ARTE ARTÍCULOS

UNA MUÑECA MUERTA

El pintor ruso Kandinsky, en su libro De lo espiritual en el arte, habla sobre la posibilidad que tiene el espectador de resonar con determinadas obras de arte y, así mismo, define la resonancia como aquel lazo que se forma entre la obra y el alma del espectador. Cuando esto se produce ocurre algo extraordinario, ya que, a través de la creación, se han puesto en contacto, por medio de una vibración invisible, dos personas desconocidas distantes en tiempo y espacio, y es sólo mediante esta resonancia que se logra conectar al creador y al espectador de una manera tan sensible y profunda. Kandinsky plantea que este lazo ha de ser tan intenso, que quien haya observado la obra y, haya resonado en tal profundidad, ya no pueda ser el mismo. El espectador queda tocado por aquella imagen artística que le acaba de remecer y de cambiar la vida. 

Hay por tanto, creadores, que han tenido la capacidad de generar obras universales, ello significa que estas han podido resonar con un sinnúmero de personas, de diferentes credos, razas, edades y épocas. Es el caso de Guernica, de Pablo Picasso, El Grito, de Edward Munch o, Los desastres de la Guerra, de Francisco de Goya, entre otras muchas. Creadores geniales y universales, eternos y atemporales, que han susurrado por medio de sus obras, sus mensajes.

Sin embargo, también ocurre que de pronto nos encontramos frente a autores mucho más desconocidos, con obras aparentemente sencillas e inocentes, que llevan aguardando años en la mudez de un estudio y, que de pronto, salen a nuestro encuentro, cambiando nuestro día y, a veces cambiando nuestras vidas.

Hace unos tres años atrás, en mi rol de curadora de una pequeña galería, de una lejana Universidad, me dispuse a recorrer estudios de artistas y a buscar obras de arte que pudiesen rescatar a los jóvenes estudiantes de ingeniería del letargo de sus días de exhausto estudio, de sus sempiternas ecuaciones matemáticas y, de su estrecho mundo cultural. 

En este transitar entre empinadas calles de Viña del Mar y Valparaíso, tomé contacto con una pintora, así una mañana llegué al estudio de la nonagenaria artista chilena Bruna Solari. Habíamos concertado la cita, hacía semanas, por lo que ya teníamos día y hora para nuestro encuentro, Bruna había preparado todo el día anterior a mi visita para que yo viese su estudio, sin embargo, el destino nos tenía preparada una jugarreta que ninguna de las dos había previsto. 

La madrugada anterior a nuestra cita se desató un temporal de vientos huracanados nunca antes visto en la ciudad de Viña del Mar, esta tempestad provocó un pequeño desastre en el hermoso jardín de Bruna, las macetas estaban caídas por los suelos, las hermosas rosas se vestían de un tierral que les impedía expeler su belleza, sus copihues habían resistido estoicos pero, el paso del tornado se dejaba ver por doquier. Bruna se encontraba muy contrariada pues su añosa buganvilla, se había desprendido de tal modo que la entrada a su lugar de trabajo se encontraba completamente bloqueada. La pintora no podría abrir su templo y, por tanto, yo quedaba absolutamente imposibilitada de escudriñar su alma y su larga vida a través de sus obras. Paseamos por el atolondrado y aún conmovido jardín, caminábamos en círculos, sin dar crédito a la fuerza del viento. Caminábamos pero no resolvíamos nada, íbamos levantando una maceta por aquí, lamentando el desprendimiento de un gancho del frondoso limonero por allá, pero en definitiva ninguna sabía dar rumbo ni cauce a mi visita. De pronto Bruna decidió actuar para aminorar nuestra común frustración, entonces, me invitó a su bodega, en ella podría hurgar entre cajas y, quizás, encontrar alguna obra.

Bajamos por unas escalerillas y llegamos a un oscuro espacio, detenido en los años 50, muebles, objetos olvidados y un sinfín de trastos y cacharros protagonizaban la escena. Con toda libertad y con la confianza que ya daban las tres tazas de té compartidas en el agitado jardín, me dispuse a mirar y mover cajas, ciertamente con ninguna esperanza, pues el espacio era muy lúgubre y nada hacía presagiar algún hallazgo, pero, los espíritus, cualquiera que estos fuesen, estaban de nuestro lado. Sacando y moviendo trastos de pronto vi la parte posterior de un lienzo medio destartalado y lo giré, la poca luz no me permitía ver con claridad, asomaban colores marrones, grises y terciarios y se veía la silueta de algo que no logré distinguir. Sacudí un poco el polvo y a medida que mi vista se adecuaba a la poca luz, divisé la silueta de una muñeca rota y desvencijada. Me quedé extrañada, pues esa obra, ese tema, no coincidía con la obra que yo conocía de Bruna. Seguí hurgando y al poco tiempo me di cuenta que habían más lienzos y comencé a trasladarlos hacia la zona más despejada e iluminada de la habitación y, así fue como de un momento a otro tenía ante mí más de una decena de muñecas, tristes, viejas y mudas atrapadas en unos lienzos olvidados. Un fuerte escalofrío recorrió todo mi cuerpo y, me puse a llorar, no sabía qué decir, estaba completamente entregada a lo que aquellas muñecas tenían que contarme. En ese momento miré a Bruna, ella también estaba desencajada, me devolvió una mirada detenida, una mirada que había viajado lejos, muy lejos y, también comenzó a llorar. Transcurrió un tiempo significativo, ambas estábamos en silencio, llorando frente a estas muñecas, sin ojos, desarticuladas, olvidadas y silenciadas en una bodega con sus ropitas ajadas, con la barbarie humana pegadas en su piel de loza. La resonancia era evidente, mi alma había dado un brinco, sabía que al salir de allí yo no sería la misma 

El hogar de Bruna en los años de la feroz dictadura chilena, había sido un núcleo de reunión, de debate y me atrevería a decir, un lugar de reparación del alma. Muchos de los artistas viñamarinos se reunían allí, no para cambiar los hechos o derrotar al régimen, pues aquello era impracticable, más bien este puñado de hombres y mujeres sabían que había una sola cosa que podría ser posible, cada cual albergaba la esperanza que  por medio de la conversación sincera y una copa de vino, era posible zurcir el alma, un alma tan llena de girones por aquellos años. Cada semana había un nuevo amigo, familiar o un simple conocido, detenido o, peor aún, un desaparecido. 

Así vivenció Bruna la brutal ausencia inesperada de un colega suyo, experiencia que la marcó sin dudas y, que no sabía cómo gritar, como denunciar. El día a día se caminaba desde el miedo, desde la incertidumbre y desde la conmoción. Bruna como pintora, pintaba, sin detenerse, Bruna también era madre, Bruna era esposa, Bruna era una chilena metida en medio del vendaval de un tormentoso presente. Pintar, pintar, pintar, quizás este acto transmutaría el dolor y la brutalidad de un presente que no avanzaba ni sanaba. Un buen día, una amiga suya llegó con un regalo, había encontrado en una de sus caminatas, una muñeca antigua de loza, parecida a unas que se guardaban en su casa con mucho cariño y nostalgia. Muy triste, al entregar este tesoro, la amiga se dio cuenta que en el trayecto, la muñeca se había roto y perdido sus ojos. Esto no importó a Bruna y, muy agradecida, guardó a la nueva integrante en el taller. Transcurrió el día y, en medio de todo el quehacer, Bruna ya casi había olvidado aquel regalo, hasta que de pronto escuchó un grito de pavor, miró hacia el jardín y fue entonces que vio salir a su hija pequeña corriendo del estudio, quien con el terror aún impregnado en su rostro expresó: “Mamá en tu taller hay una muñeca muerta”.

Recuerda Bruna de aquellos días: “Yo pintaba porque lo necesitaba para sacar la angustia que tenía producto de todo lo que me rodeaba. Nunca me propuse pintar una cantidad tan numerosa sobre esta temática, ni me di cuenta, al comienzo, de lo que estaba haciendo.  Pero el tiempo pasaba y, dentro del país se producían hechos tan violentos, que me impulsaban a pintar más y más, como una compensación a no poder decir lo que sentía a viva voz, casi al final de la serie, me di cuenta que había hecho una pintura de denuncia”.

La enmudecida voz de Bruna plasmó parte de la historia de Chile a través de una paleta de colores fríos y terciarios, de un dibujo preciso y experto y de simbólicas muñecas trizadas que habitan espacios cerrados, sin luz, sin una ventana que conecte con un cielo esperanzador que les permitiera soñar. Muñecas que simbolizaron con sus blancos vestiditos manchados, como la  ilusión y la pureza puede ser arrebatada y masacrada por la violencia humana. Bruna desde su sensibilidad, conocimiento pictórico e intuición utilizó a estas Muñecas como un símbolo certero y universal que nos hace resonar con el salvajismo humano, sea donde sea que este se presente.

Luego de mi visita a la bodega concluí que una gran obra, puede estar a la vuelta de la esquina. El sabio de Kandinsky lo predijo, yo no volví a ser la misma luego de que aquellas muñecas hicieran un lazo con mi alma y, Bruna, la pintora de la intuición feroz, quedó con su prístina sensibilidad alojada por siempre en mí.

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