Nos encontramos una mañana clara y luminosa de julio con Iñigo Pirfano en la nueva sede de Ediciones Encuentro. Es un joven director de orquesta, nacido en Bilbao, que acaba de publicar Ebrietas. Descubrir el poder de la belleza. El autor nos conduce a través de grandes artistas y teóricos del arte a una reflexión serena y profunda sobre el arte, la belleza y su poder transformador.
En Íñigo, se aúnan su formación filosófica y musical. Estudió Dirección de Orquesta, Coro y Ópera en Austria y Alemania con los maestros Karl Kamper, KarlHeinz Bloemeke, Sir Colin Davis y Kurt Masur. Fue fundador y director musical durante 15 años de la Orquesta Académica de Madrid, recibiendo en 2012 el Premio Liderazgo Joven de la Fundación Rafael del Pino por su labor al frente de dicha formación. Ha trabajado, además, como director invitado de numerosas orquestas y coros de Europa y Latinoamérica, como la Sinfónica de Hamburgo, el Orfeón Donostiarra y la Sinfónica Nacional de países como Colombia o Perú. En paralelo a su carrera como intérprete, destaca su faceta como conferenciante y ensayista, habiendo participado en algunos de los foros más importantes de España y Latinoamérica. Sus gestos, y sobre todo sus manos, nos hablan de ese poder transformador de la belleza.
Carmen Azaustre: Íñigo, se acaba de publicar tu obra Ebrietas. Descubrir el poder de la Belleza. ¿Cómo y por qué nace esta obra?
Íñigo Pirfano: El campo de la estética es fascinante. Yo como intérprete musical y como filósofo me dedico a la interpretación de textos. Para mí, el arte es una vía de conocimiento; es más, es una de las vías de conocimiento más elevadas y poderosas que han sido dadas al hombre. Tiene la capacidad, la obra de arte, de entrar en comunicación con cada uno de nosotros, extraer lo mejor de nosotros mismos y transformarnos.
Me lancé a la tarea de poner por escrito toda una serie de reflexiones que yo había hecho y que había comunicado sobre todo en forma de conferencias, charlas, sesiones formativas, etc. Entonces recuerdo que una de las personas que asistió a una de esas sesiones me dijo: “Oye, eso sería muy interesante que lo pusieras por escrito, porque se nota que es un tema que tienes trabajado, que has pensado mucho” y, animado por esos consejos de personas que asistían a esas sesiones, amigos, y mi trabajo como músico, puse estructura narrativa a ese contenido que es más bien una reflexión poética, casi en espiral, casi como si fuera una predicación rabínica.
Así es como nace este libro que es fruto de años de reflexión, de conversación, de práctica musical, de diálogo con los grandes creadores y compositores teóricos del arte de todos los tiempos. Y al final, como digo, el libro pretende dotar de criterio a tantas personas que, en un mundo como el actual en el que hay manifestaciones artísticas que, muchas veces, no responden a la dignidad del propio arte, puedan distinguir perfectamente el grano de la paja, lo que es valioso de lo que es sin más una provocación o no tiene la entidad propia de lo que es la obra de arte genuina.
C. A.: ¿Y por qué le has dado ese título? Ebrietas.
I. P.: Por un lado, a mí me gustaba que conectara con los trascendentales de la filosofía clásica: bonum, pulchrum, verum, o sea, que fuera un título en latín para que conectara con los trascendentales de la filosofía. Yo soy licenciado en filosofía y creo que se nota también en la factura, en las reflexiones…
C. A.: Sí, eso se nota muchísimo, se nota que la filosofía la llevas dentro de ti.
I. P.: Sí, pero a la vez soy artista, soy músico. Entonces, por un lado, Ebrietas hace referencia a los transcendentales de la filosofía clásica pero, además, yo echo mano de esa figura tan bella del gran poeta Claudio Rodríguez con su Don de la ebriedad. La ebriedad es un don, una ebriedad bajo el amoroso magnetismo del logos. No es la ebriedad del arrebato orgiástico del que hablaban los clásicos…
C. A.: … que quita la razón…
I. P.: …sino que es ebriedad, logos, el acceso a la verdad íntima de las cosas. La ebriedad nos lleva de la mano al concepto de fiesta, a lo festivo, al entusiasmo, al final es habitar el mundo con la mirada del que vive entusiasmado. Como contraste al ensimismamiento propio de este mundo, de este contexto de posverdad en el que nos movemos.
C. A.: El entusiasmo te abre y el ensimismamiento te cierra…
I. P.: Claro, esa es la idea. Ese es el punto de arranque de toda esta reflexión. Al final lo que percibes es que el mundo está enfermo de narcisismo…
C. A.: De mirarse a sí mismo.
I. P.: Absolutamente, entonces hay que hacer un ejercicio de agarrarle por las solapas y recordarle otra vez las verdades eternas por decirlo así.
C. A.: Citas mucho a Mahler.
I. P.: No puede ser de otra manera.
C. A.: Y citas una frase de Mahler que me ha hecho pensar. Dices: “Lo mejor de la música es lo que encuentras detrás de las notas” y te pregunto ¿y tú qué has encontrado?
I. P.: Claro, lo que explico es que este libro habla exactamente de esa realidad. ¿Cuál es esa realidad? Pues en el fondo es de lo que habla Mahler y toda su música, de la necesidad de una trascendencia. El grito desgarrado de Mahler que le lleva a necesitar de esa realidad más allá de donde radica su existencia. Mahler como cualquier persona con inteligencia y sensibilidad se da cuenta de que no puede ser que esa perdurabilidad a la que estamos llamados y de la que nos habla el amor, la sed de trascendencia, se agote con lo de aquí abajo. Él necesita y lo plasma en esa música apasionada en la que se dan cita el claroscuro de la fe, la confianza en un padre cuya existencia intuye pero que no acaba de ver, el desgarro del amor no correspondido, todo eso se encuentra en cada una de sus obras. Por eso, Mahler es tan actual y tan querido por parte del gran público, porque Mahler nos está hablando de lo que más nos importa y más nos afecta a los seres humanos.
Eso que está detrás de las notas es precisamente toda esta realidad, lo que podíamos llamar el mundo de la trascendencia, del absoluto, por eso al primer capítulo lo he llamado Huellas de lo absoluto con esos ojos que tenían los clásicos que los llevaban a vivir entusiasmados, en la acepción etimológica de vivir en Dios o en los dioses, con los dioses. Ellos tenían la capacidad de ver que todo, todo, tiene un brillo especial. Todo está penetrado de esa inteligibilidad, de ese logos propio, de ese absoluto que lo contempla todo y que lo penetra todo, de su logos, de su inteligencia.
C. A.: Muy bonito eso que dices de Mahler, porque yo he oído a Mahler, pero no había captado lo que había detrás de su música.
I. P.: Es que todo eso está presente en su música, es intrínseco.
C. A.: También dices que a este mundo en el que vivimos roto, pobre, violento, la contemplación o la búsqueda de la belleza a veces parece escapismo de la realidad, cuando esa apertura a la belleza podría significar la salida de esa realidad que no nos gusta.
I. P.: Sí, absolutamente. Claro, también en este libro hablo de mirar al mundo con los ojos del enamorado. Eso es lo propio de la persona que tiene la formación, el acceso, para descubrir la belleza que muchas veces se esconde. Está agazapada en la cotidianidad de un día cualquiera o incluso en realidades que no podemos a priori calificar como bellas y, sin embargo, lo son, precisamente, porque todo está penetrado de esa inteligibilidad y de ese brillo. Al final, la belleza es esplendor de la verdad, la belleza también está en las conductas, en las personas, está en todo. No es escapismo de ninguna manera porque lo propio de la mirada poética y de la mirada del enamorado es que actualiza potencias, que descubre algo que se esconde, por eso hablo del concepto de verdad de Heidegger como desvelamiento. Y aunque el mundo del enamorado es su mundo, su mundo es el mundo. Él es el que tiene la capacidad de ver el mundo tal y como es y no todas esas personas que se agitan en este mundo frenético y un poco desquiciado y como decía narcisista que pueden juzgar que después de Auschwitz e Hiroshima no es posible la poética.
C. A.: Sí, eso se ha dicho.
I. P.: Por supuesto, y no solo es que sea posible, sino que es más necesaria que nunca. Porque precisamente la poética, lo poético, y para mí lo poético siempre está unido a lo amoroso, es la única herramienta que nos permite combatir la barbarie. Solamente podremos evitar otro Hiroshima, otro Auschwitz cuando de verdad tengamos esa capacidad de mirarnos con franqueza a los ojos y saber de una relación de amor desinteresado. Esa es la virtud que tiene la obra de arte. Entra en comunicación, en comunión, con lo más profundamente genuino de nosotros mismos, nos convoca a un encuentro y es extraordinariamente exigente. Por eso exige renuncia, sacrificio. He incluido en esta edición los textos de Roger Cardon que hablan de la iconoclastia estética y dice que esta se da porque todas esas personas que no creen en el gran relato, en la belleza, en el bien, en la verdad, en las relaciones desinteresadas,… todas esas personas tienen que acallar esa vocecita de la belleza que siempre está ahí y que es extraordinariamente exigente y que reclama un cambio de vida.
C. A.: Eso es lo que también me ha llamado la atención, cuando decías que la belleza, al impactar en ti, te hace cambiar la vida.
I. P.: Sí porque ese impacto de la belleza provoca un cambio. La belleza salvará al mundo o la belleza puede salvar al mundo; precisamente, porque tiene la capacidad de salvar a toda persona. ¿Cuándo la belleza o cuándo el amor puede cambiar a una sociedad? Cuando puede cambiar a cada persona. Entonces se da ese fenómeno como de círculos en el lago, de círculos concéntrico.
C. A.: Que se van extendiendo…
I. P.: Ya está, es que esa es la idea. Y entonces, en esa conexión de círculos no viciosos sino virtuosos en los que precisamente por el brillo que tienen exigen renuncia, sacrificio, ascenso, pero a la vez producen la satisfacción que comporta el ascenso hacia esa cumbre que provoca un éxtasis. Éxtasis que también considero en la etimología de salida y de habitar el mundo de una manera creativa, fértil.
C. A.: ¿Cómo se puede uno preparar para esa captación de la belleza? Porque la belleza está ahí, la tenemos que descubrir. Pero, sin embargo, también se pueden preparar las actitudes, hay un camino.
I. P.: Sí, sí, por supuesto. La paideia, la formación, la formación del gusto por ejemplo, pero el gusto siempre es gusto logos, es gusto que sabe, no es solamente una concepción del gusto como epidérmica, es gusto que sabe, para lo cual hay que formarse, como para las cosas importantes de la vida. Hay que estar dotados de esa familiaridad con naturalidad, con el lenguaje que tiene lo bello; además, lo bello habla como en un susurro, es como el lenguaje del amor, es justo lo contrario de lo evidente, de lo elemental, de lo zafio, de lo burdo…
C. A.: ¿Es como el pasaje bíblico que nos habla de la presencia de Dios en la brisa?
I. P.: Sí, es exactamente eso. Está hablando de eso. Entonces las cosas importantes de la vida son las que se dicen a media voz no las que se dicen a gritos. Pero hay que tener buen oído para captar ese mensaje, porque en el ruido de un mundo como el actual, mundo interior y exterior, ese ruido vital puede arrastrarnos y envolvernos y llegar hasta lo más profundo de nosotros mismos.
El modo de captar esa belleza es desandar lo andado, retrotraernos a lo más personal, buscar esos espacios de silencio, de reflexión,… regresar a esa patria que está en lo más profundo de cada espíritu humano, ese hogar en el que nos conocemos mejor a nosotros mismos, sabemos quiénes somos o tenemos, nunca llegamos a saberlo porque somos un misterio para nosotros, pero… volver a lo más genuinamente personal, ese es el camino. Y para eso hay que formarse, para eso hay que desarrollar todo un ejercicio que es casi de ascesis, de eliminar capas, de eliminar obstáculos, cosas que nos apartan de ese núcleo, de ese centro interior que todos tenemos, alimentar ese espacio interior que es un espacio de silencio, de reflexión, de dialogo también, de conocimiento.
C. A.: También escribes que la belleza nos puede hacer crepitar. Me encanta por su significado, por la fuerza que tiene… Está ardiendo, es un fuego en el que ves saltar las chispas en una chimenea.
I. P.: Sí, más que eso, lo que digo es que la obra de arte crepita, y eso es muy característico de la obra de arte legítima, autentica, grande. Crepita. El término está tomado de Adorno y fíjate que es curioso porque en alemán también el verbo tiene esas mismas características que tú mencionas.
C. A.: Son como esquirlas de luz.
I. P.: Sí, y además es lo propio no de la llamarada sino de la brasa. Que no llama la atención, que no es espectacular, pero que calienta el hogar. Eso es lo propio del alma, de la persona que tiene esa capacidad de ver el brillo de todo. Y la obra de arte crepita precisamente porque la obra de arte no puede ser nunca un fuego de artificio. Y eso es a veces lo que nos quieren hacer creer los falsificadores, pero lo propio de la obra de arte no es la llamarada espectacular sino la brasa que calienta y en la que encontramos precisamente ese calor, ese hogar, cuando fuera hace frío. Cuando estamos ante las inclemencias, las tormentas, acudimos a todas esas realidades que nos dotan de calor para poder mantener el calor propio nuestro, ese espacio interior al que hacía mención.
Entonces, efectivamente, ese término es muy gráfico. Cuando tienes la capacidad de descubrir en la obra de arte ese crepitar silencioso, ese estar en permanente estado de interpelación, de llamada, la persona que está dotada de ese juicio lo percibe claramente.
C. A.: Hay un texto que me encanta y que lo pones tú casi al final de Ebrietas que dice: “Lo verdaderamente nuclear es el espíritu con el que se desempeña lo que uno tiene entre las manos, sea lo que sea. El enamorado, el entusiasmado, siempre es creativo porque el amor es ocurrente, imaginativo y fértil. El que mide de esta manera procura dar siempre lo mejor de sí. Y en esa medida crece personalmente también en la realización de trabajos que aunque no sean muy creativos, técnicos, pero, sin embargo, el espíritu con el que se acercan a ellos y los hacen los dota de esa fecundidad, de esa fuerza. Cualquiera se tiene que preparar pero cualquiera puede acceder a esa belleza”.
I. P.: Claro, es que ese es el quid. De lo que se trata, en rigor, es de vivir en la belleza. Lo propio de la obra de arte, la obra de arte es prorrogable, propedéutica, nos introduce en un ámbito que es muy superior al de la propia obra de arte. Digamos, nos permite o nos da, nos tiende un puente para hacer de nuestra vida una obra de arte, para vivir nuestra vida poéticamente, para hacer que nuestra propia vida sea una vida bella. Y cuando alguien vive instalado en esa manera de entender el mundo, las cosas y a sí mismo y hace de su vida una vida bella ya está, da igual lo que haga, que trabaje en una fábrica… Por eso yo cito siempre la figura de Edith Stein, que me parece muy interesante, porque el cuerpo de Edith Stein tratado como un insecto, con la cámara de gas, sin embargo, es de una enorme belleza, porque es una belleza que sus verdugos no podían tocar, mancillar.
C. A.: Claro, podían mancillar o acabar con su cuerpo…
I. P.: Con su cuerpo, con su vida, con su realidad física. Pero la belleza de su vida, de su proyecto de vida convertido en verdad hasta las últimas consecuencias eso es lo que de ninguna manera, aunque hubieran querido, se puede tocar. Porque eso es precisamente esa belleza, esa luz primigenia que todos los hombres, por el hecho de serlo, tenemos dentro. Pero hay que estar constantemente regresando a ella, alimentándola, eso es a lo que me refería antes cuando hablaba del camino de vuelta. A esa luz. Claro, cuando una persona vive instalada en ese modo de entender mundo y las cosas, es irrelevante lo que haga. Todo está penetrado de esa luz y eso es bello.
C. A.: También me ha llamado la atención cuando tú hablas en algún momento de cómo la obra de arte que es la música, el texto musical, no es un texto hecho sino que en cada momento que se ejecuta se recrea y se produce. Tú cuando diriges la orquesta ¿cómo te sientes? ¿Primero, dirigiendo a todos y después creando?
I. P.: Fíjate, esa es la labor más difícil del intérprete, del director de orquesta tal como yo lo entiendo que tiene que ser. Precisamente porque yo creo en el poder transformador que tiene la música, para que ese poder transformador se dé, para que tanto los músicos, los intérpretes, como el público resulten trasformados hasta el punto de que la obra constituya un topos de la verdad, yo tengo que convertirme en esa obra musical. El otro día, decía en un diálogo en la Fundación Rafael del Pino, que para interpretar la Segunda Sinfonía de Mahler, tengo que hacer míos todos los horrores del siglo XX, lo mismo que antes el Gulag, Hiroshima,… cada vez que se infringe un castigo, cada vez que se hace sufrir a un inocente… La segunda de Mahler es una denuncia desde lo poético. Mahler canta con la fe ingenua de un niño en esa sinfonía que se llama Resurrección.
Entonces, para poder interpretarla tengo que conseguir que los músicos se metan en mi visión de esa obra y que el público experimente esa especie de tsunami interior, porque lo tiene que sentir, tú solamente llegas a ese canto absolutamente maravilloso del coro final que dice: “Resucitarás, sí, resucitarás, polvo mío, en un momento lo harás, todo aquello por lo que tu corazón ha latido, todo eso te llevarás” si has pasado por ese proceso de muerte -purificación interior- que te plantea la sinfonía; yo no puedo interpretar la segunda de Mahler sin más, como notas, es más, incluso como notas bellísimas y como arreglo a un criterio interpretativo bellísimo, eso no es suficiente. Tengo que convertirme.
C. A.: Pero para ti cada obra que estrenes…
I. P.: ¡Exige una entrega absoluta y una transformación!
C. A.: Y por eso te merece la pena.
I. P.: Claro… esto es una locura.
C. A.: Verte a ti en plena ejecución de la obra resume mucho…
I. P.: Esto es la ebriedad.
C. A.: Gracias, Íñigo, por hacernos partícipes de esta pasión y descubrirnos la luz de la belleza.
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