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LITERATURA Y DEPRESIÓN

El biólogo humanista Edward Wilson popularizó hace dos décadas el término inglés Consilience como “la voluntad de unir los conocimientos y la información de distintas disciplinas para crear un marco unificado de entendimiento”. Por un lado, la depresión, como fenómeno neurobiológico y enfermedad médica, debe ser analizada por reducción, es decir, estudiando la alteración de cada una de sus partes. Sabemos así que varios sistemas de neurotransmisión cerebral como los de la serotonina, dopamina, noradrenalina o glutamato funcionan de manera anómala, o que hay estructuras cerebrales como el hipocampo que se atrofian en los episodios depresivos recurrentes. Pero la psicología no puede ser estudiada exclusivamente sin atender a las propiedades emergentes de las interacciones de las neuronas y las sinapsis. Lo que emerge del desequilibrado sustrato neurobiológico de la depresión es la vivencia depresiva, acaso sólo aprehensible a través de la completa historia clínica o, mejor aún, de la literatura. 

No es nueva esta creativa asociación entre medicina y literatura. Ya Platón en sus Diálogos hablaba de una medicina basada en la conversación amistosa, el conocimiento personal y familiar, la argumentación persuasiva. Al fin y al cabo, el paciente llega a la consulta con un relato de su experiencia, de cómo vive e interpreta su enfermedad, y el sufrimiento es producido y a la vez aliviado por el significado que da el paciente a su experiencia. El médico debe poseer una competencia narrativa para escuchar, interpretar y dar respuesta a esos relatos. En el tratamiento de la depresión esto es así, pero aún más acentuado. Sólo la palabra puede dar forma al sufrimiento depresivo y a través de la palabra (la psicoterapia) el paciente logra acercarse a la salud. El psiquiatra debe ver al paciente de abajo a arriba (de la genética, epigenética, formación de proteínas, conexiones cerebrales, neurotransmisores, redes, ruptura de la homeostasis… a los síntomas) pero -obligatoriamente- también de arriba a abajo (del relato íntimo de su vivencia, de la singular y única construcción de significados en torno a su malestar, a los síntomas). La literatura de la depresión aporta, por tanto, una útil herramienta no sólo para la comprensión empática (en el sentido de Jaspers) de la enfermedad, sino para dar cauce a la esperanza -en el caso de que exista.

Debe advertirse que la literatura de la depresión no es la literatura de la tristeza. No está deprimido, sino triste, Antonio Machado cuando lamenta la pérdida de Leonor: “Por estos campos de la tierra mía, / bordados de olivares polvorientos, / voy caminando solo, / triste, cansado, pensativo y viejo”. (Campos de Castilla, 1912). La tristeza es una reacción emocional sana ante la conciencia de una pérdida, ante la decepción de un empeño o ante la derrota, y propicia el aislamiento y la inacción. Muchos estudios etológicos han demostrado su función adaptativa, su utilidad para sobrevivir. El duelo y el desamor son, por tanto, experiencias humanas sanas, reacciones emocionales, no enfermedades. El romanticismo con su emocionalidad arrebatada y nuestra postmodernidad, intolerante a la frustración y al sufrimiento, los han tratado de patologizar, pero no lo son. Una contenida expresión poética del duelo la encarna W. H. Auden: “Parad todos los relojes, desconectad el teléfono;/ dadle al perro un buen hueso para que no ladre; / que callen los pianos y, con un tambor amortiguado, / sacad el féretro, y que se acerque el cortejo. / Que los aviones sobrevuelen en círculos nuestras cabezas / escribiendo en el cielo el mensaje: Él ha muerto; / poned crespones en los blancos cuellos de las palomas; / que los guardias de tráfico usen guantes de algodón negro”. (Funeral Blues, 1938). La tristeza del duelo otras veces se asocia al llanto: “Yo quiero ser llorando el hortelano / de la tierra que ocupas y estercolas, / compañero del alma, tan temprano”. (M. Hernández, 1936), un llanto que raramente vemos en el paciente depresivo.

El paciente con depresión se siente profundamente triste, sí, pero también decaído, sin fuerzas ni ganas de llevar a cabo actividad alguna, inseguro e inundado de pensamientos desastrosos sobre sí mismo, el pasado y el futuro. El sujeto se siente atrapado en la desesperanza y con una nula consideración de sí mismo, asediado por sentimientos de culpa e inutilidad. Suele considerar que es una carga para los demás, alguien sin remedio ni opciones para avanzar o mejorar. La persona comprueba con perplejidad que su mente no funciona con la agilidad ni precisión de antes, tiene bloqueos, despistes, incapacidad para tomar decisiones o planificar tareas sencillas.  En general, su vida instintiva -aquello que normalmente le hace sentirse vivo- se apaga. La depresión no es, por tanto, una mera expresión intensa de emociones negativas (tristeza, miedo, rabia, congoja, desaliento…) sino un declinar estable de la biología que hace al ser humano sentirse vivo: el tono, la fuerza vital, el humor, el instinto. Sylvia Plath lo describe así: “Incapaz de escribir una letra. Dioses amenazantes. Me siento exiliada en una estrella fría, incapaz de sentir nada, excepto un irremediable entumecimiento horrible” (Diarios, 1957). En su magnífica obra autobiográfica La campana de cristal explica el fondo de la apatía depresiva: “La razón por la que no había lavado mi ropa ni mi pelo era que me parecía muy tonto hacerlo. El solo pensar en eso me hacía sentir cansada. Quería hacer todo de una vez por todas y terminar”. En el trastorno bipolar los episodios depresivos se alternan con fases de euforia, sentimiento de omnipotencia e hiper-sociabilidad. Pocos meses después de la depresión, Plath escribe: “Me encuentro mejor que nunca, (…) me siento llena de alegría, de ideas y de amor. Seré una madre maravillosa y no echaré nada de menos… Ahora los hombres se paran a mirarme en la calle; me veo muy… moderna … los camioneros me silban al pasar. Es asombroso. Soy tan feliz. (…) Escribo solamente porque hay una voz dentro de mí que no se aquieta. (…) Amo la libertad. Deploro las restricciones y las limitaciones. Yo soy yo. Soy poderosa” (Diarios). Pero en la era pre-farmacológica (antes de que se descubriera la eficacia estabilizadora de las sales de litio), pronto retornaron las depresiones. Como es sabido, Plath fue esposa del también poeta Ted Hughes y en 1963, tras un invierno de soledad y privaciones que exacerbó sus tendencias autodestructivas, cedió a la enfermedad y cometió suicidio. Cuando el mundo literario aún no había asimilado una pérdida tan terrible para la poesía norteamericana, alguien recordó su premonitorio poema Lady Lazarus: “Morir es un arte, como todo. / Yo lo hago excepcionalmente bien. / Tan bien, que parece un infierno. / Tan bien, que parece de veras. Supongo que cabría hablar de vocación”. Ciertamente, el riesgo de suicidio es 20 veces superior en los pacientes con depresión respecto a la población general, y algunos estudios muestran que la depresión (unipolar o bipolar) está presente en más del 50 % de los suicidios consumados.

Pero, a mi juicio, la mejor descripción de la vivencia depresiva, vívida y plagada de conmovedores detalles, se encuentra en la obra del escritor también norteamericano William Styron (1925-2006). Premio Pulitzer y aclamado autor de la novela La decisión de Sophie, recogió en Esa visible oscuridad su historia de depresiones recurrentes. En ella subraya un aterrador aspecto de la fase aguda: “Un fenómeno (…) en la depresión profunda es la sensación de estar acompañado por un segundo yo, un observador fantasmal que, al no compartir la demencia de su doble, es capaz de contemplar con desapasionada curiosidad cómo lucha su compañero contra el desastre que se acerca, o de enfrentarse a él”. Le pone palabras a la afectividad derrotada (“mi malsana tristeza, una marea tóxica e inenarrable, una forma de tormento, (…) el desvalido estupor”), la incapacidad para dormir y socializarse con los demás (“la vejación del insomnio, una forma de repudio derivado del autoaborrecimiento (distintivo señero de la depresión), ese lóbrego y tenebroso talante, la voz de la depresión, mi asedio, la espiral descendente, la inmensa y dolorida soledad”) y, en definitiva, describe poéticamente la depresión como “una gris llovizna de horror, la muerte soplando sobre mí en frías ráfagas, la desolación”.

Nuestra época banaliza el término depresión, equiparándola a épocas adversas de la vida, frustraciones y desamores de distinto tipo. A menudo los psiquiatras nos dedicamos en la consulta a enumerar el amplio catálogo de experiencias humanas que no pueden ni deben encasillarse en nuestros diagnósticos médicos. Paradójicamente, tratamos de desmontar la tentadora y autocomplaciente etiqueta diagnóstica que nos trae el paciente de casa (o de Internet). Otras veces nos llegan pacientes con enfermedades reales, dolencias del cerebro y del alma, auténticos focos de sufrimiento para ellos y sus familias, y nuestra tarea médica es detectar, diagnosticar, tratar y prevenir. En este humanista ejercicio de la Medicina, la Literatura nos echa una mano.

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