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LOS VENGADORES LLEGAN A LAS COSTAS DE TROYA

Cruzan Los Vengadores un cielo acribillado por densos meteoros, saltan en el tiempo enfebrecido por amenazas cósmicas, regresan a su propia Ítaca desnuda y se convierten en los héroes de hoy. Para cualquier profano en el universo Marvel, puede sorprender que Vengadores: End Game haya recaudado nada menos que 1.519 miles de millones de dólares, y que la cosa siga, porque esta caja de Pandora sólo acaba de abrirse. Las causas principales son literarias: una estructuración narrativa proyectada como un serial que lleva ya 12 años y que ha ido manteniendo una coherencia interna en sus avances, y el carácter dramático de sus personajes, con resonancias que llegan hasta los cimientos grecolatinos, ese mármol de fuego que persiste en el templo de Apolo en Delfos y que nace en Homero. Que nadie piense en esta saga de películas como en otra mamarrachada de Hollywood, porque tiene argumentos de raigambre novelesca y épica.

Hablamos de unos personajes que constituyen una mitomanía. Lo han sido por sí mismos y sin necesidad del cine, en las páginas vibrantes y coloristas de los comic-books americanos, nuestros tebeos patrios: primero en Ediciones Novaro, luego en Vértice, y finalmente en Cómics Fórum, a lo largo de los sesenta, los setenta y los ochenta y noventa. Cuando las hazañas de El Capitán Trueno y El Jabato estaban de retirada -regresarían de nuevo con más fuerza, como todos los amores verdaderos, cuando los niños de entonces llegaran a ser hombres-, uno se emociona al recordar la ilusión y los nervios acumulados por aquel niño de apenas diez años que cada fin de semana doblaba la esquina de la plaza de Cisneros, en el barrio de Ciudad Jardín, en Córdoba, para asomarse al quiosco y ver qué nuevos tebeos habían llegado: Capitán América, Spider Man, Iron Man, Thor. A España llegaban muchísimo más tarde, pero ya traducidos. Durante varias décadas existieron varias tentativas, todas entrañables y con pocos medios, de llevarlos al cine, especialmente en los años setenta. Después es imprescindible recordar la estupenda saga de los X-Men de Bryan Singer (2000) y el Hulk de Ang Lee en 2003, con un hondo Eric Bana, en la fragilidad del hombre como Jekyll y Hyde, científico y bestia colosal.

Pero aquí la movida empieza en 2008 con Iron Man, dirigida por Jon Favreau, y con un genial Robert Downey Jr. interpretando al millonario Tony Stark, el hombre que se esconde tras su traje de hierro, irónico y punzante, distanciado y cínico, pero también heroico. Algo comenzó aquí: películas que no acababan en sí mismas, sino que siempre iban dejando pistas para las entregas siguientes, con personajes que se irían integrando en un mismo universo. Así, también en 2008 regresó un nuevo Hulk, esta vez sin Eric Bana y con Edward Norton interpretando a Bruce Banner, y en 2010 llegó la segunda parte de Iron Man. Thor, el dios nórdico del trueno, hijo de Odín, moraría entre nosotros con rotundidad en 2011, dirigida la cinta por Kenneth Branagh, con toque shakesperiano y aire homérico, con Thor reconvertido en un nuevo Héctor que, tras superar un pasado licencioso -como San Agustín-, decide convertirse en digno hijo de Príamo/Odín y defender las murallas de Troya/Asgard, el reino de los dioses escandinavos, que aquí es otra dimensión planetaria. Pero no estaríamos todos sin el primer vengador: Steve Rogers, aquel hombre enclenque que fue rechazado cada vez que se presentaba voluntario para el servicio en el ejército de EE.UU. en la Segunda Guerra Mundial, pero que inyectado con el suero del Súper-Soldado del doctor Abraham Erskine se convertiría en el Capitán América. El Capitán había desaparecido en 1945, evitando que un misil programado por el nazi Cráneo Rojo impactara en Nueva York; pero en el número 1 de Los Vengadores, reunidos en el presente Iron Man, Thor, Hombre Gigante y La Avispa, encuentran su cuerpo congelado en el Ártico y lo hacen regresar de su pasado para luchar y vivir. Así, tras Capitán América: El Primer Vengador (2011), dirigida por Joe Johnston, llegaría por fin Los Vengadores (2012), dirigida por Joss Whedon: la reunión de los héroes por fin en la pantalla. Alea jacta est. Vendrían muchos más títulos, todos en la misma coherencia narrativa espacio-temporal: Iron Man 3 (2013), Thor 2 (2013), Capitán América: Soldado de Invierno (2014, con aparición estelar de Robert Redford), Vengadores: Era de Ultrón (2015), Capitán América: Civil War (2016, con los héroes divididos en dos bandos, unos sometidos a su Gobierno y otros insurgentes, defensores de los derechos civiles) o la divertida Thor Ragnarok (2017), entre otras, y Vengadores: Infinity War (2018), con drama final, que anticipa la entrega recién estrenada End Game.

Los más grandes Vengadores originales -Capitán América, Iron Man, Thor- eran héroes con sus propias series que se unían frente a la amenaza común. Algo así como los héroes griegos -Agamenón, Menelao, Áyax; pero especialmente Aquiles y Odiseo- se enrolaron para la guerra de Troya. Aquí los héroes se unen finalmente para combatir a Tanos -con ramificaciones filológicas con Tánatos, la muerte-, un supervillano genocida que extermina a la mitad de la población del universo. Los que han sobrevivido a la matanza de Infinity War cruzarán el mar de las estrellas para enfrentarse a él, para llegar también a sus murallas y escribir su epopeya. Porque frente a los que piensan que el éxito masivo de estas películas puede representar el fin de la gran cultura, para quienes conocemos ese mundo representa su continuidad, otra mitología con un anclaje firme en la pasada, una puerta entornada entre los mundos que al final se enriquecen, se contagian por combustiones cálidas, cambiantes, que erigen arquetipos con su timbre de época.

Todos son Odiseo, todos buscan su Ítaca: empezando por el Capitán América, Steve Rogers, un hombre entre dos tiempos, que se duerme en el hielo en 1945 tras vencer a los nazis y despierta en el presente, sin regreso posible. Todos tienen su drama en las costillas, pegadas al costado de un anhelo que los hace volver a su pasado. Leyéndolos de niño sentí la misma fascinación que me deslumbró, de adulto, nadando entre las páginas de La Ilíada y La Odisea, y me siento cercano en esto a la querencia del estupendo poeta Luis Alberto de Cuenca. Porque la cultura es alta y popular y es una, igual que hay una vida y una misma calle que nos sigue llevando hacia el pasado de aquel quiosco en una plaza de Ciudad Jardín, en que el niño que fui sigue esperando el regreso de sus héroes.

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