ARTÍCULOS LITERATURA

UN GUANTE NEGRO PARA CAMBIAR LA HISTORIA

A veces ocurre: un acontecimiento que para bien o para mal hizo historia, uno de esos acontecimientos encrucijada que en su evocación acompañan siempre a la pregunta “¿dónde estabas tú aquel día?”, y luego un silencio breve, quizá un reparador suspiro mientras brota en cada uno su personal recuerdo; un acontecimiento así, tallado a tinta y a cuchillo en nuestra memoria colectiva, vuelve un día a primera línea por arte de una conmemoración, una mesa redonda bien urdida, una película o, por qué no, un buen libro, con la muy personal y literaria percepción del autor sobre los cómo y los por qué. Atocha 55, de Joaquín Pérez Azaústre, publicada por Almuzara con desasosegante portada y reconocida con el V Premio Albert Jovell es, sin duda, uno de los acontecimientos literarios del año, que solo suceden cuando un narrador de extraordinaria potencia verbal, periodista con olfato y tino, y poeta por más señas, da un puñetazo en las mesas de novedades que muestran libros de inane tapa dura para ofrecer, a corazón abierto y pluma templada, su mejor hacer como escritor.

Y vamos a los hechos que nos ocupan, que muchos recordamos por vividos, y otros más jóvenes por testimonios de terceros. Estamos en la turbulenta, ilusionada, expectante España de 1977, con un pie en una transición que sabíamos difícil bajo la presidencia de Adolfo Suárez, ese noble animal político, y otro en los agrios estertores de la dictadura. El 15 de diciembre de ese año se promulgaba la Ley para la Reforma Política, primer peldaño que alentó y alertó por partes iguales. En la noche del lunes 24 de enero tres abogados laboralistas del Partido Comunista de España y Comisiones Obreras, un estudiante de Derecho y un administrativo, fueron asesinados; el atentado dejó también cuatro heridos graves. En los dos días anteriores habían muerto otras dos personas relacionadas con movimientos de izquierda. Al entierro asistieron más de cien mil personas, y todo transcurrió sin incidentes. Tres meses después, con el país y la oposición política y militar de vacaciones por Semana Santa, se legalizaba el partido comunista en el así llamado Sábado Rojo. Y en junio de ese año se convocaban las primeras elecciones generales democráticas. Acierta quien dice que aquel terrible suceso marcó un antes y un después en nuestra historia común, abriendo de forma definitiva todas las ventanas que nuestro país necesitaba, y dando un gran impulso a la así llamada transición, que culminaría en 1982 con la llegada al poder del partido socialista.

Veintiún años más tarde, en enero de 1999 según cuenta en el capítulo de gratitudes con que cierra el libro, nuestro autor lee durante un viaje en tren a Madrid un reportaje sobre estos acontecimientos que le hace sentir, y cito textualmente, “esa ligadura, casi de entraña, que nos une al contorno de una historia”. Y tendría que esperar algunos años más, enero de 2013, para conocer al que hoy es el último sobreviviente del atentado: Alejandro Ruiz-Huerta Carbonell. Vendrían después encuentros y entrevistas con quienes mucho tenían que contar sobre lo acontecido, para así romper aguas y cuajar las muy adictivas 230 páginas de Atocha 55. Largo tiempo de cochura para un texto bien trabado donde nada sobra.

“La construcción de la novela ha sido para mí como el cruce de un río”, confesó el novelista al recoger el premio. “Estas aguas, salvajes a veces, duras, pero también sanadoras, no me han dejado igual que antes de cruzarlo; meterme en el mundo de cómo eran aquellos despachos laboralistas, la forma que tenían de trabajar, la forma que tenían de relacionarse entre ellos… Eran gente extremadamente joven, esta gente tenía veintitantos años y estaban defendiendo casos en el tribunal de Orden Público, estaban metidos en todas las luchas obreras del final del franquismo, con un sindicato vertical que era muy duro, y entre ellos tenían una forma de relacionarse que era pionera, que era muy libre”. Y lo dice un autor bien curtido en el arte de contar historias, con novelas de tanto calado como América (2004), El gran Felton (Seix Barral, 2006), La suite de Manolete (Alianza Editorial, 2008), Los nadadores (Anagrama, 2012) y Corazones en la oscuridad (Anagrama, 2016). Joaquín vuelve ahora a sorprendernos con esta novela de madurez, escrita a cuchillo en cinco capítulos que dejan al lector sin resuello. Me ratifico en cuanto dije hace algún tiempo, con motivo de la presentación de su excelente libro de versos Poemas para ser leídos en un centro comercial: “Hay libros que son como un coco: los abres de un machetazo, sorbes con fruición el agua, y unas veces basta y sobra, y otras decides continuar, masticando cauteloso; libros también que son como ciruelas, engullidos con satisfacción en tres mordiscos; libros chirimoya, que invitan a seguir aunque estén llenos de incómodas pepitas, léase asonancias como piedras. Y libros alcachofa, que se pueden paladear de hoja en hoja, y tiene cada una su emoción, su mensaje y su misterio, y todas conducen al corazón del autor al escribirlo”. Y digo ahora que estamos ante otro libro alcachofa de Joaquín Pérez Azaústre, en el que cada página, cada hoja, ofrece al lector las inquietudes y sueños de los jóvenes protagonistas que perdieron la vida, Luis Javier, Enrique, Ángel, Francisco Javier, Serafín; y también de quienes sobrevivieron, Miguel, Luis, Lola y Alejandro.

Acertó Joaquín Leguina presentando a su tocayo a algunos de los protagonistas de la tragedia, y acertó nuestro autor al concebir este artefacto narrativo en dos piezas de perfecto ensamblaje. La primera, donde se narra con párrafos de acero cuanto pasó entre las 10:45 y las 11:30 de aquella noche, desde que suena el timbre y Luis Javier Benavides se adelanta a su amigo Alejandro para abrir la puerta y enfrentarse a unos guantes negros que cambiarán la historia, hasta el muro de carne, como expresa el autor, que formarán los nueve con los brazos erguidos antes de sentir la súbita quemazón de los disparos, el ulular después de sirenas remontando la calle sin tráfico, y la desoladora imagen del cuadro Amnistía, de Juan Genovés, salpicado obscenamente de sangre. Y la segunda pieza, formada por cinco intensos capítulos que recrean lo ya contado, dándole profundidad y contenido. ¿Un ejercicio de catarsis social a través de la literatura, y también crónica de una sanación, como afirma a propósito del libro Juan Manuel de Prada? ¿Minuciosa galería de personajes, cada uno con su historia a cuestas, sus frustraciones y anhelos? ¿Acta notarial de lo entonces acontecido, con ese punto de pasión que hace grande lo menudo? Todo eso y mucho más; y antes, el honesto empeño del autor por rendir homenaje a quienes son ya parte de nuestra historia común.

Coincido con Francisca Sauquillo, hermana de Javier, cuando afirmó en la entrega del premio el pasado enero en Madrid que “esta novela es muy diferente a todo cuanto se ha contado sobre el atentado de Atocha, esta novela es más política y sensible con cómo vivían los asesinados, y cómo vivíamos entonces los abogados laboralistas”. Da que pensar que Joaquín, tan noble, reconozca que el proceso de creación de la novela le ha hecho mejor persona. Quizá porque bucear respetuoso en el dolor ajeno nos da siempre una nueva perspectiva de lo vivido y cuanto todavía espera; quizá, porque al escribir tras escuchar a otros, comienzas también a escuchar cuanto llevas en tu hondón; en todo caso porque un escritor, cualquier escritor que merezca ese nombre, da siempre lo mejor cuando se enfrenta a un nuevo folio, y en esta historia cada folio quema.

Y coincido también con Antonio Lucas, siempre buen lector, cuando dice que en esta novela se ven los puntos de fuga del poeta que hay en Joaquín. Hay novelas escritas con brújula: el escritor define un rumbo, digamos nordeste, que puede ser la traición, el desamor, la soledad, y otras el poder y sus abusos, por ejemplo, pero siempre nordeste, por ahí la historia y a ver qué me encuentro, cómo llegan a ganarse el pan los personajes, qué giros vendrán y sean todos bienvenidos; escritores, pues, de brújula, que saben a dónde quieren llegar, pero ignoran cómo. Hay novelas de mapa, con una geografía que bien define el escritor según avanza en documentación, fichas, notas, datos, hasta tener un armazón previo y confortable que orientará luego su trabajo: sabes a dónde llegarás, y bien conoces itinerarios, meandros y desvíos. Y luego está Joaquín Pérez Azaústre, escritor de mapa que sabe desbocarse movido por ese don que une instinto con talento, escritor pues de brújula para salir y entrar en la historia, no a su antojo, no al tantarantán, impulsado siempre por una inspiración que cuajará en pasajes y tramos memorables. ¿Narrador poeta? ¿Poeta que también escribe novelas? Escritor de raza, por hacerlo sencillo, y qué difícil.

Escribimos para que nos lean. Escribimos para conocer, y reconocernos en lo escrito. Lean este libro, déjense llevar por ese río de emociones que el autor cruzó con la generosa ayuda de Alejandro Ruiz-Huerta Carbonell y otros testigos. Atocha 55 es algo más que una novela: es un homenaje a quienes con su sacrificio, sus ideales y su vida contribuyeron a dar un decisivo impulso a la democracia que hoy, pese a estos tiempos raros, nos ampara.

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