Patxi Andión murió con la miel en los labios de su yacimiento mineral. Lo mirabas en el escenario y parecía de roca, de cuarzo y feldespato. Patxi era un granito de carne y de tejidos, Patxi era una voz que siempre parecía a punto de romperse y nos rompía por dentro. Lo que supuso para la generación que amó, sufrió, gozó y envejeció con sus letras pudo verse el pasado 25 de noviembre, en su último concierto. La edad media de la concurrencia era la edad de Patxi, aunque había gente más joven. Esa fidelidad ocupó el Galileo Galilei con el aroma de las grandes noches, cuando se están tejiendo sobre la oscuridad las fotos que después se coserán al mar de sus paredes. La noche fue un océano, la noche nos mostró al Patxi de siempre, sí; pero, especialmente, al Patxi que había llegado a ser. Porque seguramente ha sido Patxi Andión el cantautor de su generación no sólo que ha envejecido mejor, sino el que más ha entendido, con una mezcla de sabiduría y deslumbramiento total que se potencia, el envejecimiento como un camino de superación y aprendizaje hasta lo mejor de sí mismo.
Desde que lo conocí en 2009, cuando nos presentó el periodista y poeta Rodolfo Serrano, he tenido la suerte de asistir a varios conciertos o recitales de Patxi, desde los más nutridos de público entusiasta hasta otros más recónditos, casi privados, inolvidables, con sus hijos Jon e Íñigo. Momentos en los que la familia se abría y otros también cantábamos o recitábamos nuestros poemas. Instantes de eternidad que ahora regresan, o una plenitud que nos rodea también en este instante, cuando escribo de Patxi mientras lo escucho, y lo siento cerca.
Cada uno tiene sus dificultades y siempre hay que pagar a la vida sus peajes, los previstos y los sorprendentes; pero al hablar de estos últimos diez años en la música de Patxi, en sus presencias más o menos portentosas o íntimas, no sólo no he apreciado nada parecido a un abandono, a una claudicación o a una caída, sino que toda esa fuerza geológica de asombro con toda la mar detrás se ha ido superponiendo sobre sí misma, se ha ido apoyando, se ha ido reconociendo y se ha fortalecido desde su basamento más recóndito, como las nieves en abril, para llegar a cimas más profundas, elevadas y fuertes. Y no estoy hablando de la voz. Sería demasiado sencillo hablar de la voz de Patxi.
En diciembre, cuando se le glosaba, se hablaba de su voz ronca, su voz rota, con ese gesto suave de aguardiente. Todo es verdad, pero no basta. Había mucho más, era una feria de matices asistir a su voz. Porque era una voz que te abrazaba, que te llevaba con ella. Era una voz que con los años había cavado dentro de sí misma, había encontrado su íntima verdad, nos había dado oro en esa calidez de llama viva. Nos sucede lo mismo si hablamos de sus letras. Claro que Una dos y tres, una dos y tres, lo que usted no quiera pa mi calle es, porque esto es El Rastro, señores. Pero quedarse ahí es no entender la singular cadencia de matices en sus construcciones líricas, con un pie en la calle, es cierto -Una, dos y tres- y una especie de carga subterránea y tremenda en una poesía del lenguaje, muy elaborada y a su vez muy fluida, que nos va llevando hacia los intersticios de la realidad que pueden sorprendernos con la luz de una torre iluminando el cielo más alto de Madrid.
En la generación de Patxi Andión, para gozo de quienes hemos venido después, escribiendo y escuchando, ha habido muy buenos cantautores. Quiero decir, cantautores poetas. Extraordinarios. Será muy difícil que un tiempo de esperanza vuelva a aliarse con semejante pléyade de nombres. Sin embargo, siendo todos buenos o muy buenos -no me dejo atrás a mi admirado Víctor Manuel, los siempre talentosos y exitosos Serrat y Sabina, que son grandes en exquisitez y recorrido, o el excelente poeta Pablo Guerrero, junto al plástico Aute, que es imprescindible, o la fuerza telúrica de Paco Ibáñez-, creo que el mejor castellano que se ha manejado en las canciones populares españolas ha sido el de Patxi. Además de su estilo en el juego verbal, que de alguna manera veo también en los libros de poemas de su hijo Jon, publicados en Huerga y Fierro: Palabras invisibles y Soñar. Ese gusto por los requiebros, por el giro interior de la última palabra, ese eco invisible de las cosas, de las emociones y sus gestos, esa sutileza de vivir, es potencia lírica en las letras de Patxi, reconvertida en una hondura milenaria, es una integridad.
Su disco La hora lobicán, que presentó en el Galileo Galilei, en noviembre, sin saber que sería su despedida, es una belleza en los imágenes, matices y significación, su dulzura añadida a la última aspereza de vivir, con auténticos poemas cantados que suben la esperanza por encima del tiempo, que nos hacen tocar ese cielo interior de cuarzo vivo. Patxi, estás aquí. Mientras vivamos, estarás aquí. Eras el maestro de tu evolución, cantada y dicha, con la valentía de existir. Tu abrazo era de piedra: tenía esa consistencia. Y, como la piedra, también era verdad.
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