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MAHLER Y EL DRAMA DE LA EXISTENCIA HUMANA

Todo el drama, la tragedia de la condición humana, el arañar ávidamente jirones de gloria que se escapan sin llegar a asirlos, expresión de su impotencia desquiciada; todo el oscuro arrebato, el rastreo de una esperanza vacilante y huidiza, junto a la conmoción emocional que deja escapar hondos gemidos de ansia de ternura, casi siempre frustrada, como un anhelo imposible en este mundo; todo este amargo y anhelante debatirse en la angustia, a la vez que sueña con una esperanza trascendente; todo esto se ha plasmado genialmente en la música de Mahler, el profeta precursor de todo el turbulento siglo XX y el actual que le sigue.

¿Qué son sus sinfonías, sus lieders y la Canción de la Tierra (un lied fantasmagórico, una sinfonía cantada) sino clamores, alaridos a veces, de un buscador insatisfecho, de un profeta de catástrofes y un testigo de la postración del ser humano en el barro del que fue hecho y en el que volvió a hundirse a causa de su insensatez, de fiarse de la mentira deslizada alevosa y sutilmente por el Ángel del mal y padre de la mentira que, en su odio a Dios, busca destrozar la obra cumbre del Creador, el hombre?. Pero también muchas de sus obras son lamentos de un nostálgico deseo de plenitud y trascendencia.

¿Quién fue Mahler?

Sí, la pregunta se impone. Porque estamos hablando de un compositor que a bastantes personas les sonará, pues de ser un casi total desconocido, a partir de la década de los sesenta del pasado siglo, comenzó a crecer hasta hoy en el panorama cultural y musical. Así que, antes de seguir, es oportuno dar algunas pistas sobre su aciaga vida y su contradictoria fama.

Gustav Mahler nació el año 1860 en Káliste, en la Bohemia integrada en el Imperio austríaco, y falleció casi 51 años después, en 1911, en Viena, gravemente enfermo del corazón, cuya crisis final le obligó a regresar urgentemente desde Nueva York, a donde iba en sus últimos años, para dirigir nada menos que la famosa MET (Metropólitan Opera House de la gran ciudad estadounidense) y su Orquesta Filarmónica. 

Antes, había sido, durante 10 años, director de la Opera de Viena. Dos cúspides de la música y la ópera mundiales, a las que ascendió con toda justicia, debido a su imponente calidad como director de orquesta y escena, en carrera por varias orquestas de Europa, junto a su incuestionable capacidad como compositor. Pero no todo fue un paseo de gloria. Su condición de judío le granjeó la animadversión de los círculos antisemitas austríacos. Durante sus 10 años en Viena, Mahler, hubo de convertirse al catolicismo, como condición impuesta en su contrato, a pesar de lo cual, sufrió la oposición y hostilidad de la prensa antisemita.

Su dimensión como compositor se centró en el área sinfónica y en el lied, en los cuales fue un genio de originalidad pasmosa. Sus lieder, con un matiz en muchos de ellos depresivo, a la vez que de un lirismo fascinante, fueron tomados por él como tema de muchas de sus sinfonías. Y como compositor casi exclusivo de esa gran forma musical (sólo tiene un temprano cuarteto con piano), fue un innovador, diríamos, irrepetible, de tal envergadura que no ha logrado continuadores, aunque sí influyó en músicos como Schömberg, Webern y Albang Berg.

Estuvo casado (y no es un dato irrelevante) con Alma María Schindler, casi 20 años más joven, una bella mujer de la alta sociedad vienesa, culta y con buena formación musical, de larga vida –falleció en 1964, en Nueva York–. Por desgracia, esta mujer traicionó a Mahler con un arquitecto, Gropius, del que tuvo una hija, muerta poco después. Del compositor tuvo dos hijas, una de las cuales –Alma María– también murió muy niña, a poco de haber compuesto el padre los sobrecogedores Kindertotenlieder  (Canciones de los niños muertos), que se estiman como una premonición de la tragedia. Alma Mahler, no obstante, se mantuvo junto a su marido hasta el final de este y conservó partituras y apuntes, de cuya edición fue responsable.

Además de sus nueve sinfonías y comienzo de la décima, fue Mahler un extraordinario liederista, con ciclos inspirados en varios poetas, tales como las Canciones del compañero errante, las basadas en Ruckert, y las citadas sobre la muerte de los niños. Su estilo culmina todo ese mundo en el que brillaron los grandes compositores románticos, de Beethoven a Brahms. 

Mahler, músico-profeta escatológico

No es lugar ni ocasión, ni este autor posee la formación musical adecuada, para hacer un estudio técnico-musical de sus obras; baste una visión de conjunto desde el enfoque, eso sí, de un contemplador-oyente cautivado hace muchos años por esta música de rasgos difícilmente calificables y hasta descriptibles, a la que no hay más remedio que aludir en los comentarios. Nuestras aproximaciones tienen un carácter, más bien, psico-emocional que de teoría musical.

Alguien ha dicho que la música de Mahler es la expresión de un doliente buscador de Dios, mientras que la de Bruckner es la del que ya lo ha encontrado. No entraré en esta cuestión; solo diré que en Mahler hay movimientos sinfónicos en los que se aprecia ese haber encontrado el ámbito divino en el que la persona se siente inmersa en una plenitud sin sombra de pesadumbre o tristeza. No en los adagios suyos, que son indefinibles gemidos de ansiedad, a la vez que de ternura acariciante. Hay que acudir al final de las sinfonías 2ª y 3ª, sobre todo al canto a la resurrección de la 2ª, con su esperanzada letra tomada de Klopstock. La impresión que se vivencia al escuchar, fascinados, el sonido introductorio de lo que podemos designar como la llamada angélica al juicio (no tremendista, como un Dies irae romántico, sino de insuperable y delicada sublimidad), a cargo de metales y maderas (¡esa flauta y oboe!), precedido de trompetas con sordina e insistente percusión, esta impresión musical nos lleva a percibir como un abrirse los atrios del Empíreo; y todo el excelso tiempo final de la 3ª completa una visión igualmente esperanzadora. Éstas son músicas en las que el alma, zarandeada por sus temores, anhela el deseo de una vida absolutamente feliz, lejos de este montón de escombros que es el mundo presente, y de la miseria que es el mismo ser humano mientras discurre por el desierto de la existencia.

En esta actitud y sin ánimo de sentar cátedra de experto, me atrevo a afirmar que nos hallamos ante un compositor a quien se puede calificar con mucha propiedad como músico-profeta escatológico. La atenta y absorbente escucha de su música va afianzando esa convicción de que la obra de Mahler, empapada de dramatismo existencial, se configura como una clamante expresión del inmenso dolor ante la vida y como aspiración a la existencia definitiva, liberada de la tensión angustiosa y angustiada que tiene su raíz en la condición humana caída, con toda su miseria, aunque también su belleza, y con  el ansia irrefrenable de “un cielo nuevo y una tierra nueva donde reine la justicia” (2 Pe 3, 13). Reiteramos, los anhelantes adagios que se encuentran en varias de sus sinfonías (4ª a 6ª, y 9ª-10ª –único terminado–) no son más que el gemido radical que se escapa desde el profundo centro del alma (término acuñado por San Juan de la Cruz) en busca de un horizonte de excelsitud sosegada y plena de ternura.

Por otro lado, no hay que omitir la referencia a los movimientos de lo que puede designarse como música sarcástica, en los que el autor se ríe de su propia sombra, escarmentado por los desengaños, como la traición de su mujer, a la que casi adoraba, así como de la incomprensión que le rodeó ante muchas de sus sinfonías. Podrían ser respuesta o contestación a aquel mundo de sofisticada elegancia autocomplaciente que constituía el ambiente de la alta sociedad vienesa (como en la Alemania de arriba el berlinés de los prusianos), Mahler, ofrece esa música, con alardes inarmónicos, en la que proyecta un ácido sarcasmo hacia la imagen ideal de una época aparentemente feliz, inconsciente de la desgracia que se avecinaba e iba a caer como violenta tempestad sobre todo su mundo. Es la burla del vals vienés, el brillante despliegue de encanto bailable que nos ofrece cada primero de año la Filarmónica de Viena. Mahler, por así decir, lo disecciona y descompone atrevidamente en varias de las sinfonías que tacharíamos de terribles.

Mas, por encima de todo, se alzan los tiempos larguísimos de marchas (en las sinfonías dos, tres, cinco y seis) con sobrecogedores acentos fúnebres, que manifiestan la desazón y el pavor ante el desolador cariz de la existencia. Aspiración desgarrada, auténtico grito “De profundis clamavit”, desde la hondura anímica de un judío de espíritu impregnado de la tragedia de su pueblo, que deviene en aspiración ansiosa de redención definitiva, un arribar a ese Cosmos liberado de la culpa original. 

Pero, además, Mahler es un profeta de catástrofes, como un precursor, al haber muerto en 1911, tres años antes de la Primera Guerra mundial, inicio de los grandes espantos que vivió el siglo XX y las colas que han traído prácticamente en casi todo el mundo y duran todavía. En varias de sus sinfonías, sobre todo de la 5º a la 7ª, estallan como alaridos de catástrofe, tales como ningún músico los ha plasmado. En este sentido la música de Mahler es como una profecía de los horrores, que va desde el estruendo pavoroso de los tres golpes de mazo al final de la Sexta, la Trágica (nunca dicho con mayor propiedad), a los enigmáticos y sobrecogedores movimientos primero y último de su Novena y el inicial, único terminado, de la Décima. Mahler, ya muy tocado de su mal cardíaco, redacta esos abrumadores y extensos movimientos como un testamento que contrasta con el esperanzado final de la Segunda sinfonía, la Resurrección, donde se eleva hacia un hemisferio celestial y el delicioso lied final de la Cuarta.

Punto y aparte merece otra de las sorprendentes obras maestras del genio bohemio, el monumental paréntesis entre séptima y novena sinfonías que constituye la Octava, conocida como Sinfonía de los mil, dado el inmenso número de interpretes que requiere, superior al millar. En ésta se eleva a un mundo trascendente, en el que toma el himno Veni Creatoir (la secuencia católica de Pentecostés), que arranca con un plenissimo del órgano, y lo funde a un un complejo y descomunal segundo movimiento, inspirado en el final del Fausto, de Goethe, en el cual el compositor se empeña en salvar a Fausto de su condenación por intercesión de la Virgen María.

La orquesta mahleriana

Imprescindible resulta la referencia a la orquestación que Mahler imprimió a sus sinfonías. Algo inusitado y sorprendente. Podemos hablar de multiplicación de los grupos instrumentales, además de añadir instrumentos nunca incluidos, como cencerros de ganado, tablillas de madera que se chasquean, etc. Y de los instrumentos tradicionales, si en Beethoven, Schuman o Brahms (por mencionar a tres grandes) se utilizan trompas, trompetas y trombones en número más habitual de dos, en Mahler vemos seis y ocho de cada uno de los mismos, igual que acrece el número de los de madera, percusión (seis u ocho timbales, más bombo, platillos, gong), y, por supuesto, los de cuerda. Orquestas con 100 o más instrumentistas, es lo corriente en este compositor, que requiere una dirección muy capaz, como fue la suya. Ante su música han brillado batutas célebres como Bruno Walter, Klemperar, Solti, Haintink  o Bernstein. En Mahler todo es monumental y de tal fascinación que absorbe el ánimo del oyente, o da lugar, para quien no es capaz de entrar en tan enigmático mundo, al rechazo frontal.   

El clima emocional de la música de Mahler

Terminamos. Lo hemos calificado de profeta y precursor escatológico. Y lo es en el amplio y justo significado de este término. Escatológico en lo trascendente y con tendencia al mundo del Absoluto, que abarca la idea judeocristiana de Dios, a la vez que reconoce otro personaje también propio de la misma creencia, Satanás, a quien no duda en invocar en exclamaciones de escalofrío, en las páginas de sus pentagramas. Pero, a la vez, con poderosa tendencia y aspiración a la plena liberación del ser en el mundo sobrenatural. El canto final de su Segunda, la Sinfonía Resurrección, repetimos, así como el lied final de la cuarta, son testimonio de esta poderosa aspiración a la trascendencia. Son músicas que animan la fe en la felicidad supramundana. 

Pero también podemos calificar a Mahler como músico proyectivo, con el significado psicoanalítico del término (él llegó a consultar a Freud). Como ningún otro compositor, proyecta en sus notas su compleja y contrastante entidad emocional. En este sentido podemos distinguir en su obra dos grandes periodos: uno inicial, de la primera a cuarta sinfonías, más el gran paréntesis de la Octava, con predominio del sentimiento esperanzado y de clima trascendente. Y el segundo, desde la Quinta a la iniciada Décima, donde vuelca el abrumador mundo interior del dolor, el espanto y la depresiva postración en la angustia. Sin embargo, como contraste intimista, introduce en las sinfonías 4ª a 6ª unos movimientos de ternura indescriptible, como caricias. Y culmina su proyección vital con el citado adagio final de la Novena, de lamentosa tristeza, que podría estimarse como el suspiro expirante de un buscador agotado por el anhelo insatisfecho de absoluta plenitud existencial. En síntesis, Mahler y su música pueden ser tomados como símbolo de la desdichada condición a la que ha llegado el ser humano de este tiempo de dolientes contradicciones, mundanales y con ansia de liberación. 

Pero, como colofón esperanzado de estas reflexiones, dejemos, cual expresión del trascendente anhelo de este apasionado insatisfecho, dos testimonios positivos, y afines a este tiempo Pascual de la liturgia: algunos versos de la apoteosis final de la Segunda, tomados de Klopstock: “Cree, corazón mío, cree… No naciste en vano, no has vivido y sufrido para nada… ¡Yo moriré para vivir!… Resucita, sí, resucitarás, corazón mío”. 

Y, como acto de confianza en su poder intercesor, la bellísima alusión a la Virgen María y a la femineidad, tomada de Goethe, que se atrevió a deificarla, y con la que Mahler concluye su Octava, también en apabullante pleno de orquesta y coro de sus mil intérpretes: “Todas las almas que han existido se ponen a tu servicio, ¡Virgen Madre, la más alta de las Reinas, Diosa, concédenos tu gracia! Todo lo inadecuado se perfecciona, lo indescriptible se realiza, el eterno femenino nos penetra”.

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