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ÓSCAR ARNULFO ROMERO: EL SANTO DEL PUEBLO

En una ocasión Jesús afirmó: “Quien cree en mí hará las mismas obras que yo hago y aún mayores”. Parece una frase desmesurada, pero en el caso de monseñor Romero se cumplió al pie de la letra. Su historia es casi un trasunto de la vida de Jesús de Nazaret.

Hubo unos tiempos en los que se leían vidas de santos, relatos hagiográficos que contribuían a aumentar la fe de los fieles y su alegría de pertenecer a esa familia gloriosa. Alguna vez he defendido que hay que volver a esa práctica, precisamente en estos tiempos en que la aceleración de la historia y la inflación de noticias fagocitan rápidamente todos los recuerdos y todas las biografías. 

¿Quién, salvo muy interesados, se acuerda de Hélder Câmara, de Sergio Méndez Arceo, de Leónidas Proaño, de Samuel Ruiz? Apenas se les menciona ya, a pesar de que fueron obispos eminentes en diversos países latinoamericanos. Pero puede afirmarse que el caso de Oscar Arnulfo Romero es un tanto diferente. Parece que su nombre está envuelto en un aura que le defiende de la oscuridad del olvido. Aun así, es bueno sin duda recordarle, precisamente ahora, cuando se cumplen algo más de 100 años de su nacimiento y sólo algunos días de su canonización.

Su biografía, sin embargo, carece en realidad de trascendencia. Se trata de una carrera eclesiástica que le conduce, sin especiales efemérides, del seminario menor a los estudios en Roma, de ahí a una parroquia en El Salvador, a la secretaría de un obispo y desde allí a su propia consagración episcopal. No obstante, y no por casualidad, se trata de una existencia que es en muchos de sus rasgos un trasunto de la vida de Jesús de Nazaret, trasladada de Galilea a El Salvador. Como la historia del Maestro, la suya se desarrolla en tres años (desde febrero de 1977 a marzo de 1980, fecha de su asesinato) en una peripecia vital que le va conduciendo poco a poco a una muerte anunciada. Y también a una resurrección anunciada: “Al tercer día resucitaré”. “Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño”.

Como en el caso de Jesús, el comienzo de su historia coincide, más o menos, con el asesinato de su precursor. Un mes después de su nombramiento como arzobispo es emboscado y asesinado en una carretera, junto a un campesino y a un adolescente, Rutilio Grande, jesuita amigo y colaborador de Romero. Rutilio había llevado a cabo una pastoral concientizadora en Aguilares. Se había negado siempre a ser confundido con un agitador político, pero había tomado con toda su fuerza palabras que recuerdan las de Juan Bautista: “¡Ay de ustedes, hipócritas, que de dientes y labios se hacen llamar católicos y por dentro son inmundicia y maldad! Son caínes que crucifican al Señor cuando camina con el nombre de Manuel, con el nombre de Luis, con el nombre de Chabela…”.

Nadie en el entorno de Jesús esperaba las actitudes y acciones que empiezan a tomar cuerpo a sus 30 años del hijo del carpintero. Nadie esperaba tampoco el cambio en las actitudes de Romero. Recordemos el hecho conocido de que su elección como arzobispo de San Salvador no fue bien recibida por muchos sacerdotes y laicos comprometidos, que le consideraban el candidato de la sociedad conservadora y preferían a Arturo Rivera y Damas, quien sería su sucesor y era entonces obispo auxiliar. 

En una conversación con Juan Arias durante la Conferencia de Puebla, publicada más tarde en El País, monseñor reconocía: “Yo estaba ciego. Estaba con los ricos, me había olvidado de que el Evangelio nos pide estar al lado de los pobres”. Cuando cae en esa cuenta abandona el palacio episcopal y lleva desde entonces una vida sencilla, al lado del pueblo. A partir de ahí también sus homilías, trasmitidas a todo el país por la emisora diocesana ISAY, se convierten en una guía permanente en medio del conflicto, en un consuelo, una esperanza y un empuje para los pobres y en una denuncia inaceptable para los poderosos y opresores.

En la historia de Jesús el pueblo es el conjunto de los judíos sencillos y explotados, abusados por las autoridades religiosas y civiles. Son también, sin embargo, personas concretas: la hija de Jairo, la hemorroísa, el ciego Bartimeo… 

Lo mismo ocurre en el caso de Romero. Para él el pueblo no era, como para tantos políticos, un concepto, una definición global sino una gran muchedumbre de personas concretas que sufren la pobreza y el desamparo y que tienen vidas personales, nombres y apellidos, como Humberto Urbino, Oswaldo Fernández, Francisco García, nombrados en la homilía el día antes de su muerte.

Sin duda lo más relevante en los tres años mencionados es esta cercanía a los pobres. Lorenzo Milani, el cura de Barbiana, declaró en una ocasión: “Yo sabía que había pobres, pero nunca los había conocido”. Su exilio a Barbiana le permitió conocerlos de cerca. Pues algo parecido podría afirmarse de Romero y, en definitiva, de muchos obispos: saben que hay pobres, pero nunca los han conocido. El afirmó: “Al lado de los pobres, de los que más sufren y de los perseguidos por defenderlos me encontré viviendo el Evangelio”.  “La misión de la Iglesia es identificarse con los pobres, así la Iglesia encuentra su salvación” (11/11/1977).

En la historia de Jesús tienen gran importancia las curaciones. Son el signo de que el reino de Dios ha llegado ya y el anuncio de un reino futuro y definitivo. Sin embargo, en muchas de ellas aparece una afirmación en la que no siempre se ha reparado suficientemente: “Tu fe te ha curado”.   Es la fe que Jesús ha despertado la que ha obrado la salvación.  En aquel tiempo convulso en que vivó Romero era casi un tópico decir que la Iglesia quería ser la voz de los que no tienen voz. Monseñor Romero no quiso limitarse a ese papel supletorio. No, como el propio Rutilio, animador de comunidades y movimientos campesinos, quería que los pobres tuvieran su propia palabra, fueran los gestores de su propio destino: “No estén esperando hacia donde se inclina el obispo o qué dicen otros o qué dice la organización. Cada uno debe ser un hombre, una mujer crítica. (…) No se dejen llevar, no se dejen manipular. Son ustedes, el pueblo el que tiene que dar la sentencia de justicia a lo que el pueblo necesita (…). Por eso cada uno tiene que ver el mundo con sus propios ojos (…). Hay que saber criticar y ver el mundo y los hombres con criterios propios” (3/12/1978). “El pueblo debe ser el artífice de su propia sociedad. Ustedes tienen que darse la sociedad que ustedes quieren” (11/11/1979). “La Iglesia tiene que despertar conciencia de dignidad (…) Y esto no es provocar la subversión sino simplemente decirle a todos los que me escuchan: sean dignos porque la condición del Pueblo de Dios es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios” (11/3/1979).

No se trataba únicamente de un buen deseo. Tanto Jesús como nuestro arzobispo pudieron experimentar que su palabra producía sus frutos, despertaba conciencias, modelaba personas. “Te doy gracias, Padre, dijo Jesús en una ocasión, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla”. De igual modo Romero: “Queremos recordar con cariño la visita que hicimos ayer a San Antonio Los Ranchos. Ante aquella gente sencilla que nos dice que comprende bien la palabra que se predica desde nuestras homilías. Cómo queda ridícula la incomprensión de los que no quieren oír, del orgullo de la soberbia. Que llegan hasta a decir que las homilías de la catedral son precisamente la causa de todos los males del país, cuando nuestro pueblo humilde comprende que la palabra del Evangelio, que consuela y alienta, es cabalmente ésta que predica la Iglesia” (12/0/1979).

A pesar de su apelación a la verdad de su palabra y sus hechos, Jesús pudo constatar, y así lo dijo, que “ningún profeta es bien recibido en su patria”. No hay que olvidar que un par de veces sus conciudadanos quisieron despeñarlo por un barranco y que sus propios familiares querían retirarle de la vida pública porque pensaban que no estaba en sus cabales. De igual manera Romero no fue bien visto por sus hermanos obispos y tampoco por el Vaticano. Un Papa empeñado en la lucha con el comunismo no era capaz de mirar con buenos ojos a curas o teólogos que apoyaban las luchas populares. De hecho, cuando Romero tuvo una entrevista con él, recibió el consejo de acercarse al gobierno del general Humberto Romero ya que era un militar católico y algo positivo debía haber en su gestión.

Monseñor abandonó el Vaticano con lágrimas en los ojos. No podía comprender la actitud de los dirigentes de la Iglesia que, en su combate contra el marxismo, no podían entender, desde sus despachos romanos, que él defendiera a los que llamaban “curas y monjas “guerrilleros”.

Pero naturalmente no eran los próximos ni los enemigos de Jesús no los de monseñor Romero. Entre las autoridades del tiempo de Romero fue tomando cuerpo la convicción de que era necesario que muriera un hombre y no que pereciera toda la nación. De igual modo en el caso del arzobispo el gobierno, el ejército y las fuerzas afines pronto se convencieron de que era necesario que muriera aquel hombre. En varias ocasiones hubo bombas contra las instalaciones de la ISAY, en otra se descubrió debajo del altar en que celebraba misa un artefacto explosivo. Pero el 23 de marzo de 1980, Óscar Arnulfo Romero pronunció unas palabras dirigidas a los soldados que equivalían para sus enemigos a una sentencia de muerte: “Matan a sus mismos hermanos campesinos. Y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice: ‘No matar’. Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios. Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla. Ya es tiempo de que recuperen su conciencia, y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado (…), les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: cese la represión”.

Al día siguiente, cuando elevaba el cáliz en la eucaristía, la bala de un sicario le atravesó el corazón.

“Si el grano de trigo no muere no dará fruto”, había dicho Jesús, pero si muere dará mucho fruto. Así ha sido en el caso de san Romero de América.

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