En febrero de 2018 se cumplieron 10 años del abandono de Fidel Castro de la presidencia de Cuba. Desde entonces, la transición ha sido materia de escrutinio permanente. Durante esta última década, Cuba ha estado sujeta a la adaptación a un contexto internacional cambiante y a la necesaria actualización de su modelo socialista. Esta labor adaptativa ha hecho necesaria la puesta en práctica de una particular transición: la última de las acometidas en la Cuba revolucionaria, pues antes hubo otras.
Una de las premisas asumida como axioma inmutable en la mayoría de las aproximaciones a la Cuba fidelista ha sido aquella que apunta a su parálisis y al carácter anquilosado de un régimen renuente al cambio. Este posicionamiento es cuando menos cuestionable, pues Cuba, durante los últimos 60 años, ha estado sometida a varios procesos de transformación que han promovido intensos debates con importantes implicaciones teóricas y programáticas. Desde el triunfo de la revolución ha habido, al menos, seis procesos de transición que han venido determinados por el contexto internacional y por las necesidades internas de la nación cubana.
La primera transición vino dada por la instauración del bloqueo económico, la ruptura diplomática con los Estados Unidos y la declaración del carácter socialista de la revolución. De octubre de 1960 a mayo 1961, la dirigencia revolucionaria sentó las bases de una praxis que se orientó hacia el marxismo heterodoxo y la tradición soberanista. Cuba apostó por un socialismo propio en el que nacionalismo y socialismo terminaron por confundirse.
La segunda transición se acometió en el ocaso de los años 70 y la alborada de los 70 del pasado siglo. La crisis del modelo económico y la caída en combate de Ernesto Che Guevara obraron como desencadenantes del acatamiento del dictado moscovita. Cuba se vio impelida a desprenderse de sus pulsiones voluntaristas y de sus cuotas de idealismo para asumir la realidad de los condicionantes internacionales y de sus limitaciones domésticas a través de una marcada institucionalización de corte soviético.
Una tercera transición se puso en marcha a mediados de los ochenta a través del “proceso de rectificación de errores y tendencias negativas”. Un proceso que vino a poner en cuestión la senda seguida desde comienzos de los 70 y que tuvo como consecuencia inmediata apuntalar la autonomía ante los gélidos vientos llegados de la URSS con la Perestroika.
La cuarta transición, sin duda la más complicada entre las habidas, fue la que tuvo que acometerse tras el colapso soviético. El llamado “período especial en tiempos de paz” trató de romper el cerco del aislamiento. Por imperativo de la pura supervivencia, se impulsó la recuperación de aspectos de la economía de mercado que parecían ya superados por la impronta comunista.
La quinta llegó con la revolución bolivariana y la adaptación al nuevo contexto latinoamericano. Esta fue sin duda la menos problemática, pues los cambios reforzaban al bloque histórico que se decantó en los primeros años de revolución.
La sexta y última se asienta en el presente. Es la más prolongada, pero también una de las más complejas, pues tendrá que culminarse con la legitimación de nuevos liderazgos y sin el concurso explícito de la dirigencia histórica.
El proceso que arrancó en 2008 con la salida de Fidel Castro ha tenido su culminación con la elección en abril de 2018 del nuevo presidente. Díaz-Canel es el primero en entrar en escena después del abandono de los dirigentes históricos y en esta primera legislatura, prorrogable a una segunda si así lo decide la Asamblea Nacional del Poder Popular, tendrá ante sí el desafío de apuntalar el régimen a través de un paquete de reformas impostergable: tendrá que afrontar la reestructuración del peso del Estado en el ámbito económico; tendrá que hacer frente a la anunciada reforma electoral; tendrá que afrontar también la anomalía de la doble moneda, una tarea imprescindible si se quiere mantener la base de igualdad sobre la que se ha sostenido el socialismo cubano, y tendrá que solventar la puesta en ejercicio de una nueva constitución que venga a sustituir a la de 1976, sometida ya a dos reformas, pero agotada en sus capacidades para dar respuesta al presente cubano.
El desafío inmediato del nuevo presidente será la puesta en marcha de la nueva constitución. Una constitución que será sometida a referéndum en febrero del presente curso tras el diseccionado al que ha sido sometido su proyecto en los centros de trabajo, en los grupos de discusión populares y en los medios de comunicación.
Esta nueva constitución trae novedades, amplía las libertades económicas y de elección vital, pero también continuidades, pues apuesta por la igualdad como eje del consenso social. Sin embargo, a pesar del equilibrio entre cambio y continuidad, algo permanece inalterable en la nueva constitución: en el plano político se apuntala el socialismo como realidad inmutable y se cierra el paso a la participación política fuera del partido único y del entramado organizativo que crece a su sombra. Y aquí reside la particularidad de la última transición cubana y también de las precedentes: procesos transformadores que ameritan el cambio económico y social, pero que cercenan la existencia de partidos políticos en la lucha por el poder.
De todos modos, estos condicionantes políticos, ni liquidan el debate ni frenan los cambios. El campo de batalla dentro de la revolución, en el presente y en el futuro inmediato, se circunscribirá a la esfera de lo económico, de lo simbólico y de lo cultural. Y aquí las desavenencias y los proyectos enfrentados están presentes entre los que juran lealtad a la nación cubana y al legado de Fidel Castro. Dos grandes grupos, con fronteras difusas, pero con extremos divergentes, están llamados a condicionar el proceso. Estos grupos cuentan con plataformas de difusión en los medios de comunicación cubanos, con presencia en las instituciones y con indudable influencia en el tejido social y político del país. El frente revolucionario, que nunca ha sido homogéneo aunque sí hegemónico, se divide entre los que jalean los cambios y los que se arman de prudencias frente a ellos. Para los primeros, los entusiastas del cambio, las transformaciones deben ser efectivas y deben articular un socialismo viable, para los segundos, adalides de la ortodoxia, la retórica de los que promueven los cambios profundos terminará por priorizar al capital frente al trabajo, lo que indudablemente erosionará las bases ideológicas de la revolución.
Estas dos tendencias, adormecidas en el seno de la revolución, pero siempre presentes, entraron en colisión debido a los cambios propuestos a raíz de la salida de Fidel Castro de la primera línea política. Sin embargo, se han mostrado especialmente activas desde la declaración histórica del presidente Obama y de su homólogo cubano, Raúl Castro, en diciembre de 2014. Aquel punto de inflexión, a través del cual se establecía la apertura de un proceso para la normalización de relaciones entre Washington y La Habana, generó un debate de los más intensos en la historia de la Cuba revolucionaria.
Desde entonces y hasta la llegada de Donald Trump a la presidencia estadounidense, estas posiciones divergentes han confrontado utilizando la cercanía de la Casa Blanca como un elemento más dentro del debate. Para los proclives al cambio profundo la apertura estadounidense situaba a Cuba en una posición inmejorable para avanzar en sus reformas y para los ortodoxos la presencia de la diplomacia norteamericana desvirtuaba el proceso de reformas y colocaba a la revolución ante una penetración cultural y económica cuyo objetivo final sería el buscado bajo otras vías desde 1959: terminar con el socialismo cubano. Estas dos tendencias han rebajado el nivel del contencioso tras la llegada de Trump a la Casa Blanca y tenderán a cerrar filas con la dirección del país ante los avances del previsible y paulatino deterioro de las relaciones con Washington. Un deterioro que avanza pertinaz desde mediados de 2017.
Ahora bien, más allá de la posible distensión dentro del frente revolucionario que sustenta el poder en Cuba, el nuevo presidente cubano tendrá que lidiar con las diferentes tendencias: a unos les parecerán los cambios tibios y a los otros la antesala de la destrucción del socialismo. Así pues, será importante la capacidad de maniobra del nuevo presidente para contentar a todas las sensibilidades y aquí la construcción del relato, más allá de los hechos puntuales, será de capital importancia.
Díaz-Canel es un presidente continuista, un civil bregado en el gobierno provincial y el desempeño ministerial. Es un gestor avezado y un hombre comprometido con el legado histórico del proceso revolucionario cubano, pero no es un héroe de la lucha en las montañas; tendrá por tanto un gobierno mancomunado y menos independiente. El Consejo de Estado y la Asamblea Nacional del Poder Popular ganarán relevancia y ejercerán de contrapeso de la presidencia personal.
Este relevo generacional afectará a las relaciones exteriores de Cuba, como las afectó la aproximación de la Administración Obama a la realidad cubana. Habrá que contar con la incertidumbre del comportamiento estadounidense, pues todo lo que aleje a Cuba de los Estados Unidos, como está sucediendo en la actualidad, la aproxima irremediablemente a los otros actores globales. Díaz Canel contará con los apoyos que siempre ha tenido la Revolución cubana y caerán sobre él las críticas habituales de los detractores del proceso revolucionario. Ahora bien, y aquí tenemos que volver a la legitimidad de la dirigencia histórica, la influencia de Díaz Canel en el ámbito latinoamericano está por construir y a día de hoy depende estrictamente del prestigio y también del rechazo con el que cuenta Cuba en muchos ámbitos del continente.
Todos estos aspectos coparán la agenda del nuevo presidente. La incógnita estará en el grado de éxito que tenga en el manejo de los mismos. Precisará de todos los apoyos que puedan llegarle, tanto del interior como del exterior del país. España y la Unión Europea, tras la derogación de la posición común a finales de 2016, deberían convertirse en actores de peso en el nuevo período que recién comienza. El reciente viaje del presidente español a Cuba así lo atestigua. Sin embargo, hay un aspecto que no deberían perder de vista las cancillerías europeas, pues condiciona el ritmo y la profundidad de las transformaciones en tu totalidad: desde la cúpula del Partido Comunista de Cuba, la vieja guardia tutela todavía el proceso y lo hará hasta el próximo congreso del partido, a celebrar en el 2021. Será entonces, ya sin el concurso del menor de los Castro, actual cabeza de los comunistas cubanos, cuando se empiece a vislumbrar el verdadero proyecto que albergan las nuevas generaciones, las de los nacidos después de 1959.
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