Junto con Monseñor Romero, más que conocido tras su muerte al pie del altar por haber alzado su voz a favor del pueblo, el 14 de octubre será canonizado Pablo VI. Un papa algo olvidado entre los nombres de Juan XXIII y Juan Pablo II, y hasta “poco comprendido” – se ha dicho– pero cuya memoria resurge y crece pasados unos decenios.
Ciertamente, el nombre de Pablo VI resulta inseparable de uno de los acontecimientos más importantes del pasado siglo: el Concilio Vaticano. Pero los orígenes y los años primeros de su biografía proporcionan algunas claves para valorar aspectos de su pontificado que podrían quedar en segundo plano dado lo ingente de la tarea que desplegó desde su elección. Las biografías recientes se benefician de la documentación que existe en archivos cuya custodia está encomendada a la fundación que lleva su nombre. Y la figura crece a medida que, con la distancia de unos decenios, se examinan las iniciativas a las que dio paso sin que una fidelidad a lo esencial le restara capacidad de intuir lo que debía renovarse en el tronco añoso de la Iglesia.
Giovanni Battista Montini, nació en 1897 en Concesio (Brescia) en una familia arraigada en aquella región y comprometida con el afirmarse de las libertades cívicas en Italia. Ordenado sacerdote, pasó por una larga experiencia en la Secretaría de Estado del Vaticano en tiempos de Pío XII. Un periodo que fue también ocasión de numerosos viajes y de contactos internacionales, algo que quiso prolongar en lo posible durante su pontificado. En años difíciles para Italia, cundo llegaron a promulgarse leyes racistas, desde la Oficina de Asistencia, contribuyó a la protección y ayuda a refugiados y perseguidos por el régimen, y asesoró a varios grupos, entre ellos el de universitarios, que habrían de distinguirse más tarde por devolver el país a la democracia.
Nombrado arzobispo de Milán, mostró un extraordinario talante pastoral en unos años en que la secularización, la inmigración y las inquietudes obreras se sumaban en aquella ciudad. Su labor en la diócesis lombarda ha sido realzada justamente por otro gran arzobispo: Carlo María Martini que, en ocasión de un aniversario, pronunció una homilía que se puede considerar el mejor retrato de un predecesor a quien trató y admiró desde los años romanos. Creado cardenal por Juan XXIII, que mostró singular estima por las capacidades del que iba a ser su sucesor, fue el papa 262 de la Iglesia desde junio de 1963 hasta el 6 de agosto de 1978, cuando murió en la residencia de Castel Gandolfo.
Varios biógrafos coinciden en reconocer en Pablo VI un carácter tímido, reservado, si bien siempre dispuesto a la escucha e invariablemente propenso al diálogo. En un retrato espiritual trazado a partir del archivo personal y el de familia, y editado por el Instituto que lleva su nombre, se pueden encontrar anotaciones de interés sobre algunos rasgos de su personalidad, sus lecturas y vivencias, y los nombres de quienes influyeron en su formación. Algunos, como el oratoriano P. Belvilacqua que le acompañó su vocación, le confirmaron en la fidelidad a la conciencia y advirtieron su admiración por el temple misionero del Apóstol del que tomaría nombre.
De una humildad magnánima
Jean Guitton, el conocido académico francés, reflejó en forma de unos Diálogos verosímiles el pensar y sentir de un papa amigo. En esas conversaciones aparece como un pastor preocupado por sintonizar con las inquietudes del hombre moderno, un hombre de mirada clara y oído atento a los problemas de la sociedad. La misma actitud se advierte en discursos pronunciados en momentos solemnes y en documentos que llevan su firma y nos siguen interpelando: baste mencionar las encíclicas Ecclesiam suam, Populorum progressio, y la exhortación postsinodal Evangelii nuntiandi.
También, gracias a algunas notas personales dadas a conocer y del testimonio de quienes estuvieron muy próximos, hemos sabido algo de su sentir íntimo al ser elegido y asumir la inmensa tarea de continuar y llevar a buen término el concilio convocado por su predecesor.
Culto, discreto, y de una “humildad magnánima” al decir de un observador creíble, con elegancia natural en gestos y lenguaje, mostró predilección por las formas sencillas, sin oropeles. Prescindió de la tiara que le regalaron los milaneses y donó su importe a los más pobres a través de la Madre Teresa, cuya obra pudo tocar de cerca en su viaje a Calcuta. Aligeró la decoración de las estancias vaticanas y pidió ser sepultado a ras de suelo como expresión última de su voluntad de sólo servir “en el nombre del Señor”, que fue el lema de su pontificado.
Incansablemente interesado por cuanto pudiera ofrecérsele en la marcha, ya acelerada, del mundo contemporáneo, pareció siempre dispuesto a atender a cada uno de los millares de personas que encontró en las audiencias y en los viajes.
En el Concilio… y en el postconcilio
La historia del Concilio Vaticano II resulta inseparable de su figura, y los discursos de apertura y cierre de las sesiones han quedado incrustados en la memoria de aquel acontecimiento. Muchas veces ha sido reconocida su capacidad de mediación así como sus contadas pero decisivas intervenciones en el transcurso de los debates. La voz y la actitud del papa Montini están detrás de los pronunciamientos a favor del encuentro de la Iglesia con el mundo moderno, del abrazo a los representantes de iglesias que consideró hermanas, de la llamada a intelectuales, artistas, y a la humanidad entera, que partió desde la asamblea conciliar.
Sus cartas y exhortaciones apostólicas, los discursos y homilías que pronunció, forman un conjunto que sigue mereciendo el análisis de historiadores, teólogos y pastoralistas. Y no son olvidables ni su intervención ante la Asamblea de las Naciones Unidas, ni el abrazo al Patriarca Atenágoras y el levantamiento de las excomuniones a la iglesia oriental. Como tampoco lo ha sido la desgarradora petición, escrita de su puño y letra, a las Brigadas Rojas para que dejaran en libertad a Aldo Moro: “Un hombre bueno, manso y generoso”, amigo personal, ni la oración que pronunció en el funeral celebrado en San Juan de Letrán, que conmovió a los asistentes.
Le tocó vivir el tiempo del postconcilio. Años agitados cuyo recuerdo ha vuelto a las primeras páginas con ocasión del 50º aniversario del mayo 68. Tiempos en los que, dentro de la propia Iglesia, afloraron resistencias y tergiversaciones de lo que el concilio había entendido como deseable en el intento de renovar sin rupturas la verdadera tradición. Tiempos en los que se advertía en su rostro un sufrimiento que a los más inspiraba respeto y que hubiera merecido quizá una mayor serenidad en las críticas.
A estas alturas, un estudio minucioso de los archivos recién abiertos, ha desvelado que la preparación de un documento tan discutido como Humanae Vitae, comportó consultas, redacciones varias, una deliberación fatigosa y una decisión hecha en conciencia. A 50 años de distancia, sabemos más acerca de las dificultades que el papa encontró en aquella coyuntura, como la escasa respuesta de los obispos a la consulta previa y las posiciones no concordantes entre los expertos preguntados. Dificultades a las que se puede sumar otra: que el modo de ejercer el magisterio pontificio no contaba aún con la ayuda de una práctica recuperada en tiempos recientes como es la convocatoria de sínodos sobre cuestiones de relieve que afectan a la vida de la Iglesia universal.
Del sentimiento de soledad que debió probar Pablo VI ante decisiones graves da idea una nota escrita con ocasión de un retiro que su secretario personal dio a conocer en 1979 en la que se dice a sí mismo: “Como una estatua situada sobre un pináculo, así está una persona viva como yo. [ ] Debo aceptar esta soledad; no debo tener miedo, no debo buscar un apoyo exterior que me exonere de mi deber, que es el de querer, el de decidir y el de asumir toda la responsabilidad, el de guiar a los demás (…) Las confidencias consoladoras no podrán ser sino escasas y discretas; lo profundo de mi espíritu tendrá que permanecer conmigo. Yo y Dios” (1). Cualquier comentario que no sea un silencio respetuoso resultaría inadecuado. Igual que sucede al releer su testamento.
Un legado que crece
Con el paso de los años, la figura de Pablo VI parece cobrar unos contornos y un relieve que no resultaban tan advertibles para el público común durante el largo pontificado de Juan Pablo II, a quien él mismo nombró cardenal. Pero su memoria ha permanecido viva en quienes lo trataron o se formaron releyendo importantes páginas que llevan su sello.
Vivió decenios en los que la secularización avanzaba y momentos tormentosos en que tocó de cerca la violencia y hasta el terrorismo. Pero, apoyado en la fe esperanzada, en la que debía confirmar a los demás, dejó constancia de una innegable simpatía por lo humano y de apertura al mundo moderno. Afrontó graves cuestiones sociales y no cejó en la defensa de la dignidad humana. Su testamento, redactado con temblor y firmeza, resume como pocos textos la orientación o, si se quiere, el secreto de su vida, vivida ante Dios y ante los humanos con una hondura que sólo podemos sospechar. Allí, después de pedir perdón con toda sinceridad, y tras recomendar la fidelidad al concilio y el acercamiento a los hermanos separados “con comprensión, paciencia y mucho amor”, con su estilo propio, el papa añade que cierra los ojos “sobre esta tierra doliente, dramática y magnífica implorando sobre ella la Bendición divina”.
Su tumba, en el suelo, sigue siendo visitada silenciosamente por quienes guardan aún muy vivo su recuerdo o tan sólo han oído hablar del Concilio de dos papas. Gracias a estudios que continúan y a testimonios que se suman en el proceso de canonización, se puede constatar que el legado de Pablo VI crece mientras contemplamos, ahora ya exaltada, aquella imagen, tantas veces repetida, de un hombre que levanta sus brazos como un clamor para luego bendecirnos.
BIBLIOGRAFÍA
1. Nota trascrita por P. Macchi, Commemorazione di Paolo VI: Istituto Paolo VI – Notiziario 1 (1979) 53.
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