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JOHN HENRY NEWMAN: LA VOZ DE LA CONCIENCIA

Este otoño hemos asistido al reconocimiento mayor que puede hacerse de un creyente que en el siglo XIX conoció y padeció en su ánimo la tensión entre dos confesiones religiosas. Y en decenios poco propicios del siglo XIX, con  una honradez intelectual fuera de duda junto con una obediencia a su conciencia,  hizo pensable la armonía entre la razón y el creer. 

El itinerario costoso de un “Caballero de la fe”

John Henry Newman, nacido en Londres en el lejano 1801, en una familia anglicana con antecedentes calvinistas, acaba de ser canonizado. En 2010 y en un viaje a Birminghan lleno de significado ecuménico, Benedicto XVI había confirmado la ejemplaridad de su vida. 

Con ocasión de uno y otro acontecimiento, la figura del anciano cardenal inglés, más conocida en el mundo anglosajón que en el latino, ha saltado a las páginas de la prensa diaria y a otros  medios de comunicación  desbordando el círculo de los estudiosos. Ciertamente,  desde su muerte en 1890, bastantes que le habían conocido o leído venían prestando atención a su trayectoria vital y a sus escritos, que alcanzan ya varias decenas de volúmenes.

Fue –se ha dicho con acierto– un auténtico “caballero de la fe”. Atento al rumor de la conciencia, pasó del anglicanismo al catolicismo después de haber fundado con algunos compañeros el Movimiento de Oxford, que aspiraba a conectar con las raíces católicas. Ordenado  presbítero de la Iglesia de Inglaterra, formó parte muy activa del grupo conocido como los tractarianos, llamados así por la publicación de incisivos tracts que provocaron algunas reacciones muy vivas en el ambiente anglicano. En 1845, tras una continuada búsqueda de la verdad, empeño en el que nunca cesó, pidió ser incorporado al catolicismo y se sumó al Oratorio fundado por San Felipe Neri, del que fue impulsor en su país de origen. Allí sostuvo a los que, como él, sondeaban la posibilidad de revitalizar tanto el anglicanismo como la esperanza de los católicos que se hallaban en minoría. 

Si en los años de su pertenencia anglicana había sabido de desconfianzas, también en el mundo romano conoció reservas y hasta sospechas por sus posiciones. Pero fue la suya una historia de obediencia a la luz. Un tema este que puede seguirse en notas de los Diarios y sobre todo en la Apologia pro vita sua. En 1845, siendo ya anciano, León XIII le hizo cardenal. Un honor al que Newman respondió con un memorable escrito que puede leerse como su testamento espiritual.

Su búsqueda de la verdad

Por razones de salud, desgracias familiares y hasta dificultades económicas, el joven estudiante experimentó crisis que le llevaron a prestar atención a la fe como experiencia personal enraizada en una tradición, pero deudora de las circunstancias del tiempo. 

En sus lecturas buscaba las raíces cristianas comunes a anglicanos y católicos en la tradición de los Padres y concilios. Raíces que estimó mejor guardadas en la doctrina y la práctica sacramental de la Iglesia Católica, a pesar de sus defectos, que no se le ocultaban. Y no le ahorró sinsabores el tránsito desde el anglicanismo al catolicismo romano de la época, necesitado, a su vez, de apertura y vigor. En ese itinerario lleno de discusiones y aun de amarguras, se inscriben sus libros Vía Media, Ensayo sobre el Desarrollo de la Doctrina Cristiana y, sobre todo, la  citada Apologia Pro Vita Sua. Su Gramática del Asentimiento es todo un tratado que se adentra en los entresijos del creer.

Son los títulos más salientes y estudiados. Pero más escritos dan cuenta de un pensador profundo e incansable.

La luz y la conciencia

El cardenal ahora declarado santo, encontró en la fe una fuente de luz para la inteligencia. Y en la conciencia, un guía nunca traicionado: “No he pecado nunca contra la luz” llegó a decir de sí mismo quien no dudó en usar la palabra arrepentimiento para referirla a sus actitudes y palabras de otros momentos. Newman fue –lo reconocen muchos a estas horas– un pensador y un creyente admirable del que pueden encontrarse ecos en los mismos documentos del Vaticano II: un “perito invisible del concilio” ha dicho alguien. Pero el intelectual del Trinity College y Dublín (donde fundó la Universidad católica) no olvidó ayudar a la fe de los otros. 

Con elegancia de lenguaje y la humilde convicción de quien ha llegado a creer costosamente, habló en sus Sermones tanto a universitarios como a las gentes sencillas de Littlemore, municipio de las inmediaciones de la ciudad de Oxford. Su prestigio no decreció con los años ni pese a los silencios, pues no resultó fácilmente comprensible su adhesión al catolicismo. Ahora bien, su muerte y funeral fueron noticia en muchos periódicos, y los pobres de la industriosa Birmingham acompañaron sus restos en el entierro. Del significado de Newman para el mismo anglicanismo hablaron en aquella ocasión incluso quienes no lo habían secundado.

El reconocimiento se extiende

Un elogio singularmente expresivo por haber sido hecho  en vida fue el de su amigo Edward Pusey, que escribía a otro sobre el paso al catolicismo de un hombre como  J. H. Newman: “Dios está todavía con nosotros y nos permitirá seguir adelante a pesar de esta pérdida. No debemos esconder su importancia porque es la pérdida más grande que hemos podido tener. Quienes lo han adquirido conocen bien sus méritos… Nuestra iglesia no ha sabido beneficiarse. Era como si una espada afilada durmiese en su vaina porque  nadie sabía empuñarla. Era un hombre predestinado a ser un gran instrumento divino, capaz de realizar un amplio proyecto que restableciese la Iglesia. 

Se ha ido –como todos los grandes instrumentos de Dios– inconsciente de su propia grandeza. Se ha ido para cumplir un simple acto de deber sin pensar en sí mismo, abandonándose completamente en las manos del Altísimo. Así son los hombres en quienes Dios se confía. Se podría decir que no tanto quien ha dejado sino quien ahora se ha transferido a otra zona de la viña, donde puede utilizar todas las energías de su poderosa mente”.

Ya hemos adelantado el eco que tuvo en los periódicos su muerte en 1890. El Times de Londres escribió: “De una cosa podemos estar seguros, que el recuerdo de su vida pura y noble, intacto por la mundanalidad, no soportado por ningún rastro de fanatismo, y que si Roma lo canoniza o no, será canonizado en los pensamientos de gente piadosa de muchos credos en Inglaterra”.

Se refería a una personalidad y una vida sincera y limpiamente dedicada a disolver prejuicios con la búsqueda de más verdad como método. De parte católica, según atestigua Jean Guitton, Pío XII pensaba que el cardenal inglés podría llegar a ser considerado un “Padre de la Iglesia”.

En años próximos al último concilio, Pablo VI expresó el deseo de que prosiguiera hasta el final la publicación de sus obras. El entonces cardenal Ratzinger escribió en 1990, con ocasión de un centenario que “…fue su conciencia la que lo condujo de los antiguos lazos y de las antiguas certezas dentro del mundo para él difícil y extraño del catolicismo”. Algunas alocuciones y las palabra pronunciadas en su viaje a Gran Bretaña, como Benedicto XV, son muestra de que asistimos a un reconocimiento en crecida. Un reconocimiento al que se suma la Iglesia de Inglaterra y que ha sido revalidado en la reciente canonización.

La conciencia y la luz

Una conciencia sincera y abierta le llevó a la fe siendo joven estudiante. Y a los debates sobre la doctrina y el credo cristiano en el Trinity College de Oxford. La misma búsqueda le condujo a las puertas de la Iglesia romana, dentro de la que hubo de afrontar nuevas decepciones. Pero él, que ya había padecido la incomprensión de sus colegas, sostuvo la posibilidad de ser creyentes sin merma de la dignidad y del rigor del pensamiento. De hecho, se le ha considerado un exponente de la “santidad de la inteligencia”.

Su andadura, que obedece a una fidelidad sin quiebras a la luz que se le iba mostrando, está documentada razonadamente en unas cuantas páginas de sus obras. Y cobra el tono de una súplica en un poema La columna de nube, que se ha hecho famoso y expresa mejor que muchas disquisiciones el “secreto” de la vida de un gran creyente:

“Luz apacible, guíame tú por entre la tiniebla en derredor:

guíame tú.

Es noche oscura, lejos del hogar estoy:

guíame tú.

Cuida mis pies; yo no te pido ver

lejanos horizontes: con un paso me conformo.

No siempre he sido así, no siempre te pedí

que me guiaras.

Quise yo mi senda ver, escogerla yo quería; mas ahora

guíame tú.

Luz radiante quise yo y, a pesar de mis temores,

apresó mi voluntad el ciego orgullo, no recuerdes esos años.

Hasta hoy tu poder me ha bendecido: seguro

que aún me guiará

Por entre parameras y marjales, peñascales, torrenteras,

hasta que la noche pase

y, cuando despunte el alba, caras de ángeles me sonrían; esos ángeles

que he amado desde siempre y perdí por un instante”.

Un Biglietto que es un testamento

La larga –y sufrida– aventura de Newman se puede describir como una indeclinable fidelidad a la conciencia o una vida entregada a la causa de la verdad. 

Al recibir la noticia de su cardenalato, redactó en inglés  el conocido como el Biglietto, unas páginas a modo de aceptación que pueden ser leídas como su testamento. Después de excusarse por el uso de su lengua materna ante el papa, y de agradecer lo inmerecido e inesperado del honor declara: “Jamás me vino a la mente semejante elevación, y hubiera parecido en desacuerdo con mis antecedentes. Había atravesado muchas aflicciones, que han pasado ya, y ahora me había casi llegado el fin de todas las cosas, y estaba en paz. ¿Será posible que, después de todo, haya vivido tantos años para esto? Tampoco es fácil ver cómo podría haber soportado un impacto tan grande si el Santo Padre no lo hubiese atemperado […] Se compadeció de mí y me dijo las razones por las cuales me elevaba a esta dignidad. Además de otras palabras de aliento, dijo que su acto era un reconocimiento de mi celo y buen servicio de tantos años por la causa católica, más aún, que creía darles gusto a los católicos ingleses, incluso a la Inglaterra protestante, si yo recibía alguna señal de su favor […]. Esto fue lo que tuvo la amabilidad de decirme, ¿y qué más podía querer yo? A lo largo de muchos años he cometido muchos errores. No tengo nada de esa perfección que pertenece a los escritos de los santos, es decir, que no podemos encontrar error en ellos. Pero lo que creo poder afirmar sobre todo lo que escribí es esto: que hubo intención honesta, ausencia de fines personales, temperamento obediente, deseo de ser corregido, miedo al error, deseo de servir a la Santa Iglesia, y, por la misericordia divina, una justa medida de éxito”.

Se extiende luego en su resistencia al liberalismo que diluye la religión, y la reduce a un sentimiento y advierte de la secularización progresiva que ya avizoraba desde su tiempo: “Ahora, en todas partes, ese excelente marco social, que es creación del cristianismo, está abandonando el cristianismo”.

Con todo, aun reconociendo los riesgos que percibía en ese proceso, advierte: “… No tengo temor en absoluto de que realmente pueda hacer algún daño serio a la Palabra de Dios, a la Santa Iglesia, a nuestro Rey Todopoderoso, al León de la tribu de Judá, Fiel y Veraz, o a Su Vicario en la tierra. El cristianismo ha estado tan a menudo en lo que parecía un peligro mortal, que ahora debemos temer cualquier nueva adversidad. Hasta aquí es cierto […]. Pero, generalmente, la Iglesia no tiene nada más que hacer que continuar en sus propios deberes, con confianza y en paz, mantenerse tranquila y ver la salvación de Dios. “Los humildes poseerán la tierra y gozarán de inmensa paz” (Salmos 37,11).

El texto está fechado en Roma el 12 de mayo de 1879 y ha vuelto a ser leído con emoción a más de un siglo de distancia, en las horas de la canonización de su autor, hecha en la Plaza de San Pedro con la concurrencia de obispos y fieles anglicanos. 

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