Hace unos años descubrí un pequeño libro: En el nombre de la madre, en el que un escritor de trayectoria llamativa hacía una exégesis libre y original nada menos que de los versículos del evangelio de Lucas referidos a María, la madre de Jesús. Luego he sabido algo que le dijo su primera lectora: que aquello era así, “de parte de la madre”. La originalidad saltaba en medio de un innegable conocimiento del hebreo.
A partir de entrevistas y de recuerdos que deja estampados en algunas páginas de sus varios libros, se puede saber que tiene 60 años, que nació y creció en la Nápoles ruidosa y pobre de los años de la postguerra, que su padre partió para América y volvió al cabo de un tiempo sin futuro que perseguir, lamentando no haberse unido a algún grupo de la Resistencia… Porque Erri de Luca guarda retazos de memoria como si conservara una caracola recogida en la playa con algunas frases del dialecto sobre todo en voces femeninas. Antes de que sus páginas llegaran a la imprenta, probó lo que significaba un nosotros agitado al inscribirse en Lotta continua, movimiento de izquierda que se hizo notar por sus protestas en los años de plomo de la reciente historia italiana.
Trabajó como albañil y en oficios que marcan las manos de los obreros, y como camionero en ayuda de la maltrecha Bosnia durante la última guerra de los Balcanes. Con la dignidad de quien vive de la fatiga y no del éxito, ha querido gastar tiempo y energías en el lado de los vencidos. Últimamente ha alzado la voz para que no queden sin nombre los que en un viaje de sólo ida encuentran una tumba en el Mediterráneo, sin arribar siquiera a la pequeña isla de Lampedusa.
El cansancio no ha podido con su afición a exprimir y esculpir las palabras, ni con el esmero al traducir las de otras lenguas. Sin considerarse creyente, aprendió el hebreo antiguo, además del yidish, para leer las Escrituras en su lengua original: tanto aprecia su sabiduría antigua. Por eso en sus textos aparecen incrustados con naturalidad nombres y episodios bíblicos.
En uno de ellos, Hora prima, leemos sobre su manera de leer el libro: “Cada mañana, con la cabeza despejada y serena, acojo las palabras sagradas. He llegado a entender que acogerlas no significa aferrarlas, sino ser alcanzado por ellas, estar tan tranquilo que me deje agitar por ellas, tan indiferente y sin planes personales previos que pueda recibirlos de ellas, tan soso que me deje salar por ellas. Así he hospedado en mi casa las palabras de la Escritura sagrada”.
Su itinerario –como su escritura– tiene mucho de original y en las páginas escuetas, casi entrecortadas, sorprende gratamente un fondo de convicciones éticas que han sostenido sus peripecias y que explican su estima de los gestos mínimos, los de las gentes que pasan sin ser notadas: “Si quieres ser invisible, hazte pobre”, escribió la inteligente Simone Weil, y Erri no lo discutiría.
“No llego a la fe, me detengo en la belleza de sus historias que leo y releo cada día”, confiesa. Pero De Luca respeta lo que llega desde quienes han creído o rezan, aunque sea con salmos tan antiguos como los del anciano sobreviviente de la Shoá que rema al lado de su padre en uno de los relatos de finales de la última guerra. Le hemos oído decir con mesura y respeto: “El a-teo… se priva de Dios, de la enorme posibilidad de admitirlo no tanto para sí mismo cuanto para los otros. Se excluye de la experiencia de vida de muchos. Dios no es una experiencia, no es demostrable, pero la vida de los que creen en él, la comunidad de los creyentes, sí es una experiencia. El ateo la juzga fruto de una ilusión y, de este modo, se niega a sí mismo la relación con una vasta parte de la humanidad. No soy ateo. Soy uno que no cree”.
Para Erri, admirador de la sabiduría hebrea (y del griego que sostiene la etimología y el saber encerrado en tantas palabras de la cuenca del mar que inunda su memoria) hay un vínculo inmemorial con tradiciones antiguas que deberíamos salvar: “Cada uno de nosotros que hojea las Escrituras sagradas es el último incorporado entre los lectores; cada uno de nosotros recorre sus líneas como aquel que pasa por las viñas ya vendimiadas, las cuales no nos pertenecen, pero se nos permite aprovecharnos de ellas porque, como últimos, somos los más pobres”.
“Aun así, –sigue reconociendo– se nos reserva todavía un resto de sabiduría que será recogida por quien siga atento los pasos que los vendimiadores y las generaciones precedentes han recorrido. También al último llegado se le concede hallar de rebusco el fruto que ha quedado, de modo que puede añadir su propia nota al final del infinito comentario”.
Se comprende que, por todo eso, además de las bocanadas del viento, o el panorama contemplado al fin de una escalada, le gane la belleza de leyendas que llegan desde el fondo de nuestra cultura. Las viejas historias forman parte también de su imparable búsqueda de lo auténtico y de su defensa de la palabra libre, la que entrega en unos textos, escuetos, que parecen grabados más que impresos.
Erri de Luca empezó a escribir tarde, y no hace mucho que ha llegado a ser un autor conocido entre nosotros. Ahora mismo, en los catálogos se puede encontrar medio centenar de títulos de los que algunos han sido traducidos al castellano. Y no faltan en su palmarés menciones muy elogiosas en forma de premios y críticas. Reconocimientos que, a un niño crecido en la algarabía callejera y las casas apretujadas de una de las ciudades más antiguas de occidente, en la falda del Vesubio y en las arenas de Capri, amante del alpinismo y proclive a refugiarse en el silencio de la montaña, no parecen haberle conmocionado ni cambiado.
Si no, no hubiera escrito este poema sencillo, a modo de letanía de lo que aprecia de veras, que titula en italiano Considero valore:
“Considero un valor cada forma de vida, la nieve, la fresa, la mosca.
Considero un valor el reino mineral, la asamblea de las estrellas.
Considero un valor el vino mientras dura la cena, una sonrisa involuntaria,
el cansancio de quien no se salvó, dos ancianos que se aman.
Considero un valor aquello que mañana no valdrá ya nada…
y aquello que hoy aún vale poco.
Considero un valor todas las heridas.
Considero un valor ahorrar agua, reparar un par de zapatos,
callar a tiempo, acudir a un grito, pedir permiso antes de sentarse,
sentir agradecimiento sin recordar por qué.
Considero un valor saber en una habitación dónde está el norte,
cuál es el nombre del viento que está secando la ropa.
Considero un valor el viaje del vagabundo, la clausura de la monja,
la paciencia del condenado, sea cual sea su culpa.
Considero un valor el uso del verbo amar y la hipótesis de que exista un creador”.
Con esta humilde apostilla:
Muchos de estos valores no los he conocido”.
En la edición bilingüe hecha por Seix Barral se pueden encontrar otros poemas que vale la pena leer dejándose conmover. Algunos, como los reunidos bajo un título sintomático: Solo andata (Sólo ida), no se pueden leer sin sentirse golpeados. Y hasta culpables por consentir que prosigan los viajes sin retorno de muchos que sueñan con cruzar el mar con el sólo aval de sus esperanzas. Así el que –expresivamente– titula Coro:
“Somos los innumerables, el doble en cada centro de expulsión,
adoquinamos de esqueletos vuestro mar para caminar sobre ellos.
No podéis contarnos, si nos contáis aumentamos,
hijos del horizonte, que nos manda de vuelta.
Hemos venido descalzos, sin suelas,
sin sentir espinas, piedras, colas de escorpiones.
Ningún policía puede despreciarnos
después de todo lo que hemos sido ya ofendidos.
Seremos los siervos, los hijos que no tenéis,
nuestras vidas serán vuestros libros de aventuras.
Traemos a Homero y a Dante, el ciego y el peregrino,
el olor que perdisteis, la igualdad que habéis sometido”.
Hace apenas dos años, en una entrevista le preguntaban justamente por el Mediterráneo, respondía sin eufemismos: “… fue el primer mar en considerarse nuestro, es decir, de todos aquellos que lo habitábamos, de aquellos cuyos pueblos, cuyas costas, estaban siendo bañadas por él. Pero hoy es también el mar de los otros. Aquellos que están muriendo en él. El mar es también hoy suyo, porque son sus cuerpos los que nutren el plancton que se genera. Es horrible, hasta los esclavos viajaban de forma más segura, porque eran mercadería y debían llegar en buenas condiciones. Los que viajan hoy ya han pagado, y, por lo tanto, no importa si se pierden”.
No ha callado en sus protestas ni en sus defensas, y posiblemente piensa que sus versos contribuirán en algo a que no sean del todo olvidados los que bracean sin éxito. Al menos algo habrán logrado si nos detenemos ante el televisor y nos apiadamos de los que intentaron y siguen intentando semejante travesía.
Erri de Luca piensa que hay relatos que llegan de tiempos lejanos y traen una sabiduría más que necesaria. Pero que necesitan llegar al presente y a muchos oyentes: “Cuanto mejores son las causas, más escasas son las fuerzas de quienes deben servirlas”, ha escrito en uno de sus últimos libros: Historia de Irene.
Como ha sucedido a otros, ante desgracias recientes y enormes, este escritor y poeta napolitano piensa que al menos “queda la palabra”. Y con las suyas llega una urgencia de justicia que el autor ha encontrado contenida en otras, en las que encuentra un germen gracias a su afición a descifrar antiguos alfabetos.
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