Un sillón de humo, sabiendo que nunca se iban a publicar. Pero a partir de 2009, con Maneras de volver y mi voz de poeta ya consolidada, me apetecía contar historias de nuevo. Así es como, hace cinco años, llegué hasta El último gin-tonic, que me ha ido acompañando durante los sucesivos libros de poesía que han ido apareciendo.
J. P. A.: 25 años de silencio editorial, aunque no paraste de escribir.
R. S.: El escritor necesita escribir como una manera de estar en el mundo. Escribo porque busco resolver cuestiones que no tengo claras, porque hay personajes que me atropellan, porque tengo una inquietud: en esta novela, El último gin-tonic, la incomunicación. El gozo de la escritura no es comparable con nada. Luego viene la peripecia que supone encontrar un editor y un lector. Pero en mi caso, lo único importante es escribir con libertad, sin plazos, por el hecho de cuajar un poema o escribir una buena historia, y ser honesto.
J. P. A.: ¿Cómo se escribe algo que no se publicará? ¿Qué relación estableces con el tiempo?
R. S.: Es que en la escritura no hay tiempo, sólo el hecho de la creación. Puedes estar cinco años sin escribir una línea de una novela, conviviendo con los personajes, encontrándotelos, cambiándolos, como un director de casting, hasta que uno de esos personajes decide pasar de secundario a protagonista. El gozo de la escritura no es comparable con nada. ¿Pensar en el lector? Relativamente. A finales de los 70 nos volvimos locos con esa libertad creativa. Se publicaron novelas fantásticas que hoy no se publicarían, como las del primer Millás, con la escritura como gozo en sí mismo. Es un error tener una estrategia basada en plazos y objetivos, aunque son lícitos. Por encima de eso a mí lo único que me interesa es dar lo mejor de mí escribiendo. Luego, si sale la posibilidad de publicarlo, estupendo. Por eso no puedo entender la escritura de poemas en los blogs de una semana para otra.
J. P. A.: ¿Qué importancia das al hecho de haber sido un joven escritor en los años 80?
R. S.: Sensación de absoluto privilegio. Veníamos de la digestión de Herrumbrosas lanzas, por ejemplo, de Benet. Ahí se cierra una etapa. Fueron años placenteros en los que muchos escribíamos con riesgo y luego reconocíamos nuestros errores, porque muchas veces la experimentación se quedaba más en la forma que en el fondo, y eso era un grave error.
J. P. A.: ¿Dónde sitúas el límite entre forma y fondo? ¿Dónde acaba la experimentación?
R. S.: A mí lo que me importa es la verdad y la emoción. Que los personajes sean creíbles. Una novela que experimente me vale siempre que no se note. El protagonista tiene que ser el lenguaje, porque el lenguaje crea la realidad. Cuidado con los ejercicios de estilo, con los alardes gratuitos. Eso irrita al lector, despista y no suma. Al contrario, resta. Hay que incorporar al lector. Hay que construir la historia desde lo no contado, allá donde empieza todo. Contar lo imprescindible y apoyarte en los sobreentendidos, lo que no siempre es fácil. Crear unos espacios en los que el lector aporte, interprete y ponga a los personajes en su sitio. Me gusta presentar a los personajes con pinceladas, como en El último gin-tonic, que es una novela coral de personajes. No hay espacio para desarrollar a cada uno, pero el puzle hace que el lector sepa lo que le estas narrando, mediante las sugerencias.
J. P. A.: ¿Y qué distancia hay entre tu primera novela, El grito –con diálogos muy vivos, monólogos interiores, agilidad y alarde de recursos narrativos– y El último gin-tonic?
R. S.: Diría que muy poca. Me reconozco en el escritor que escribió El grito sin solución de continuidad. Quizá El grito y El corazón de lobo, que salieron en Cátedra, tienen más aliento lírico, pero poco más. La apuesta y los recursos son parecidos. Es la misma voz.
J. P. A.: ¿Y las novelas que se quedaron en el tintero?
R. S.: El poeta me ha salvado estos años de silencio editorial: en un poema caben cuatro novelas. Yo he contado mucho de lo que quería decir en mis cuatro últimos libros de poesía, que han mantenido vivo al novelista.
J. P. A.: ¿Cómo es la convivencia entre el novelista y el poeta?
R. S.: Cuando yo tengo una historia y encuentro el tono, como en El último gin-tonic, es una gozada levantarme muy pronto y encontrarme con los personajes que me están esperando. Ha sido una escritura gozosa, tanto la escritura como las correcciones. La poesía es otra cosa, la escribo en una situación de desvalimiento absoluto, esperando que alguien me susurre al oído, dudando muchísimo y sin volver demasiado sobre lo escrito. Luego viene la criba. En poesía encuentro lo que no buscaba y en novela me salgo con la mía, aunque tengo que echar un pulso con personajes que quieren imponerse en la escena. Por otro lado, la ficción está muy presente en mi poesía, pero lo autobiográfico en mis novelas no. Asigno a algunos personajes experiencias vividas, rasgos de mi personalidad, cuentas pendientes, traumas, pequeñas obsesiones, pero nunca esos rasgos autobiográficos son protagonistas. Me escondo detrás de los personajes, pero no escribo desde mi biografía.
J. P. A.: Háblanos de El último gin-tonic, que está recibiendo muy buenas críticas.
R. S.: Es una historia de encrucijadas, una novela que transcurre en cuatro días: la historia coral de una familia desde que fallece el patriarca hasta que lo llevan al horno crematorio. En esos cuatro días cada protagonista deberá resolver un conflicto. También Barranco era una novela familiar. El sueño de Torba, sin embargo, era un romance con un tono distinto.
J. P. A.: Tanto en tu último libro de poemas, No eres nadie hasta que te disparan, como en tu primera novela, El grito, hasta llegar a El último gin-tonic, encontramos una fuerte presencia de la muerte: la del padre, la del patriarca, que es la muerte de un mundo.
R. S.: Los escritores son fieles a sus obsesiones. En mi caso, una de ellas es la muerte. Hay varios tipos. Puede ser tramitada: cuando te dicen hasta aquí llegó tu nieve. Luego hay otra: la muerte de resistencia. Decides que, aunque te han tramitado, no es el momento, y aguantas. Depende de tu resistencia. Pero ¿y si no estás del todo muerto y puedes escuchar las reacciones de los otros? Yo quiero pensar que ese artificio literario existe: en El último gin-tonic los dos protagonistas que fallecen al principio de la historia, el patriarca Moisés y Caragato, hablan a lo largo de la novela porque están haciendo un viaje de cuatro días hacia el horno crematorio, donde terminan. Luego está la última muerte, que es el olvido.
J. P. A.: Juego, póquer y azar. Tienen importancia en tu obra.
R. S.: (Ríe) Creo en la providencia, creo en el azar. Si fuéramos humildes reconoceríamos que no tenemos el control. El azar puede crear situaciones fantásticas, quebrarlo todo… Me lo ha enseñado la vida. Se aprende más de un fracaso que de un éxito, y el azar juega a favor.
J. P. A.: En esta segunda juventud literaria, ¿tus compañeros de ayer lo siguen siendo?
R. S.: A mi regreso, en 2008, fue muy gozoso el encuentro con mi gente de siempre. Estaban donde los dejé: comprometidos con su obra. Unos con más éxito y otros con menos. Pero como yo no creo en los escritores escalafonados, porque todos nos debemos con honestidad a nuestra vocación de escritores, que nos hermana, el reencuentro ha sido gradual y enriquecedor. Unos son académicos, otros tienen reconocimiento o premios… Y otros siguen siendo inmanejables con vocación periférica, como los elefantes marinos patagónicos de mi novela: gente siempre al acecho, en los alrededores de la literatura.
J. P. A.: Háblanos de tu paso por los festivales internacionales de poesía.
R. S.: La salida fuera de España a mí me ayuda mucho. Hablar con poetas de países hermanos, compartir experiencias, saber lo que hacen, darte cuenta de que lo que quede de ti será irrelevante, porque ocuparás tu sitio, que es el que es, compartir con otros que están en caladeros que tú no habías descubierto… Siempre vuelvo mejor que antes de partir.
J. P. A.: ¿Qué sentido tiene para ti, a estas alturas, la literatura?
R. S.: No me quiero poner solemne. Con 15 años quería ser escritor. Leí a Tagore, El jardinero, y Oficio de tinieblas 5, de Cela. Leía muchísimo. Publiqué siete libros en cinco años: cuatro novelas, un libro de relatos y un libro de poesía. Tuve reconocimiento y pensé: paremos. Y me sentí más escritor que nunca. Yo quería seguir escribiendo, sin presión de ningún tipo. Han pasado los años y ahora sólo aspiro, y me siento muy bien pagado, a continuar escribiendo en libertad y a seguir compartiendo buenos momentos con mis amigos. Hay dos tipos de escritores: los que escribimos para que nos quieran, y los que no saben que escriben para que los quieran. Yo soy del primer grupo y me siento querido.
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